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2. Los presidentes —¿Para qué quiere ver al presidente? ¡Aquí está su secretario de Gobernación! Manuel Bartlett Díaz, responsable de la política interior del país durante el lapso en el que se produce el boom del narcotráfico y la arribazón de los acicalados jovencitos rebosantes de ambiciones y tecnicismos —1982-1988—, ligados entrañablemente a los hombres del poder, época caracterizada también por los crímenes contra más de 40 periodistas a quienes pretendió desprestigiarse luego de ser victimados, no dejaba pasar ni el aire. Filtro insustituible, manipulador nato, el hombre de la patibularia mandíbula con aire de insoportable petulancia, disfrutaba de su cercanía con el “gris” mandatario Miguel de la Madrid, humillando a sus interlocutores y chantajeando al propio “primer magistrado”. —No es necesario ver al jefe del país para cualquier nimiedad, señor gobernador —continuó el “ministro” elevando la voz—. Los conflictos de su estado son de poca monta al lado de la problemática nacional. —Señor secretario —replicó el visitante, el veracruzano Agustín Acosta Lagunes, veterano economista muy hábil en el terreno de las inversiones y los juegos bursátiles—, le esperé en la antesala por tres horas. Y lo hice sólo para comunicarle una decisión personal. —A ver, gobernador. ¿Qué trae usted entre manos? —Le aviso que no volveré por aquí. No tengo razón para hacerlo ni pretendo importunar al señor presidente. Me voy, señor secretario, y que pase usted un buen día. ¿Cómo logró Bartlett tanto poder? En sus manos estuvo siempre el control, no en las del señor De la Madrid, quien luchaba, según decía, por evitar que el país se le deshiciera. Sin embargo, pese a la fuerza acumulada aprovechando las omisiones de su jefe institucional, el entonces “señor de Bucareli” no alcanzó la ansiada nominación presidencial. ¿Por qué? —Señor, cuento con información delicada —comunicó al presidente De la Madrid—. No convendría, de modo alguno, que saliera a la luz pública. —Sobre la mafia, me imagino. —También acerca... de usted, señor presidente. No me gustaría hablar de más. —No... no tiene por qué hacerlo, Manuel —titubeó el mal llamado jefe de las instituciones nacionales—. ¿De qué se trata? —Yo debo ser el candidato, señor. Yo y no Carlitos Salinas. También él y sus familiares han sido investigados. Tengo amplios expedientes al respecto. No quisiera... —Tranquilo, Manuel. No es necesario. Entiendo. —No diré nada, señor presidente. Bartlett no llegó a buen puerto; Salinas, sí. Es obvio que para contrarrestar al primero, cuya insolencia no habría sido concebible en otros tiempos, el señor De la Madrid debió recurrir a una negociación extrema... con la Casa Blanca. Acuerdo de por medio, el “joven sabio” encargado de la Secretaría de Programación y Presupuesto, ahora extinta, mereció el aval y cumplió sobradamente con las condiciones impuestas: puertas abiertas a los estadounidenses a cambio de una discreta, soterrada complicidad. Sólo así fue posible disciplinar a Bartlett, consolado con otro ministerio, el de Educación, y la gubernatura de Puebla posteriormente, en tanto llegaba una nueva, segunda oportunidad para lanzarse al abordaje... ¿o al vacío? La maniobra fue de gran envergadura y rebasó, incluso, a los más íntimos colaboradores de Miguel de la Madrid, entre ellos su amigo incondicional, Ramón Aguirre Velázquez, entonces regente de la ciudad de México y a quien se colocó, acaso para cumplimentar una cálida y fraternal promesa, en la célebre lista de “los seis” supuestos aspirantes a la candidatura del PRI en pos de la presidencia de la República en 1987. —Si Bartlett se queda en Gobernación —me dijo Aguirre Velázquez en vísperas del “destape” de Carlos Salinas como abanderado priísta—, ¡es capaz de matar al candidato! —Me parece que no podemos descartarlo todavía, don Ramón. —¡Eso está hecho! Bartlett no será. El presidente lo conoce muy bien, demasiado bien... y sabe lo que iría en juego. —¿Qué, don Ramón? Aguirre, sin perder la compostura, cortó por lo sano, se levantó de la mesa en donde habíamos paladeado un regio convite yucateco, en casa de Carlos Capetillo Campos, aspirante eterno al gobierno de su entidad, y deslizó un intencionado comentario: —Me espera el señor licenciado Salinas en su despacho. No puedo retrasarme. El inusual acento de respeto, extraño en un personaje que presumía de “picarle las costillas” al propio presidente De la Madrid —y algo más, por detrás—, era en sí una revelación: Salinas, a no dudarlo, era “el bueno”. Y como a tal se le trataba durante el complicado periodo de transición. No obstante, pese a la advertencia de Aguirre Velázquez, no se produjo cambio alguno en la alta dependencia