Estado social de derecho Elías Díaz, Estado de derecho y sociedad democrática, 1966 primera edición Del Estado liberal de derecho al






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Estado social de derecho


Elías Díaz, Estado de derecho y sociedad democrática, 1966 primera edición


Del Estado liberal de derecho al Estado social de derecho



Descartada la solución totalitaria fascista, que en definitiva no hace sino reunir todos los males de fondo del liberalismo (por ejemplo, la explotación capitalista) sin poseer ninguna de sus ventajas (por ejemplo, la pretensión personalista), los sistemas democrático-liberales occidentales han intentado evolucionar desde sí mismos, pero con presión y estímulo exterior, a fin de adaptar sus estructuras políticas y jurídicas a las nuevas necesidades del desarrollo técnico, social y económico demandado en los últimos decenios.

Dicha evolución viene marcada, se dice, por el paso del Estado liberal de Derecho al Estado social de Derecho, concibiéndose éste como fórmula que, a través de una revisión y reajuste del sistema, evite los defectos del Estado abstencionista liberal, y sobre todo el individualismo que le servía de base, postulando planteamientos de carácter “social” que, por otra parte, queden también perfectamente diferenciados de cualquier otro sistema cercano a los totalitarismos fascistas. El Estado social de Derecho, “casi” es obvio advertirlo, continúa constituyéndose como auténtico Estado de Derecho.

El profesor Lucas Verdú, uno de los primeros que entre nosotros y con más acierto se han ocupado del tema, analiza los caracteres fundamentales de este tipo de Estado, que desde Weimar (1919) y pasando por la crisis económica de 1929 y el New Deal logra tras la segunda Guerra Mundial imponerse como vigente en gran parte de los países desarrollados occidentales: Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, etc.: “ El sozialer Rechtsstaat - escribe Lucas Verdú – se presenta, por tanto, en medio del estado liberal de derecho y del Nicht - Rechtsstaat totalitario”.

El calificativo social quiere ahí hacer referencia, se dice, a la corrección del individualismo clásico liberal a través de una afirmación de los llamados derechos sociales y de una realización de objetivos de justicia social: “Al lado de los derechos de libertad – dice Lucas Verdú- aparecen, como en Weimar, los derechos sociales”. Y paralelamente actúa como meta la consecución de un bienestar social que configura precisamente al estado social de derecho como Welfare State y como Estado material de Derecho frente al carácter meramente formal, que no muy fundadamente, se atribuye a la fórmula institucional del liberalismo. “Se puede concluir – señala Lucas Verdú – que el sozialer Rechtsstaat es una feliz expresión que designa una realidad ya mentada anteriormente cuando la incorporación de los derechos sociales a las constituciones europeas. Trátase del intento loable de convertir en Derecho positivo viejas aspiraciones sociales, elevadas a la categoría de principios constitucionales protegidos por las garantías del Estado de Derecho”.

En definitiva, lo que se viene a poner ahora en tela de juicio es la eficacia del liberalismo clásico como sistema capaz de resolver los difíciles y complejos problemas que en el marco de una moderna sociedad industrial se plantean tanto con respecto de la expansión y el desarrollo económico como de la acción ejecutiva y administrativa de los órganos de gobierno. La cultura de masas, la planificación incluso capitalista, la sociedad de consumo, el constante progreso de la técnica, etc., son hechos y problemas que no parecen encontrar suficiente solución a través de los instrumentos y procedimientos típicos del Estado liberal.

En concreto, son dos los puntos del liberalismo que precisan someterse a una mayor crítica y revisión: el individualismo y el abstencionismo estatal. Frente a ello, lo que se propugna en el Estado social de Derecho es un Estado decididamente intervencionista, un Estado activo, un Estado, se repite, dotado de un “ejecutivo fuerte”. Esta primacía del ejecutivo dará lugar enseguida a una cierta crítica del parlamentarismo (insistir en la ineficacia del parlamento es habitual en esta concepción), y también a una crítica de la función de los partidos políticos y de otras instituciones consideradas básicas en el sistema liberal. Puede decirse que las mejores de estas críticas y autocríticas han contribuido muy poderosamente al perfeccionamiento de la democracia en nuestro tiempo.

