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APORTES PARA ELABORAR UN MODELO COMUNICATIVO EDUCADOR PARA LAS ONG DE DESARROLLO (ONGD). Javier Erro Sala, Leila C. Matthews y Yosra Bouyanzari Faraji. Tú tienes la cabeza llena de gavetas, de cajoncitos –me decían-, en las que metés y sacás cosas. En una las ideas, en otra la lucha, en otra el trabajo. Y ¿cómo es pues? –le preguntaba yo. Pues cómo va a ser, redonda en vez de cuadrada como vos, las cosas no están separadas1. El modelo de solidaridad que da vida al Sistema de Solidaridad, Ayuda y Cooperación Internacional para el Desarrollo (SACID)2 propio del proyecto moderno se muestra cada vez más agotado. El nuevo escenario de superación de la modernidad exige una intervención social solidaria que, además de resolver problemas puntuales (urgentes), no renuncie a su poder emancipador (construir alternativas sociales). Se requiere entonces otro paradigma de intervención, capaz de abordar la diversidad, complejidad, e incertidumbre global, algo que, a nuestro juicio, pasa por repensar las interrelaciones entre intervención y comunicación (desde una noción de comunicación no instrumental). Apostamos por una propuesta, desde la figura institucional de las Organizaciones No Gubernamentales para el Desarrollo (ONGD), que parta de los vínculos entre comunicación y educación para el desarrollo. Buscamos contribuir a refundar desde ahí un nuevo modelo integrador de solidaridad internacional basado en su dimensión comunicativa, entendida esta última con todo su espesor educativo y cultural. Dentro de ese esfuerzo ofrecemos aquí una cartografía preliminar sobre el tema.
Podemos entender la cooperación internacional para el desarrollo como el conjunto de actuaciones, realizadas por actores públicos y privados, entre países de diferente nivel de renta con el propósito de promover el progreso económico social de los países del Sur de modo que sea más equilibrado en relación con el Norte y resulte sostenible (Gómez Galán y Sanahuja, 1999:17), siempre que dejemos muy claro:
Ahora bien, por debajo de esa definición y de la apariencia formal del SACID se esconde una compleja y contradictoria realidad cultural de ideas, valores, normas, prácticas sociales, instituciones y personas. Hablamos de un fenómeno social con muchas caras y que permite distintas lecturas. Su naturaleza ambivalente y paradójica le convierte en un orden marcado desde arriba (prosistema), pero a la vez en un caos poroso con cierta autonomía que admite también usos transformadores e incluso prácticas sociales de raíz subversiva (antisistema). Se trata además de una realidad conflictiva determinada por los valores dominantes en los países del Norte en cada etapa histórica. Es el Norte desarrollado el que impone un modelo de “cooperar” basada en la lógica vertical de la donación, que implica falta de obligatoriedad, establece una relación de inferioridad del otro en situación de carencia y se sostiene por el principio decisivo de condicionalidad4. Una cooperación con un presupuesto preescrito –el principio de desarrollo- que, como veremos, forma parte de la religión moderna y de la ideología del progreso (Morin 1995; Rist 2002; Latouche, 2006, 2007). Es el Norte quien unilateralmente se proyecta: dice qué es desarrollo, qué es progreso, cómo se miden y legitiman y, finalmente, quiénes y cuánto los han alcanzado. En consecuencia, resulta inútil negar que la cooperación constituye un proyecto genuinamente moderno, correspondiente a un momento histórico muy concreto, con un enfoque del mundo determinado, lineal y progresivo propio de una realidad ya muy lejana: la segunda parte del siglo pasado. Tal vez por eso le llueven las críticas, y no es para menos, si además añadimos que el balance general de los datos que hoy puede presentar la cooperación se muestra tan poco fructífero en términos de eficacia. En pocas palabras, la pobreza se resiste a disminuir mientras se agudizan las desigualdades Norte-Sur (y dentro de los distintos países), irrumpen nuevas formas y procesos de empobrecimiento y exclusión social, y el futuro del planeta y de sus habitantes sigue seriamente amenazado por el estilo de vida hegemónico. La falta de responsabilidad con que los “países desarrollados” vienen afrontando el desafío del cambio climático –“el mayor problema de acción colectiva al que el mundo se ha tenido que enfrentar” (Innerarity, 2013: 127)- atestigua lo que decimos. Por eso en este trabajo nos centramos en intentar deslindar los dispositivos sociales subterráneos decadentes, pero sobre todo emergentes, que perviven en ese subsistema de cooperación imperante y de los que podría servirse una refundación de la cultura, o si se prefiere contracultura, de la solidaridad.