política hasta el final del periodo delamadridiano. Y Bartlett condujo los comicios, en su calidad de presidente del Consejo Federal Electoral, hasta la precaria culminación de éstos y la inolvidable “caída” del sistema de cómputo. Una anécdota, sí, que perfiló, para siempre, la enfermiza relación de los principales actores del círculo de Miguel de la Madrid. —Anote un nombre —solicitó Héctor Berreyes, comandante del grupo “Leyenda” al servicio de la DEA estadounidense que no respeta fronteras pero sí consignas—. Federico de la Madrid. —¿El segundo hijo de don Miguel? —El mismo. Está metido hasta el cuello en el narcotráfico. Es uno de los personajes claves en todo esto. —¡Caramba, don Héctor! No le veo tamaños al muchacho. Se habla de que ha sido buen estudiante, pero nada más. —Es quien maneja los negocios familiares y realiza las conexiones sucias. —Pero... es demasiado cercano a don Miguel. Cualquier error, por pequeño que éste fuera, exhibiría al padre. —Ya no les importa eso. En serio. Federico actuó a sus anchas mientras su hermano Miguel, matrimoniado en 1999, no escondía otras debilidades. Para nadie fue un secreto la extraña convivencia que se dio en Los Pinos, la residencia oficial, durante el periodo que nos ocupa. —Doña Paloma —me confió un servidor de aquella “primera dama”, la señora Cordero de De la Madrid, con justa fama de estricta en cuanto a la moral y las apariencias— no tuvo más remedio que aceptar al muchacho. —¿En qué sentido? —Bueno, Miguel hijo vive con un chico sudamericano, muy moreno y fornido. Y ahora ya no salen de la casa presidencial. —¿Les han asignado una alcoba? —Sí. Al principio sólo se presentaban a las cenas familiares juntos; después, por seguridad según nos informaron los oficiales del Estado Mayor Presidencial, se decidió que cohabitaran en Los Pinos. —¿Y doña Paloma? —Se lleva muy bien con el muchacho. Eso parece cuando menos. Durante algún tiempo, antes de la bendición familiar, Miguelito De la Madrid Cordero solía encerrarse en un cómodo penthouse ubicado en la avenida de los Insurgentes sur, en la ciudad de México, precisamente frente al popular Parque Hundido. Una tarde, uno de los arrendatarios del edificio me pidió que acudiera al mismo para cerciorarme. Lo hice y los vi. Con el apoyo de varios guardias del Estado Mayor, los jóvenes, abrazados sin rubor, subieron por el elevador. —Al rato comenzará el escándalo —señaló el hastiado vecino—. Y en la madrugada saldrán a rastras. —¿Ya han informado a las autoridades locales? —Lo hemos hecho, pero no nos hacen caso. Entendimos la razón cuando alguien nos dijo que se trataba del hijo del presidente. ¿Es él, verdad? —No hay duda. ¿Siempre se reúnen sólo jovencitos? —No aparece una falda ni por equivocación. Por su parte, Miguel padre, el presidente, desahogaba con frecuencia las tensiones propias del ejercicio gubernamental, deleitándose con la compañía de hombres de talento en los que refugiaba, admirándolos, su acendrada mediocridad. Uno en especial, de muy altos vuelos como escritor y poeta, solía compartir con el mandatario las horas de solaz ofrendando su libertad de pensamiento a la comodidad que concede el contubernio, sobre todo el íntimo, con quien ejerce el poder. —¡Mira! ¡Mira estas fotos! —exclamó el director de un semanario acaso en demanda de aprobación—. ¡Tenemos una bomba! —Parecen el presidente... y el poeta. Pero, no entiendo por qué están disfrazados con vestimentas egipcias. —Así son las fiestecitas que organiza el señor. ¿Ya viste? Don Miguel parece Cleopatra. Sólo le falta la tina rebosante de leche de cabra. —La sugerencia no es mala y hasta podrían agradecértela. ¿Te animas a publicar las gráficas? —¿Qué opinas? Me dan muchas ganas... pero no estamos preparados para una reacción en cadena. Y las fotos, por supuesto, no salieron a la luz. Acaso podrían haber formado parte del expediente utilizado por Manuel Bartlett para amedrentar a su jefe y pretender con ello ganar, nada menos, la silla grande en pleno quebranto de la moral política. Si a tales extremos llegamos no extraña que, al mismo tiempo, se protegiera a los poderosos “capos” a lo largo de la geografía patria. —Sumemos nombres —pedí al amable auditorio del Palacio de Minería, convocado para la presentación de El gran simulador y con la presencia del gobernador de Guanajuato, Vicente Fox Quezada—: Rubén Zuno, cuñado del ex presidente Luis Echeverría; Federico de la Madrid, hijo de don Miguel; Raúl Salinas de Gortari, el hermano mayor del inolvidable Carlitos; y ahora se menciona a los hermanos Verónica y Rodolfo Zedillo Ponce de León, cofrades del mandatario en turno. ¿Es esto obra de la mala fe o una simple coincidencia? Además, ninguno responde. —Sólo le falta —replicó una