Pero en modo alguno cabría, en efecto, confundir y equiparar esas y otras críticas con las que, como hemos visto, se hacían al liberalismo desde los totalitarismos fascistas y sistemas semejantes. El Estado social de Derecho está, como un paso más, aunque de cierto alcance, en la línea del Estado liberal de Derecho. A pesar de sus variantes, continúa reuniendo las características y exigencias que anteriormente (I,3) hemos definido como propias de todo Estado de Derecho: imperio de la ley, formalizada como tal en un órgano popular representativo, separación y distribución de poderes, legalidad de la Administración y garantía de los derechos y libertades fundamentales .

Manteniendo estas exigencias, el “ejecutivo fuerte” del Estado social de Derecho queda perfectamente diferenciado del, digamos, “ejecutivo absolutamente incontrolado” de los Estados totalitarios 1 . El Estado social de Derecho es un auténtico Estado de Derecho. Situado en la vía hacia la democracia, puede, no obstante, decirse que no se alcanza con él todavía la fase evolutiva que hoy exige una sociedad realmente democrática. El Estado de Derecho al igual que la democracia, aparecen en esta concepción, como puede verse, no como esencias y conceptos cerrados, sino como procesos siempre abiertos a posibles y necesarios perfeccionamientos.

A pesar de que pueda parecer obvio, conviene insistir en esta idea en cuanto que últimamente se advierte en algunos sectores la tendencia a querer utilizar la expresión Estado social de Derecho para ser aplicada a Estado que en modo alguno reúnen esas características de los Estados de Derecho, sino que más bien se aproximan al tipo de Estado autoritario, y ello aunque se interesen por el bienestar social. Parece como si con el calificativo “social” (y con otros términos similares como “socialización”, que previamente se vacían de todo contenido claro y concreto) pretendiera trivializarse aquí la expresión Estado de Derecho, con la finalidad de poder calificar como tal a todos los Estados que al menos verbal y teóricamente proclamen “un cierto afán retórico por lo social”, con lo que hoy realmente ningún Estado quedaría excluido de semejante denominación. Es, puede decirse, un hecho paralelo al de la ambigüedad y trivialización que interesadamente esos mismos sectores fomentan y pretenden crear hoy en torno al término “democracia” .

Se admite en esas concepciones autoritarias que el Estado liberal de Derecho era algo muy concreto y definido. Enseguida se declara de buen grado superado, y se intenta por todos los medios configurar al Estado social de Derecho en una noción tan abstracta, vaga e indefinida que permita ser aplicada a todas las circunstancias imaginables. Por todo ello, decíamos, hay que dejar bien en claro que el calificativo “social” no sirve ni debe servir para hacer sin más de todo Estado un estado de derecho. El Estado social de Derecho, para merecer en rigor esta denominación, deberá responder a las exigencias que se han considerado propias de todo Estado de Derecho.

El problema, veíamos, podría precisamente presentarse en cuanto que algunos de estos mencionados presupuestos del Estado de derecho parecía encontrar hoy alguna dificultad de adaptación al tipo de institucionalización político-jurídica que se considera necesaria para dar cumplimiento a los objetivos económico-sociales, que corresponden sin duda en nuestro tiempo a los Estados de países desarrollados o en vías de desarrollo. La situación de la Administración y del poder ejecutivo, configurándose como los órganos activos de la dirección tanto política como económico-social del país, parecen venir así a suscitar algunas dudas sobre la viabilidad actual de las exigencias del Estado de Derecho: dudas, en concreto, sobre el Parlamento como órgano más adecuado, con su composición tradicional, para el control de la actividad legisladora, y enseguida, claro está, sobre el principio de la separación de poderes y de la legalidad de la Administración.

El punto central de la polémica incide sobre el tipo de poder que cabe atribuir a la Administración en esa función de incrementar el desarrollo económico-social con vistas a la consecución de una sociedad del bienestar. Se está de acuerdo por lo general en admitir la necesidad de un “ejecutivo fuerte”, nunca de un “ejecutivo incontrolado”. En este sentido se considera en el Estado social de Derecho que el órgano estatal más adecuado para llevar a cabo esta función inmediatamente directiva y de control de la actividad económica y social no es el Parlamento clásico, demasiado lento y poco especializado, se dice, sino más bien, y aunque no exclusivamente, el poder ejecutivo, o sea, la Administración y sus técnicos; con la creciente importancia de ésta se constituye el llamado Estado administrador o Estado de la Administración.