La cooperación puede ser revisada desde su antítesis: la anticooperación. Desde este enfoque Llistar (2009) elabora un esquema metodológico capaz de alumbrar el cariz ambivalente y contradictorio del actual modelo de cooperación y sus lagunas nucleares. El autor nos recuerda que el SACID nace después de la Segunda Guerra Mundial de la mano de las relaciones internacionales, cuyo estudio de convierte en disciplina en esa época. Pero el Sistema de Relaciones Internacionales (SRI)5 instaurado en esa época no se fundamenta en la cultura de la solidaridad, sino en la defensa de los intereses nacionales y en el sentido de la oportunidad. Por lo tanto, el marco de las relaciones internacionales resulta insuficiente para explicar toda la riqueza y la complejidad del fenómeno de la cooperación. Llistar va más lejos y sostiene que el actual SRI es funcional al sistema que produce las causas fundamentales del empobrecimiento de las mayorías sociales de los países del Sur (en ese caso deberíamos hablar de países empobrecidos, no de pobreza), en cuanto que obedece a una visión geopolítica que mantiene al Sur como subalterno del Norte. Sucede además, siempre siguiendo a este autor, que tanto el SRI como su subsistema el SACID giran en torno a la centralidad de tres presupuestos complementarios que hoy se ponen en tela de juicio: el principio de soberanía6; la figura del Estado-nación; y la separación diáfana entre los ámbitos interior y exterior. Sin embargo el modelo hegemónico de globalización estaría haciendo estallar esa realidad del pasado, por lo menos en el sentido de que las fronteras se estarían difuminando hasta el punto de que lo interior y lo exterior se solaparían, se confundirían y acabarían fundiéndose. Pero hoy las fronteras ya no están en las fronteras físicas (Balibar, 1998), y la “psicopatología de los límites” propia de la modernidad debe ser revisada porque “la creciente complejidad y diferenciación de los límites en la política global contrasta con la simplicidad de nuestras prácticas en relación con ellos” (Innerarity, 2013:82). Por ejemplo, la actual crisis española se confunde y funde por dentro y por fuera hasta el punto de configurarse como un fenómeno de límites borrosos, fuertes interdependencias, alta complejidad y consecuencias impredecibles: ¿Dónde están sus límites nacionales (Estado), internacionales (Europa) y globales? ¿Se trata de una crisis financiera, económica, política, social, cultural o todo eso a la vez? Resulta particularmente grave que el sistema político, como el modelo de cooperación internacional para el desarrollo, sigan pensándose sobre todo desde al ámbito de los Estados-nación cuando sus desafíos son hoy de naturaleza global. Llistar lo deja muy claro cuando basa su teoría en el concepto de interferencia, que define como aquel factor procedente de fuera de las fronteras de un Estado que afecta temporalmente la dinámica interna de un determinado grupo social, sea éste un grupo de personas estructurado en una comunidad local, un segmento de la población o un país, no importe si se produce directamente o indirectamente a través de la alteración de su entorno (2009:27). Lo que le permite redefinir qué es cooperación y qué es anticooperación. La cooperación sería el conjunto de interferencias positivas entre el Norte y el Sur Globales, en ambos sentidos (asumiendo además que hay que usar distintos lenguajes de valoración). Entenderíamos entonces como ayuda NS toda interferencia positiva en sentido no sólo NS. La anticooperación constituiría entonces la conjunción de todas las interferencias negativas. Define también este autor los mecanismos de cooperación o anticooperación como los dispositivos existentes en el actual sistema mundial a través de los cuales tienen lugar la cooperación y la anticooperación (el crédito internacional, el comercio internacional, el militarismo, emisión/absorción de gases a/de la atmósfera, la transferencia de tecnología, etc.)” (2009:55). Los mecanismos de anticooperación –“la vía práctica (el resorte) del sistema que permite, en uno o más pasos, que cierto grupo de interés acabe por interferir negativamente sobre el buen vivir de otros grupos de personas, o que incluso acabe por subordinarlos (2009:81)7. El enfoque de Llistar nos resulta útil porque permite distinguir los elementos de cooperación y de anticooperación que integran el SACID, así como la contradictoria complejidad de sus interrelaciones. Nos señala como la anticooperación prevalece sobre la ayuda y como una parte determinante de esa ayuda obedece a los intereses del donante. Pero también identifica aquellos símbolos y fragmentos de una solidaridad y emancipación social genuinas que todavía subsisten latentes dentro de las prácticas sociales de cooperación. Apuesta entonces por una ayuda antidestructiva que se proponga cooperar en negativo, es decir, por no anticooperar (2009:57). Pero además el autor entiende que sus conceptos de cooperación y anticooperación pueden aplicarse a distintas dimensiones, como Estados, grupos sociales, individuos, etc., abriéndose así a propuestas de otros pensadores, como la de Morin (2009), que hace de la solidaridad el eje de una política de civilización para la recuperación moral; la de un pensador tan original como de Sousa Santos (2000, 2005, 2010) que excava buscando restos entre lo excluido, en la experiencia desperdiciada por la modernidad, para reconstruir un proyecto global crítico y emancipador desde el Sur en estos tiempos de transición paradigmática (epistemológica y social)8; o la visión de la cooperación como herramienta decisiva para identificarse con el otro sin borrar sus diferencias y elaborar así soluciones conjuntas a los nuevos problemas de la socialidad que postula Sennett (2012).