voz entre el público—, el sexenio de José López Portillo. ¿Se salva? —Pues no. Si bien los “orgullos” del nepotismo de don José no han sido materia de sospechas en este campo, algunos de quienes fueron sus colaboradores sí lo son. Por ejemplo, Carlos Hank González. El ex presidente López Portillo, quejumbroso de la “jauría” que no supo acompañarle en la fallida defensa del desplomado peso mexicano durante 1982, el año del mayor saqueo de divisas en la historia del país, argüyó: —No tengo capital. Vivo, en buena medida, acogido a la generosidad de mis amigos. La aseveración, formulada apenas tres años después de haber dejado la máxima responsabilidad ejecutiva, confluye hacia otra, más reciente, cuando le pedí, el viernes 19 de junio de 1998, apenas dos días después de su cumpleaños número 78, que hiciera un breve repaso de su condición: —Escribo en El Universal porque me pagan. Lo necesito. No es por entretenerme. —¿No cuenta usted con recursos suficientes? —No. Mis hijos, además, me quieren despojar de todo. Ya me arrebataron mi casa de Acapulco. —¿La que le obsequió el sindicato petrolero? —Esa misma. Y no me arrepiento de haberla aceptada. Faltaba más. Alguna compensación debemos tener los presidentes que no robamos. —¿Qué pasa con sus hijos? —Cometí el error de heredarles en vida y ahora me tratan como trapo viejo. Comprendí demasiado tarde que la felicidad sólo está en torno a nosotros, en el circuito cercano. Ahora, desde luego, junto a Sasha —Montenegro—, mi mujer. —¿Siguen facilitándole dinero sus amigos? —No; ahora recibo una pensión oficial, modesta. Cincuenta y seis mil pesos mensuales. ¿Qué puedo hacer con eso? Le he pedido al presidente Zedillo, en una carta, que reconsidere y me aumente algo. Por eso no puedo, ni debo, abrir la boca. López Portillo, avejentado, escudriña, observa con detenimiento, mide. Tiene un brazo paralizado, pero no se deja abatir: —Hace dos años todavía estaba pleno. Y, de pronto, una “burbuja” cerebral me dejó en este estado. Menos mal que todavía puedo aplaudir... y eso es muy importante en política. Con un gesto risueño, el ex mandatario toma con la diestra el brazo izquierdo inmóvil y lo alza para poner el punto final al singular sarcasmo. Y continúa: —Fíjese que nadie, eso sí, se ha atrevido a señalarme como narcotraficante. Ni a mí ni a mis familiares. —Pero dejó algunas cuestiones pendientes, señor. Como, por ejemplo, aquella lista de saqueadores que ofreció poner a disposición de la opinión pública cuando finalizara septiembre... de 1982. —La tengo. La guardo en mi caja fuerte y puedo darla a conocer cuando lo estime conveniente. —¿Por qué no ahora? —Hay algo muy doloroso que no puedo justificar. En la relación de nombres aparecen los de algunos de mis colaboradores más cercanos. Miembros de mi gabinete, se entiende. —¿El de su sucesor, por ejemplo? —No precisamente. Pero él me pidió, a través de Miguel González Avelar, quien era el enlace con De la Madrid cuando éste ya tenía la condición de presidente electo, que no difundiera la lista. —¿Cuál era el argumento, señor? —Que se crearía un clima de inestabilidad incontrolable. En realidad él ya había negociado con los banqueros, con todos esos que se habían llevado el dinero fuera de México. —De la Madrid revirtió la nacionalización bancaria. ¿Fue un error aquella medida, don José? —¿Y cómo podemos concluir algo al respecto si De la Madrid no permitió que diera algún fruto? Debiera determinarse a quién corresponde la mayor responsabilidad. En otra ocasión, el ex presidente López Portillo, a manera de sentencia, esgrimiría respecto a quien le sucedió en la titularidad del Ejecutivo federal comparándolo con Carlos Salinas cuando éste despachaba en Los Pinos: —Salinas cruza el campo llevando los huevos en la misma canasta; Miguel, en cambio, pretendía saltar el muro dejando la mitad de los huevos de un lado y conservando sólo la mitad para caer del otro... ¡y así no se puede gobernar! —Pero tiene fama de honrado, señor. Él no se construyó una mansión como ésta... —Sí, yo cometí la tontería de crecer hacia afuera. Lo que construí, con el apoyo de mis amigos, sobre todo del profesor Carlos Hank González, lo puede ver cualquiera. En cambio Miguel creció hacia adentro: compró casi todas las casas de la manzana en donde tiene su casa en Coyoacán y nadie se enteró. Fue, como en todo, más hábil que yo. ¿Amargura? La tienen todos cuantos han pasado por la presidencia, incluido el poderoso Carlos Salinas quien desafía al sistema, a su endeble sucesor sobre todo, a cambio de no provocar otros sacudimientos que pudieran ser incontrolables. Como cuando, desde un supuesto ostracismo, alimentó el rumor de un golpe de Estado en 1996 para hacer sentir su influencia en el