Se expresa con ello una indudable necesidad objetiva de nuestro tiempo que, sin embargo (conviene insistir en ello desde ahora), puede resultar perfectamente compatible con los principios fundamentales de todo Estado de Derecho. La constante, rápida y eficaz intervención de la Administración en la vida del país reclama, es cierto, que ésta posea una gran capacidad dispositiva y decisoria: la Administración, suele decirse, necesita legislar. En ella la legislación se dinamiza extraordinariamente como única forma de proveer a las necesidades de esa constante actividad socioeconómica.

Ahora bien, precisamente por este aumento de poder de la Administración se exige hoy mas que perentoriamente el control y la responsabilidad jurídica del mismo. El respeto al principio de la legalidad de la Administración, su actuación según ley, significa así la aceptación actualizada del principio de la división de poderes, y con respecto de las facultades normativas de aquélla, también la aceptación esencial del control ejercido por la voluntad popular como punto central de toda la construcción2 . En esta perspectiva, el necesario aumento de poder de la Administración puede y debe seguir funcionando dentro de las exigencias generales del Estado de Derecho.

Escribe acertadamente en esta línea el profesor García de Enterría : “En el mundo político y jurídico de hoy, en efecto, la paulatina socialización ha hecho absolutamente dependiente la vida de cada hombre del funcionamiento estatal en términos incomparables con cualquier otra situación histórica” (...). El individuo “hoy, por diferencia de lo que ha venido pasando en otras sociedades históricas, no ejerce un verdadero señorío más que sobre una parte mínima de sus condiciones materiales de existencia, estando el resto de su esfera vital a cargo del Estado, el cual debe subvenir a lo que los alemanes llaman la Daseinsvorsorge, la procuración de la existencia de los ciudadanos, y no sólo ya el orden externo. De este modo, la dependencia del ciudadano respecto del Estado se ha agudizado en términos extraordinarios. En una organización pública de esta naturaleza – señala Enterría- no pueden ya aceptarse poderes absolutos, o poderes irresponsables, o poderes incontrolados, o poderes intangibles o perpetuos, que sería tanto como puros arbitrios de disposición sobre la vida de los ciudadanos y sus condiciones enteras de existencia”.

“Son estas nuevas condiciones sociales y políticas – continúa García de Enterría- las que imponen como una de las grandes tareas morales de nuestro mundo limitar el poder, hacerlo responsable, arbitrar medidas que permiten su control por criterios de justicia.” Y concluye así Enterría, insistiendo en las dos fórmulas que hoy pueden permitir más eficazmente ese control de la Administración y, en última instancia, la protección de los derechos y libertades del ciudadano: “Por una parte – dice-, un derecho de impugnación judicial de los actos del poder público ante una instancia independiente y neutra capaz de enjuiciar la injusticia de los mismos; por otra, la institucionalización de la discrepancia de los ciudadanos con el imperante en términos que eviten al conflicto otra salida que la violencia; en otras palabras: el reconocimiento de un derecho a la oposición política y la institucionalización de la misma para solventar el conflicto en términos pacíficos”.

Es importante perfeccionar los sistemas de control de la Administración 3 intentando, por otro lado, no entorpecer innecesariamente su acción, que redunda o debe redundar en beneficio de todos. Lo que aparece ineludible para la existencia de un Estado de Derecho es que la fiscalización se realice desde la ley y, además, que la voluntad popular – el electorado- aparezca como fuente primaria de la legislación y como último y decisivo órgano de control político. Estas características y otras a ellas vinculadas y ya mencionadas son, debe decirse, exigencias de contenido de todo Estado de Derecho.

Dentro de este cuadro ideológico y organizativo, derivado, como se ve, de las conquistas históricas logradas por el liberalismo, es donde tienen sentido los actuales intentos de corrección y reforma del sistema con vistas a su adaptación a los datos objetivos de las actuales sociedades desarrolladas e incluso semidesarrolladas. La crítica al parlamentarismo, a los partidos políticos, etc., así como la defensa de la Administración, de la técnica, etc., responden a motivaciones muy diferentes, alcanzan intensidades diversas y tienen un sentido completamente opuesto si se hacen desde el marco de un Estado social de Derecho o desde el de un Estado autoritario o totalitario.