Tres tendencias configuran en este momento el debate en torno al desarrollo. La primera nos remite a un nuevo consenso internacional, la Declaración del Milenio, aprobada por Naciones Unidas en el año 2000, se concreta en la propuesta de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y parte de un idea específica de pobreza. La segunda se centra en la idea de desarrollo -desarrollo humano- y asume la creciente complejidad de este fenómeno. Existe una tercera, transversal, de fondo, que nos sitúa más allá del desarrollo y señala al SACID no por su funcionamiento o sus mecanismos, sino por sus fundamentos y su razón de ser. Estaríamos entonces ante la quiebra del pensamiento del desarrollo (Dubois, 2000) o incluso la era del postdesarrollo.
Brevemente podemos decir que la Declaración del Milenio y su materialización operativa en los ODM han marcado un salto cualitativo, un nuevo rumbo, en el debate sobre el desarrollo y la cooperación. Entre otras cosas ha supuesto, en primer lugar, descender del sueño del desarrollo moderno para todos y todas a la lucha contra la pobreza. En segundo término se impone en forma de objetivos del desarrollo una interpretación reducida y unilateral de “pobreza” elaborada por el Banco Mundial y los países del CAD9. Concepción de pobreza que resulta muy discutible en cuanto que fija la categoría de pobre en un nivel económico bajo e indiscriminado (menos de 1,25 dólares al día), pone el énfasis en una meta de supervivencia (aliviar el número de pobres en el mundo), prescinde el problema ético y estructural de la pobreza (sus causas), y fusiona las agendas de seguridad y del desarrollo bajo el concepto de gobernanza global. Como sostiene Dubois (2002:23), los ODM parten de una concepción de pobreza estrecha y absoluta y olvidan sus aspectos no materiales: las cuestiones políticas y socioculturales10.
La apuesta por la pobreza debilita y margina el enfoque del desarrollo humano o enfoques de las capacidades -relacionado históricamente con los postulados de Sen (2000) y con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)-, que se había erigido desde los años 90 como la visión teórica y académicamente más poderosa. El desarrollo humano presume de buscar un proceso de ampliación de las opciones y capacidades de las personas, y se presenta como el desarrollo de la gente, para la gente y por la gente (PNUD, 2000:17). “El desarrollo humano afirma que el crecimiento no debe ser el objetivo central del desarrollo sino únicamente uno de sus referentes. Supone un cambio radical de los planteamientos anteriores porque coloca el centro de la concepción del desarrollo en el proceso de expansión de las capacidades de las personas de manera que éstas puedan elegir su modo de vida; y, porque cuestiona que el desarrollo dependa fundamentalmente de la expansión del capital físico, resaltando la importancia de los activos humanos. En definitiva, se sustituye una visión del desarrollo centrado en la producción de bienes por otra centrada en la ampliación de las capacidades de las personas” (Dubois, 2002: 25-26). Nussbaum (2012:38) lo concibe como una aproximación particular a la evaluación de la calidad de vida y a la teorización sobre la justicia social básica, y lo caracteriza por: concebir a cada persona como un fin en sí misma, centrarse en la elección o en la libertad, ser pluralista en cuanto a los valores, y por ocuparse de la injusticia y la desigualdad social. Por su parte Dubois (2002:25) pone el énfasis en que el desarrollo humano se concibe a sí mismo como una propuesta emancipadora, en sentido que emplea de Sousa Santos (2003) cuando éste opone regulación a emancipación social. Ahora bien, Sen (2000) ha abierto una senda muy amplia y fructífera, en el término de un programa político-económico, pero sin conseguir concretar lo suficiente el esquema de las capacidades básicas fijas. Por su parte, los intentos por ir materializando y generando indicadores del PNUD a través del Índice de Desarrollo Humano (IDH) carecen todavía de la solidez operativa necesaria entre otras cosas porque los postulados de los que se parte contienen tanta riqueza que conducen cada vez a un mayor nivel de complejidad. Otro problema, de mayor enjundia todavía, asola a este enfoque: las dificultades para fijar unos referentes mínimos universales que saltan a la luz, sobre todo, cuando pretendemos definir el bienestar. En efecto, no se dispone de una referencia ética de bienestar con validez universal. Frente a eso o bien se continua perfilando la búsqueda de un esencialismo humano como base común para una estructura más operativa (Nussbaum, 2002), o bien planteamos posturas que se inclinen por la construcción de acuerdos sociales. En este sentido Dubois (2002:29) se inclina por: “la necesidad de afirmar la existencia de unas capacidades generales humanas, no porque están inscritas en los genes, sino porque forman parte de nuestra identidad querida”. En todo caso, se busca un proyecto colectivo que de cobijo a todas las personas. Esta interpretación chocaría frontalmente con la apuesta por la pobreza de los ODM, en cuanto que no ve el fenómeno de la pobreza desde una visión funcional, como falta de eficacia del sistema, sino como punto de partida para preguntarse por las transformaciones que la sociedad necesidad para el desarrollo de todos y todas. En efecto, y esto nos interesa especialmente, la búsqueda de la operatividad, el problema de la universalidad, la reducción de la complejidad y el cultivo de la inconclusión, son características propia de todo fenómeno social de base dialógica. |