ámbito de las finanzas y en el ánimo de los dueños del gran capital. ¿Cuáles han sido y son los móviles del doctor Salinas, el mexicano más controvertido a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y quizá de toda la centuria? Para algunos, poseedor de una brillante inteligencia, tenía en sus manos todos los controles; otros, pese a las alianzas que mantuvo y mantiene el ex presidente, expresan severas dudas acerca de su liderazgo. Ricardo Canavati Tafich, millonario de Monterrey y uno de los protagonistas de la historia reciente por su cercanía con dos figuras claves en el entorno nacional —Luis Donaldo Colosio y Raúl Salinas de Gortari, nada menos—, sobreviviente político en el escenario actual pese al doloroso destino de tales amigos —asesinado uno, encarcelado otro—, me confió: —La gran tragedia familiar de los Salinas se desencadenó a la muerte de doña Margarita, la madre. Porque, sin duda, ella gobernaba en el apretado círculo; después del deceso de ésta comenzaron los conflictos. —¿Y el padre, don Raúl Salinas Lozano? —Es querido por sus hijos... pero sin que influya sobre ellos. Quizá perdió el respeto y la confianza de los suyos a la par con sus correrías de permanente seductor. Y, de hecho, nunca se ocupó por cubrir los vacíos que dejaba. (Un episodio paralelo corrobora lo anterior. Cuando Marta Chapa, artista de renombre y ligada sentimentalmente a don Raúl, pidió al presidente Salinas que interviniera para evitar el acoso de los medios y los rumores deplorables, éste le respondió con un dejo de inocultable sarcasmo: —Marta, no te preocupes. Ya sabemos cómo es papá; lo saben todos. Nada de lo que él haga nos afecta. —Pero es que nos ensucian, señor presidente. —Sólo lo harían si le damos importancia a lo que dicen. Y Carlos Salinas sonrió entrecerrando los minúsculos ojos antes de acompañar a la pintora hasta la puerta de la oficina presidencial.) Canavati, diputado federal y vicecoordinador de la bancada abatir: —Hace dos años todavía estaba pleno. Y, de pronto, una “burbuja” cerebral me dejó en este estado. Menos mal que todavía puedo aplaudir... y eso es muy importante en política. Con un gesto risueño, el ex mandatario toma con la diestra el brazo izquierdo inmóvil y lo alza para poner el punto final al singular sarcasmo. Y continúa: —Fíjese que nadie, eso sí, se ha atrevido a señalarme como narcotraficante. Ni a mí ni a mis familiares. —Pero dejó algunas cuestiones pendientes, señor. Como, por ejemplo, aquella lista de saqueadores que ofreció poner a disposición de la opinión pública cuando finalizara septiembre... de 1982. —La tengo. La guardo en mi caja fuerte y puedo darla a conocer cuando lo estime conveniente. —¿Por qué no ahora? —Hay algo muy doloroso que no puedo justificar. En la relación de nombres aparecen los de algunos de mis colaboradores más cercanos. Miembros de mi gabinete, se entiende. —¿El de su sucesor, por ejemplo? —No precisamente. Pero él me pidió, a través de Miguel González Avelar, quien era el enlace con De la Madrid cuando éste ya tenía la condición de presidente electo, que no difundiera la lista. —¿Cuál era el argumento, señor? —Que se crearía un clima de inestabilidad incontrolable. En realidad él ya había negociado con los banqueros, con todos esos que se habían llevado el dinero fuera de México. —De la Madrid revirtió la nacionalización bancaria. ¿Fue un error aquella medida, don José? —¿Y cómo podemos concluir algo al respecto si De la Madrid no permitió que diera algún fruto? Debiera determinarse a quién corresponde la mayor responsabilidad. En otra ocasión, el ex presidente López Portillo, a manera de sentencia, esgrimiría respecto a quien le sucedió en la titularidad del Ejecutivo federal comparándolo con Carlos Salinas cuando éste despachaba en Los Pinos: —Salinas cruza el campo llevando los huevos en la misma canasta; Miguel, en cambio, pretendía saltar el muro dejando la mitad de los huevos de un lado y conservando sólo la mitad para caer del otro... ¡y así no se puede gobernar! —Pero tiene fama de honrado, señor. Él no se construyó una mansión como ésta... —Sí, yo cometí la tontería de crecer hacia afuera. Lo que construí, con el apoyo de mis amigos, sobre todo del profesor Carlos Hank González, lo puede ver cualquiera. En cambio Miguel creció hacia adentro: compró casi todas las casas de la manzana en donde tiene su casa en Coyoacán y nadie se enteró. Fue, como en todo, más hábil que yo. ¿Amargura? La tienen todos cuantos han pasado por la presidencia, incluido el poderoso Carlos Salinas quien desafía al sistema, a su endeble sucesor sobre todo, a cambio de no provocar otros sacudimientos que pudieran ser incontrolables. Como cuando, desde un supuesto ostracismo, alimentó el rumor de un