Esto no puede olvidarse, aunque se hable, como aquí se hace, de la insuficiencia del Estado social de Derecho. Los sistemas de carácter autoritario, con verdadera falta de objetividad, están siempre dispuestos a apropiarse unilateralmente y a utilizar, por lo demás sin excesivo éxito, las críticas internas del Estado de Derecho. Olvidando que los hechos y los conceptos tienen siempre sentido dentro de un sistema, pero no – al menos el mismo sentido- fuera de él, su única obsesión es sacar precipitadamente de esas críticas conclusiones interesadas que demuestren la decadencia y definitiva superación del Estado de Derecho.

Tecnocracia e Ideología en el ¨Welfare State¨
El Estado social de Derecho se considera aquí, por tanto, como una auténtica conquista histórica, como un paso adelante de carácter positivo, y ello tanto con respecto a los Estados liberales (de los cuales directamente procede) como sobre todo con respecto a los Estados totalitarios negadores de todo Estado de Derecho.

Sin embargo, repetidamente hemos hecho referencia a la insuficiencia actual y futura del Estado social de Derecho y a la necesidad de que éste venga superado en la forma más evolucionada y comprensiva del que podríamos denominar Estado democrático de Derecho. El proceso interno que se realiza en el Estado de Derecho pasa así consecutivamente por tres etapas diferentes: liberal, social y democrática.

Con ello no queremos decir que forzosa y necesariamente en cada caso histórico concreto haya que recorrer y agotar todas y cada una de esas etapas, de tal modo que resulte absolutamente imposible pasar a una sin haber realizado plenamente la anterior. Es posible, sí (aunque no fácil), quemar etapas o abreviarlas. Con todo, en dicho proceso se expresa una vía escalonada para la construcción de la democracia, que, en mi opinión, puede resultar, y a pesar de todo está ya resultando, practicable y válida para amplios sectores del mundo contemporáneo.

Dentro de ella conviene examinar ahora el fundamento ideológico y socioeconómico del Estado social de Derecho para comprender desde allí sus insuficiencias y la necesidad del paso a un Estado democrático de Derecho.

Lo característico del Estado social de Derecho es, sin duda alguna, el propósito de compatibilizar en un mismo sistema dos elementos: uno, el capitalismo como forma de producción, y otro, la consecución de un bienestar social general. La creencia en la posibilidad de semejante compatibilidad constituye precisamente el elemento psicológico, y al mismo tiempo ideológico, que sirve de base al neocapitalismo típico del Welfare State. Neocapitalismo orientado hacia el bienestar, o bienestar logrado en el neocapitalismo, constituye, en efecto, el componente real de los sistemas actuales que, como Alemania, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, etc., pueden ser encuadrados con diversidad de matices en la fórmula del Estado social de Derecho.

El Estado social de Derecho, decíamos, se caracteriza por ser un Estado administrador (prevalencia en él del poder ejecutivo y administrativo que, de hecho, llega incluso a legislar) y, a la vez y desde otra perspectiva, un Welfare State, un Estado del bienestar, en cuanto que éste constituye el objetivo fundamental de aquél. El objetivo del bienestar conexionado al objetivo del desarrollo económico aparecen así como resortes que movilizan la acción de la técnica y de la burocracia en el marco de las modernas sociedades industriales.

Caracteriza al Welfare State, cabría resumir, un predominio de la administración sobre la política, un predominio de la técnica sobre la ideología, no siendo desde aquí infrecuente la tesis de que la administración y la técnica (una buena administración y una técnica eficaz, se dirá) son perfectamente suficientes para lograr ese objetivo del desarrollo económico y, como consecuencia, el bienestar social general. En esta perspectiva, la política y la ideología constituyen, se afirma, cosas ya completamente superadas, estorbos y, además, estorbos anacrónicos.

Por supuesto, no quiere decirse que este sistema de ideas sea la tesis oficial, única y absolutamente aceptada en el marco del Estado social de Derecho; se trata, como es bien sabido, de una tesis debatida, una cuestión disputada. Sin embargo, pueden muy bien afirmarse dos cosas: primera, que indudablemente dicha tesis marca la línea ideológica general que corresponde a las condiciones reales de los Estados del bienestar, y segunda, que dentro de éstos, las disensiones con respecto a dicha tesis proceden por lo general de actitudes favorables a una superación realmente democrática del Welfare State.

Técnica y administración, desarrollo y bienestar –convendrá dejar esto bien claro como punto de partida- constituyen condiciones y exigencias objetivas de la sociedad industrial de nuestro tiempo. Constituyen, por así decir, hechos (y valores, si se quiere) que se imponen y que hay que aceptar: hechos que además se configuran con un marcado carácter positivo de progreso. En este sentido, nada más fácil, pero también nada más inútil, que la crítica reaccionaria, verbalista y retórica contra el bienestar y contra la técnica. Hay grandes tendencias “espiritualistas” y “humanistas” especializadas en este tipo de crítica: “materialismo” y “deshumanización” son términos que se utilizan allí airadamente y con frecuencia sospechosa. Afortunadamente, cada vez son más importantes y aceptadas las concepciones del humanismo que se muestran perfectamente compatibles con la técnica, e incluso firmemente decididas a apoyar sus postulados en ella.

El bienestar aparece, por tanto, como un objetivo válido por sí. Otros podrán dominarlo, con terminología más tradicional, bien común; no se discute este punto: el bienestar constituye para todos un bien. El problema que se plantea en el Estado social de Derecho consiste, como decíamos, en analizar las posibilidades de compatibilidad entre bienestar general y neocapitalismo. La creencia en esa posibilidad, la creencia en que desde el neocapitalismo puede llagarse a un bienestar social general (y universal), constituye la base de apoyo del Welfare State; éste, en su fase actual, es neocapitalismo para el bienestar. Habrá que analizar algunas dudas que se han suscitado sobre ese punto y cuyas razones son precisamente las que permiten exigir el paso de un Estado social de Derecho, neocapitalista, a un futuro Estado democrático de Derecho, construido sobre principios de carácter socialista.

El Welfare State quiere apoyarse en una prioridad de la técnica. Se piensa que es el progreso tecnológico quien puede conducir a la “socialización”, a la “democratización” y a la “nivelación” socioeconómica, por lo que tan ineficaz e inútilmente, se dice, habían suspirado las antiguas ideologías. Si esto es así, el control del estado deberá estar en manos de los técnicos, de los expertos. Es a éstos, y no a los “políticos ideólogos”, a los que corresponde tomar las decisiones: la tecnocracia – entendida como poder o gobierno de los técnicos- aparece así inevitablemente vinculada a un aparente proceso de desideologización, que aquélla incansablemente predica.

Indudablemente, la técnica (producción en serie, automatización, mecanismos para el consumo de masas, etc. ) nivela. Pero no es menos cierto que la nivelación tecnocrática está muy lejos de la verdadera democracia. El neocapitalismo, puede decirse, produce la nivelación en los aspectos más superficiales de la vida social. Aumenta la producción, aumenta el consumo (y ello es, por supuesto, importante), pero subsisten, entre otras cosas, decisivas y radicales desigualdades, así como deficiencias estructurales de fondo que aquél parece incapaz de salvar (sobre todo si planteamos el problema a escala internacional).

El “fin de las ideologías” anunciado por los ideólogos de la sociedad tecnocrática significa también como consecuencia la supuesta despolitización de la vida colectiva. La administración y la burocracia sustituyen a la política, los “expertos en medios” sustituyen a los “expertos en fines”, dando por sentado que el fin a lograr –el bienestar- no precisa ya de mayor clarificación ni concreción. Hay indudablemente una simplificación interesada en la idea tecnocrática y, en este sentido, en el de ser la tecnocracia una ideología profundamente conservadora, cabe concluir críticamente hablando -como ha hecho Raúl Morodo- de los “ideólogos del fin de las ideologías”.

Quizá sea este carácter conservador el que paradójicamente ha favorecido la difusión de esta tesis desideologizadora en sociedades que, junto a un cierto desarrollo económico, mantienen una elevada ideologización y un bajo nivel de evolución política. Dicha tesis – bajo apariencias neutralista- cumple allí la función de evitar la concurrencia y el pluralismo ideológico, ayudando a conservar el predominio y el exclusivismo de la ideología oficialmente implantada, si bien quizá limitando y moderando parcialmente los excesos últimos del dogmatismo ideológico.