golpe de Estado en 1996 para hacer sentir su influencia en el ámbito de las finanzas y en el ánimo de los dueños del gran capital. ¿Cuáles han sido y son los móviles del doctor Salinas, el mexicano más controvertido a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y quizá de toda la centuria? Para algunos, poseedor de una brillante inteligencia, tenía en sus manos todos los controles; otros, pese a las alianzas que mantuvo y mantiene el ex presidente, expresan severas dudas acerca de su liderazgo. Ricardo Canavati Tafich, millonario de Monterrey y uno de los protagonistas de la historia reciente por su cercanía con dos figuras claves en el entorno nacional —Luis Donaldo Colosio y Raúl Salinas de Gortari, nada menos—, sobreviviente político en el escenario actual pese al doloroso destino de tales amigos —asesinado uno, encarcelado otro—, me confió: —La gran tragedia familiar de los Salinas se desencadenó a la muerte de doña Margarita, la madre. Porque, sin duda, ella gobernaba en el apretado círculo; después del deceso de ésta comenzaron los conflictos. —¿Y el padre, don Raúl Salinas Lozano? —Es querido por sus hijos... pero sin que influya sobre ellos. Quizá perdió el respeto y la confianza de los suyos a la par con sus correrías de permanente seductor. Y, de hecho, nunca se ocupó por cubrir los vacíos que dejaba. (Un episodio paralelo corrobora lo anterior. Cuando Marta Chapa, artista de renombre y ligada sentimentalmente a don Raúl, pidió al presidente Salinas que interviniera para evitar el acoso de los medios y los rumores deplorables, éste le respondió con un dejo de inocultable sarcasmo: —Marta, no te preocupes. Ya sabemos cómo es papá; lo saben todos. Nada de lo que él haga nos afecta. —Pero es que nos ensucian, señor presidente. —Sólo lo harían si le damos importancia a lo que dicen. Y Carlos Salinas sonrió entrecerrando los minúsculos ojos antes de acompañar a la pintora hasta la puerta de la oficina presidencial.) Canavati, diputado federal y vicecoordinador de la bancada priísta a lo largo del trayecto final del sexenio de Ernesto Zedillo y en quien algunos quieren ver vínculos inconfesables, rompió con Raúl Salinas de Gortari cuando en la casa del primogénito de los Salinas se atrevió a cuestionarlo: —Mira, Raúl: lo mejor es que te vayas. Aléjate del país ahora que todavía tienes los “pelos de la burra” en la mano. —¡No te metas en lo que no es de tu incumbencia! Yo procedo como me da la gana. —Pero has realizado algunos negocios extraños, por decir lo menos. Y has dejado huellas. —¡Mi hermano es el presidente, carajo! No me van a tocar. Nadie se atrevería. —Por ahora, Raúl. —Nunca lo harán. Vamos a ver, ¿quién te mandó a decirme estas cosas? ¿Fue Colosio, verdad? —No tienes por qué gritarme. Aquí le paramos. Según su propia versión, Canavati salió indignado de la residencia de Raúl con la amistad fracturada para siempre. Tenía, desde luego, otra carta en la mano. —Cuando faltó doña Margarita —continúa Canavati su análisis —, Raúl tomó el timón de mando. Y lo secundaba Adriana, la única hermana. El presidente era uno más en la mesa. —Sin embargo, Carlos y Raúl se entendían, ¿no? —Algo comenzó a suceder a partir de entonces. Antes era frecuente observar al presidente y a su hermano entrar y salir de Los Pinos intercambiando opiniones y acuerdos; después la relación se enfrió y tomaron distancia. —Luego vendría el crimen contra José Francisco Ruiz Massieu, el exhermano político de ambos. —Ése fue un golpe al corazón del presidente. Canavati distrae la mirada, encoge los hombros y abrevia: —Ya sabrás, Rafael. Poco a poco. Existe un hecho incontrovertible en la densa relación de los Salinas con “Pepe Pancho” Ruiz Massieu. A partir de la separación matrimonial de éste y Adrianita, tan tortuosa que fue capaz de envolver a un buen número de comunicadores en las redes de su “Editorial Azabache”, los miembros del poderoso clan se alejaron de quien llegaría a ocupar la gubernatura de Guerrero con el favor del único miembro de la familia que no le retiró aval ni simpatía: Carlos, el mandatario. Adriana, por cierto, aireó la homosexualidad de José Francisco como causal del divorcio “necesario” sin que mediara ambición económica en alguno de los cónyuges. Una versión apunta hacia un capítulo muy significativo. Una noche, hastiada, Adriana regresó a su casa antes de lo previsto y entró a la alcoba principal: —¿Con quién estás, maricón? —gritó la señora, fuera de sí, al tiempo de “destapar”, literalmente, a su marido y a un misterioso amante. Días después los tribunales de lo familiar conocieron el caso. Pero Carlos no dejó de apoyar a su ex cuñado ni de profesarle un cariño muy especial. Tanto que no fueron pocas las ocasiones en las que, siendo