Pero en general, e incluso en el marco de los países más desarrollados, las connotaciones ideológicas están lejos de haber perdido su operatividad, positiva o negativa. La ideología, en cuanto respuesta cultural-valorativa a una determinada realidad, en cuanto conceptualización de un determinado sistema de legitimidad, obedece a resortes plenamente vigentes en un mundo como el actual, caracterizado por el pluralismo y el fraccionamiento. Por supuesto, las ideologías – como la realidad de la cual proceden- se transforman, algunas pierden su razón de ser, su operatividad, su eficacia, los factores tecnológicos influyen sobre ellas; pero en cuanto interpretaciones y valoraciones del mundo y de los fines a realizar, su presencia es efectivamente incuestionable.

A niveles mas inmediatos, el binomio tecnocracia-desideologización se manifiesta en la zona de la actuación concreta del Estado como burocracia-despolitización: la administración pretende sustituir a la política. Un Estado fuertemente intervencionista y planificador precisa, es cierto, de un aparato organizativo burocrático de extensión y complejidad considerable; y desde ahí, el Estado se constituye, veíamos, como Estado administrador o burocrático. No obstante, y admitiendo este hecho como una necesidad objetiva de la sociedad industrial actual, puede decirse que el tipo de razones aducidas para un correcto entendimiento de la conexión técnica- ideológica conservan plena validez en el nivel administración (burocracia) - política.

La despolitización, se dice, es un hecho. Pero este hecho –junto al cual está también el hecho de la politización- necesita ser explicado al menos con una triple anotación: primera, la politización resurge en seguida cuando hace falta en zonas que apresuradamente los ideólogos de la despolitización habían declarado definitivamente despolitizadas. Segunda, la despolitización no tiene el carácter sinónimo de neutralismo que sus ideólogos pretenden darle: la despolitización no es sino la conservación del sistema político vigente; la despolitización pretende suprimir la crítica de carácter político – y en realidad suprimir una auténtica oposición- imponiendo una determinada política, obligando al juego dentro de ella y configurando como técnicas las diferentes respuestas que en este limitado marco pueden darse. Tercera, si la despolitización no significa sino la conservación del sistema político vigente, es indudable que aquella tendrá un sentido totalmente diferente en el marco de un Estado social de Derecho que en el de Estados de carácter más o menos marcadamente autoritario. Diferenciar esto contribuirá a aclarar los equívocos que se producen cuando la despolitización (como la desideologización) surgida en el ámbito socioeconómico desarrollado del Estado social de Derecho quiere ser trasladada sin más, con fines totalmente interesados, a zonas subdesarrolladas con dictaduras políticas o a sistemas autoritarios de sociedades en semidesarrollo.

En definitiva, aun tomando como centro y fin la idea de “bienestar” (objetivo propio del Welfare State neocapitalista), a pesar de las concretas connotaciones que aquélla expresa, las mayores resistencias a la desideologización y la despolitización parecen provenir de dos hechos importantes: el primero alude a las diferentes concepciones que del bienestar se manifiestan, es decir, alude a la polémica sobre el bienestar (hay puntos del mismo donde existe acuerdo, pero en otros lo que hay es desacuerdo); el segundo, conexionado al anterior, se refiere al procedimiento y sistema más apropiado para alcanzar un determinado tipo de bienestar. Por supuesto que en ambas zonas la razón y la ciencia serán las llamadas a suministrar las respuestas decisivas. La crítica a la tesis de la desideologización y de la despolitización lo que pretende, precisamente en nombre de la razón y de la ciencia, es evitar la deificación como ciencia de lo que en realidad es ideología, e ideología conservadora.

El profesor Tierno Galván escribe en este sentido: “Se explica que la polémica sobre el bienestar sea la polémica que tiene más actualidad, que sintetiza las cuestiones más importantes de nuestro tiempo en el orden de la crítica cultural y la toma de conciencia respecto del pasado”. Y resume del siguiente modo el cuadro de elementos que configuran el contenido de lo que hoy parece entenderse por bienestar en el mundo occidental: “En principio, el retroceso de la enfermedad y las mayores garantías ante la muerte”; “cuando el occidental dice bienestar, dice también garantías de buena salud”. “En segundo lugar, bienestar significa descenso al mínimo de las dificultades en los instrumentos”; “esta actitud, que es al mismo tiempo un elemento básico del bienestar, puede llamarse con el nombre genérico de comodidad” . “En tercer lugar, el bienestar significa un nivel de consumo suficiente para que la conciencia de clase no sea mauvaise consciencie. El ámbito de bienestar exige que aquello que en general se entiende que son necesidades primarias y secundarias queden cubiertas para todos con un mismo índice de eficacia. Todos han de tener nevera, lavadora, coche.”

Este es precisamente un punto importante: la cultura del neocapitalismo exige, en efecto, una cierta difusión y extensión del bienestar; la contemplación de la pobreza ajena puede ser en la actual sensibilidad un obstáculo para el propio bienestar. Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones: la “mala conciencia” se aplaca relativamente pronto. En este sentido se considera aquí que el modelo del Welfare State, en función de lo que puede racionalmente exigirse hoy, no produce todavía una sociedad suficientemente democrática, una sociedad suficientemente nivelada.

“En cuarto lugar –continúa Tierno Galván-, bienestar significa un nivel de consumo estético y de ocio semejante, al menos en los niveles mínimos. En quinto lugar, finalmente, bienestar significa confianza en los poderes de este mundo”. Tras esta descripción de la cultura del bienestar, constata críticamente: “Apoyándose en el hecho del crecimiento constante del bienestar, se configura un hombre occidental trivializado por la facilidad y el nivel de consumo. En otras ocasiones lo hemos llamado el consumidor satisfecho.”

El problema es también el del sentido de ese bienestar en relación con el hombre. Escribe Tierno: “La cuestión conexa con el crecimiento del bienestar y el derecho al bienestar es la del porvenir de las humanidades. Los conocimientos que tradicionalmente definen las humanidades – los estudios clásicos -, ¿tienen alguna función eficaz en la sociedad de bienestar? Esta parece que es la cuestión esencial que explícita o implícitamente se discute hoy. El humanismo del bienestar – concluye Tierno Galván- podría ser el título de uno de los libros fundamentales de nuestro tiempo”.

Desde una perspectiva preferentemente humanista y ética, el profesor Aranguren se ha referido también críticamente al Estado de Bienestar: “Económicamente, el Welfare State supone y significa - dice- la culminación del capitalismo. De ahí que no sea aplicable sino a los países que, habiendo franqueado ya las etapas económicas previas del gran desarrollo de la producción y del pleno empleo, estén maduros para el ingreso en una economía de consumo.” Y añade: “El mayor inconveniente del Welfare State es el aflojamiento de la tensión moral. El modelo del consumidor satisfecho es más materialista – dice- que el modelo marxista del proletariado revolucionario”. Las razones éticas aparecen junto a las económicas en esta crítica al Estado neocapitalista del bienestar: “pero el Welfare State – concluye el profesor Aranguren-, mas allá de estas desventajas morales a que acabamos de referirnos, en lo que tiene de positivo, la implantación de un alto nivel de vida, es imposible de extender o generalizar, puesto que, como veíamos antes, supone una economía superdesarrollada de plena producción y pleno empleo.”

A nivel sobre todo de un bienestar social general y universal es donde se manifiestan con toda claridad que el bienestar del neocapitalismo no es sin mas la democracia, que el Welfare State (el Estado social de Derecho) no es todavía el Estado democrático de Derecho. No se trata de menospreciar e infravalorar estética y retóricamente al Estado de bienestar. Lo que aparece como necesario es entender democráticamente ese bienestar. Así éste, el bienestar, podrá seguir siendo, por supuesto, objetivo central del Estado democrático de Derecho.

Esta concepción democrática del bienestar ha sido configurada entre nosotros por Raúl Morodo cuando, tratando explícitamente este tema, escribe: “Bienestar significa algo concreto: nivelación u homogeneización de los estratos o grupos sociales. Sin nivelación socioeconómica no hay libertad, no hay democracia, no hay paz social. La nivelación exige planificación. Hay bienestar – concluye- cuando afecta a la generalidad”. En este sentido, a la nota del bienestar se le añade, y esto es decisivo, la cualificación de la democracia. Concluye así Morodo en el ámbito de un Estado democrático de Derecho: “Según esto, una legalidad es legítima, un Estado es legítimo, cuando tiene paz, libertad, bienestar y democracia.”

Neocapitalismo y Estado social de derecho.
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