Carlos presidente y Pepe Pancho gobernador, se encontraron, libres de agendas, en algún paraje evocador en las bravas heredades de Guerrero. —A veces —me dijo uno de los operadores de las giras oficiales—, el presidente Salinas forzaba el itinerario y lo cambiaba para que, al final de algún recorrido, tuviera tiempo libre para ver al señor Ruiz Massieu. —¿Nadie les acompañaba? —Generalmente no. Pero no me consta nada más. Por ello resulta inquietante el proceder de procuradores y fiscales encargados de ahondar en el tenebroso caso Ruiz Massieu, quienes, una y otra vez, han evitado cruzar el umbral de los escabrosos antecedentes personales de la víctima que pudieran confluir hacia los linderos del amafiamiento. Al procurador Jorge Madrazo Cuéllar, el segundo abogado de la nación a la vera del doctor Zedillo y sustituto del panista Antonio Lozano Gracia, quien no pudo superar su filiación partidista entrampado en las redes del sistema, le pregunté al respecto: —¿Sigue usted alguna línea sobre las preferencias personales del señor Ruiz Massieu y las posibles implicaciones de las mismas en el homicidio? —También lo estamos investigando. —¿Por qué no se hace público? —Para no entorpecer las pesquisas. No obstante, es evidente que la mayor parte de las averiguaciones se han filtrado a los informadores; no así lo relacionado con las particularidades de conducta de los presuntos involucrados. ¡Y hay quienes alegan que no debe escudriñarse en la vida privada para resolver los escándalos públicos! ¿Cómo, entonces, sería posible resolver los crímenes pasionales? ¿Y las vendettas surgidas de las intimidades mancilladas y los amores frustrados? En este terreno hemos llegado, sí, a la peor cursilería procesal imaginable bajo el tabú de la privacidad intocable. —José Francisco no era homosexual —alega quien fuera su abogado, Javier Olea Peláez. —Adriana Salinas lo señaló por ello... —Sí, pero fue para ocultar la verdad: a ella la descubrió José Francisco en flagrante infidelidad con un mozalbete, un auténtico hippie; los vio bajando por la escalera de su casa y se hicieron de palabras. De ahí salió Adriana dispuesta a ensuciar a su marido... y lo hizo. Las historias confrontadas confunden; pero tal es la razón para investigarlas exhaustivamente, sobre todo cuando se ha presentado el homicidio perpetrado en las calles de Lafragua en la ciudad de México, el 28 de septiembre de 1994 —a dos meses de distancia de la “institucional” transmisión del Poder Ejecutivo Federal—, como una cuestión que involucra a la seguridad del Estado mexicano y a las “primeras familias”. Antonio Lozano Gracia, luego de alejarse de la Procuraduría General de la República, me confió que el ex presidente Salinas de Gortari, en más de una ocasión, le llamó, en apariencia preocupado, cuando se consolidaron las acusaciones contra Raúl, su hermano: —¿Vas a venir por mí? —preguntó el ex mandatario cuando se rumoraba que los nexos de éste con su sucesor, el doctor Ernesto Zedillo, se habían deteriorado de manera definitiva. Lozano Gracia, por cierto, cayó en una grave contradicción al explicarme su versión sobre el particular: por una parte insistió en que no creía capaz a Carlos Salinas de proceder con mente homicida; por la otra, específicamente en relación con el asesinato de Luis Donaldo Colosio el 23 de marzo de 1994, sentenció: —Fue un crimen perpetrado desde el poder. ¿Quién ejercía el poder entonces? ¿Carlos, el iluminado, o alguien más refugiado tras bambalinas? En alguna ocasión me atreví a deslizarle una tesis a Fernando Gutiérrez Barrios, tan vinculado a la administración salinista como secretario de Gobernación durante los primeros cuatro años de la misma, cuando ya era evidente su malestar contra quien fue su jefe después de algunos dislates publicitarios de éste: —Me parece, don Fernando, que Salinas requería ejercer el poder a plenitud para mantenerse equilibrado mentalmente. Cuando el poder le faltó, o no lo tuvo por completo, cayó en un profundo desarreglo personal; perdió la brújula, para decirlo de una vez. Gutiérrez Barrios, analítico y frío, sonriendo, acotó: —Creo que la radiografía es acertada. No resulta sencillo confrontar tantos elementos confusos a la sombra del ex presidente Salinas. ¿No les parece, amigos lectores, una parodia formidable la siniestra representación del breve ayuno cuaresmal de Carlitos en San Bernabé, extendido no más de veinticuatro horas, luego de expresar que debía “luchar por su honor” tras la aprehensión de Raúl, su cofrade? La pretendida “huelga de hambre” y las fotografías que reflejaban a un Salinas afligido, perseguido por el sistema que le encumbró, sirvieron, por supuesto, para afianzar la teoría de la inescrutable fraternidad del ex presidente con su hermano “injustamente acusado”, de acuerdo con lo expresado por aquel, de ser el autor intelectual del asesinato de su excuñado. El progenitor de ambos, don Raúl Salinas Lozano, intrascendente en funciones de padre, solía repetir a sus cercanos contertulios: —Raúl y Carlos nunca se guardaron secretos. Al contrarío: compartieron una misma habitación durante 18 años, se intercambiaban novias, en fin, fueron siempre confidentes uno del otro. Y así siguieron. Una escenografía ideal, vamos, para dar la impresión de que al encarcelarse a Raúl se sancionaba también a Carlos en un gesto de valor político del nuevo mandatario, el débil Ernesto Zedillo, para consolidar su gobierno separándose del terrible antecesor. Por ello se explica también el acoso contra Lozano Gracia y los telefonemas melodramáticos de Carlos Salinas, desde su pretendido “exilio” —roto en cuanto se lo propuso sin mediar la voluntad del tímido don Ernesto— al tiempo de que otros funcionarios, éstos sí “claves”, tomaban posiciones y controles arrinconando al doctor Zedillo y haciéndolo parecer un párvulo. El propio presidente Zedillo, acosado por el tiempo y las asechanzas, se encargó de exhibir su pobre estructura personal y su escaso carácter, en el desesperado intento por protegerse tras los conatos de “golpes de Estado” durante 1996, cibernéticos claro está, y los sacudimientos bursátiles derivados de la frenética actividad del posesionado Salinas. Nada pasó... salvo que el ex mandatario afincado en Dublín y La Habana metió las manos, el cuerpo, todo, hasta el fondo del gabinete zedillista. —Si el homicidio de Ruiz Massieu golpeó el corazón de Carlos —cuestiono a Canavati Tafich—, ¿ello significa que no aceptaría perdonar ni mucho menos apoyar al ejecutor? Y éste podría ser su hermano Raúl. —No lo creo, pero es posible. ¿Cuánto sabe el maniatado doctor Zedillo al respecto? ¿Tanto para callar como garantía de su propia seguridad personal? Posiblemente. Porque, en el fondo, ninguna acción ha realizado ni permitido efectuar a sus colaboradores directos que pudiera comprometer al ex presidente Salinas de Gortari. Y en tal espacio entra, por supuesto, la relampagueante persecución de Raúl Salinas y su prendimiento en casa de su hermana, hollando los buenos oficios del abogado del mismo, Juan Velázquez, sin que fuera posible ocultar el sello característico de los miembros dilectos del “clan de Agualegüas”: —Trasládense a la residencia de Adriana —ordenó a los elementos asignados para protegerlo—, y defiéndanlo. Yo voy hablar con el presidente. Los extrañados custodios no llegaron al sitio de la captura porque recibieron instrucciones precisas, desde el despacho del titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, general Enrique Cervantes Aguirre, para que abortaran el operativo y se pusieran bajo las órdenes del alto mando militar. Una maniobra con la precisión de las piezas de relojería. Más tarde se produciría la arribazón salinista a los medios informativos sugiriendo la ruptura entre el ex mandatario y el sucesor y justificando la defensa del honor por encima de la maledicencia pública: —Son cosas de loco —señalaron no pocos políticos de altos vuelos, en voz baja, claro. Loco o no, los dividendos sólo fueron para él con todo y el impuesto “sacrificio” de viajar por el mundo bajo las reglas de un cómodo auto exilio que no le impidió, por ejemplo, asistir en junio de 1999 en México a la boda de un nuevo cuñado, el hermano de Ana Paula Gerard Rivero, su segunda esposa, para refrendar el peso de la mayor impunidad. Cosas de presidentes, cuestiones de Estado. Carlos Salinas, quien se dice modernizador, es apenas el segundo ex mandatario mexicano que se presenta en sociedad con una cónyuge distinta a la que fungió como “primera dama” en el transcurrir de su sexenio. Doña Cecilia Ocelli, la primera mujer del inquieto “gnomo de Dublín”, no soportó más desaires. El peor de éstos tuvo como escenario el Hospital ABC —conocido como “el Inglés”—, en la ciudad de México, cuando se enteró de que una joven artista de cine había ingresado a la citada institución lista a tener un hijo del doctor Salinas en la fase final del periodo presidencial de éste. Las damas intercambiaron algo más que jaloneos y los miembros del Estado Mayor Presidencial, impotentes, eludieron un enfrentamiento entre quienes cuidaban a la señora Ocelli y los encargados de vigilar a la seductora amante de telenovelas. —¡Esto no va a quedarse así! —exclamó la esposa del entonces presidente de México. Y el augurio se cumplió. Carlos Salinas, al enterarse del incidente, fuera de sí, agredió de palabra y de hecho a su mujer legítima, quien debió permanecer recluida durante dos semanas en espera de que los hematomas desaparecieran. —¡Ya no puedo más! —gritó doña Cecilia—. ¡Ni quiero verte por aquí! Comenzó entonces la larga disputa por la casona del doctor Salinas, que acabó por perder éste. Luego negociaría, obcecado, el rescate de su biblioteca, al parecer el mejor signo del status de los ex mandatarios quienes compiten por dar brillo a los escaparates que les dan acreditación como “intelectuales”. Sólo José López Portillo, quien también se le adelantó en cuestión de cónyuges y escándalos, le gana en este renglón: posee 47 mil volúmenes, diez mil de ellos herencia de don José López Portillo y Rojas que se salvaron de los revolucionarios de principios de siglo, quienes usaron gran parte de las lujosas obras del arsenal literario, encuadernadas con esmero, para encender hogueras. —Esta biblioteca —asevera López Portillo— es mi verdadero lujo; el único en realidad. —¿Y la leyenda de la “colina del perro”? —Fue más lo que se exhibió. Mire: yo compré el terreno para las tres casas —la suya, la de su primera mujer, quien jamás la estrenó, y la de su hijo José Ramón, quien cercó el área de la piscina para evitar el paso al ex presidente, su padre—, gracias a un préstamo que me hizo Carlos Hank. Fueron 16 millones de pesos de entonces (equivalentes a 615 mil dólares), y lo demás me lo facilitaron mis amigos. Luego invertí 20 millones de pesos en la construcción (769 mil dólares). Ahora cuesta mantenerla y no me alcanza con mi pensión. ¿Un ex presidente pobre? Don José no vive mal, desde luego. La residencia de la célebre “colina”, bautizada por los mexicanos en recuerdo a la torpe aseveración de que defendería al devaluado peso “como un perro”, tiene el encanto del art noveau mexicano, el de los muy ricos que viven como en ninguna otra parte; por algo los millonarios de afuera no cesan de envidiarlos. Aunque, ciertamente, resulta muy sospechoso que ninguno de los ex mandatarios mexicanos, ni Luis Echeverría ni Carlos Salinas de Gortari, de reconocido potencial económico, figuren entre los de mayor capital en el mundo y, en cambio, estén considerados en las listas algunos de los más conocidos “prestanombres” de los mismos. Sólo falta que éstos sean considerados “mecenas”. Sin juicios políticos de por medio, en el cómodo ostracismo que brinda la impunidad, los ex presidentes no pasan apremios y sólo sufren el acoso de la esporádica curiosidad de los informadores. —¿Qué tal si lo invito a comer platillos yucatecos? — sugirió Luis Echeverría para obsequiar mi solicitud de audiencia. Y el encuentro se realizó en un marco pleno de cortesía, distendido. Apenas llegué a la mansión de San Jerónimo —la misma de los días de gran protagonismo de don Luis con todo y aquellos “festivales de las palomas”—, el ex mandatario me pidió pasar a la cocina. —Vamos a ver —desafió Echeverría— qué tan buena memoria tiene. Ante mi sorpresa, en plena batalla con ollas y sartenes, una ex diputada local de Yucatán, Rita María Medina, usurpaba el papel del “cheff” tratando de conseguir una recomendación del influyente dueño de la casa a favor de su hijo. La curul del pasado dio cauce a un espléndido “queso relleno”, preparado a conciencia, para cerrar el círculo de la política presidencialista. En ese marco me animé a preguntar: —¿Qué opina del último informe del doctor Zedillo, don Luis? —Usted viene, ja, ja, en busca de la noticia de ocho columnas. —Cuando usted era presidente la buscaba con afán; por ahí decían que hasta no tener la seguridad de haberla ganado no se retiraba a descansar. —Pero ya aprendí, ja, ja. Además ya no soy presidente. —Aun así, don Luis, sigue usted en el candelero. Y no precisamente, como usted dijo, porque ya no controle ni a sus nietos... —¿Ah, sí? ¿Y por qué? —Tlatelolco, la crisis económica, el populismo. —Si servir a la gente es ser populista, no me avergüenzo de haberlo sido. Ahora no se toma en cuenta al pueblo para nada. —¿Es un diagnóstico? —Puro sentido común, ¿no? Riqueza e impunidad de por medio, los ex presidentes, contra lo que pudiera esperarse, escondiendo los veneros oscuros y las manos sucias, al observar el presente no disimulan un cierto rubor como signo de vergüenza. —¿Le atinó usted al señalar a su sucesor? —interrogué a López Portillo. —Mentiría si dijera que no estoy decepcionado —fue la lacónica, lapidaria respuesta. Lo curioso es que, pese a todo, los ex presidentes la pasan bien... a diferencia de la mayor parte de quienes fueron sus gobernados. Y en el repaso de “aquellos años” —”mis tiempos”, les llamó “el señor de la colina”—, lo chispeante oculta huellas, signos ominosos y hasta contubernios. —Cuando menos —insinúo a López Portillo—, en su sexenio se hablaba de conquistas femeninas. Y nos divertíamos haciendo cábalas. —Yo me divertía más. |