Un ensayo donde los culpables de los






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2. Los presidentes

—¿Para qué quiere ver al presidente? ¡Aquí está su secretario

de Gobernación!

Manuel Bartlett Díaz, responsable de la política interior

del país durante el lapso en el que se produce el boom del

narcotráfico y la arribazón de los acicalados jovencitos

rebosantes de ambiciones y tecnicismos —1982-1988—, ligados

entrañablemente a los hombres del poder, época caracterizada

también por los crímenes contra más de 40 periodistas a

quienes pretendió desprestigiarse luego de ser victimados, no

dejaba pasar ni el aire. Filtro insustituible, manipulador

nato, el hombre de la patibularia mandíbula con aire de

insoportable petulancia, disfrutaba de su cercanía con el

“gris” mandatario Miguel de la Madrid, humillando a sus

interlocutores y chantajeando al propio “primer magistrado”.

—No es necesario ver al jefe del país para cualquier

nimiedad, señor gobernador —continuó el “ministro” elevando

la voz—. Los conflictos de su estado son de poca monta al

lado de la problemática nacional.

—Señor secretario —replicó el visitante, el veracruzano

Agustín Acosta Lagunes, veterano economista muy hábil en el

terreno de las inversiones y los juegos bursátiles—, le

esperé en la antesala por tres horas. Y lo hice sólo para

comunicarle una decisión personal.

—A ver, gobernador. ¿Qué trae usted entre manos?

—Le aviso que no volveré por aquí. No tengo razón para

hacerlo ni pretendo importunar al señor presidente. Me voy,

señor secretario, y que pase usted un buen día.

¿Cómo logró Bartlett tanto poder? En sus manos estuvo

siempre el control, no en las del señor De la Madrid, quien

luchaba, según decía, por evitar que el país se le

deshiciera. Sin embargo, pese a la fuerza acumulada

aprovechando las omisiones de su jefe institucional, el entonces

“señor de Bucareli” no alcanzó la ansiada nominación

presidencial. ¿Por qué?

—Señor, cuento con información delicada —comunicó al

presidente De la Madrid—. No convendría, de modo alguno, que

saliera a la luz pública.

—Sobre la mafia, me imagino.

—También acerca... de usted, señor presidente. No me

gustaría hablar de más.

—No... no tiene por qué hacerlo, Manuel —titubeó el mal

llamado jefe de las instituciones nacionales—. ¿De qué se

trata?

—Yo debo ser el candidato, señor. Yo y no Carlitos Salinas.

También él y sus familiares han sido investigados. Tengo

amplios expedientes al respecto. No quisiera...

—Tranquilo, Manuel. No es necesario. Entiendo.

—No diré nada, señor presidente.

Bartlett no llegó a buen puerto; Salinas, sí. Es obvio que

para contrarrestar al primero, cuya insolencia no habría sido

concebible en otros tiempos, el señor De la Madrid debió

recurrir a una negociación extrema... con la Casa Blanca.

Acuerdo de por medio, el “joven sabio” encargado de la

Secretaría de Programación y Presupuesto, ahora extinta,

mereció el aval y cumplió sobradamente con las condiciones impuestas:

puertas abiertas a los estadounidenses a cambio de

una discreta, soterrada complicidad.

Sólo así fue posible disciplinar a Bartlett, consolado con

otro ministerio, el de Educación, y la gubernatura de Puebla

posteriormente, en tanto llegaba una nueva, segunda

oportunidad para lanzarse al abordaje... ¿o al vacío? La

maniobra fue de gran envergadura y rebasó, incluso, a los más

íntimos colaboradores de Miguel de la Madrid, entre ellos su

amigo incondicional, Ramón Aguirre Velázquez, entonces

regente de la ciudad de México y a quien se colocó, acaso para

cumplimentar una cálida y fraternal promesa, en la célebre

lista de “los seis” supuestos aspirantes a la candidatura del

PRI en pos de la presidencia de la República en 1987.

—Si Bartlett se queda en Gobernación —me dijo Aguirre

Velázquez en vísperas del “destape” de Carlos Salinas como

abanderado priísta—, ¡es capaz de matar al candidato!

—Me parece que no podemos descartarlo todavía, don Ramón.

—¡Eso está hecho! Bartlett no será. El presidente lo conoce

muy bien, demasiado bien... y sabe lo que iría en juego.

—¿Qué, don Ramón?

Aguirre, sin perder la compostura, cortó por lo sano, se

levantó de la mesa en donde habíamos paladeado un regio

convite yucateco, en casa de Carlos Capetillo Campos,

aspirante eterno al gobierno de su entidad, y deslizó un

intencionado comentario:

—Me espera el señor licenciado Salinas en su despacho. No

puedo retrasarme.

El inusual acento de respeto, extraño en un personaje que

presumía de “picarle las costillas” al propio presidente De

la Madrid —y algo más, por detrás—, era en sí una revelación:

Salinas, a no dudarlo, era “el bueno”. Y como a tal se le

trataba durante el complicado periodo de transición.

No obstante, pese a la advertencia de Aguirre Velázquez,

no se produjo cambio alguno en la alta dependencia política

hasta el final del periodo delamadridiano. Y Bartlett

condujo los comicios, en su calidad de presidente del

Consejo Federal Electoral, hasta la precaria culminación de

éstos y la inolvidable “caída” del sistema de cómputo. Una

anécdota, sí, que perfiló, para siempre, la enfermiza

relación de los principales actores del círculo de Miguel

de la Madrid.

—Anote un nombre —solicitó Héctor Berreyes, comandante del

grupo “Leyenda” al servicio de la DEA estadounidense que no

respeta fronteras pero sí consignas—. Federico de la Madrid.

—¿El segundo hijo de don Miguel?

—El mismo. Está metido hasta el cuello en el narcotráfico.

Es uno de los personajes claves en todo esto.

—¡Caramba, don Héctor! No le veo tamaños al muchacho. Se

habla de que ha sido buen estudiante, pero nada más.

—Es quien maneja los negocios familiares y realiza las

conexiones sucias.

—Pero... es demasiado cercano a don Miguel. Cualquier

error, por pequeño que éste fuera, exhibiría al padre.

—Ya no les importa eso. En serio.

Federico actuó a sus anchas mientras su hermano Miguel,

matrimoniado en 1999, no escondía otras debilidades. Para

nadie fue un secreto la extraña convivencia que se dio en Los

Pinos, la residencia oficial, durante el periodo que nos

ocupa.

—Doña Paloma —me confió un servidor de aquella “primera

dama”, la señora Cordero de De la Madrid, con justa fama de

estricta en cuanto a la moral y las apariencias— no tuvo más

remedio que aceptar al muchacho.

—¿En qué sentido?

—Bueno, Miguel hijo vive con un chico sudamericano, muy

moreno y fornido. Y ahora ya no salen de la casa

presidencial.

—¿Les han asignado una alcoba?

—Sí. Al principio sólo se presentaban a las cenas familiares

juntos; después, por seguridad según nos informaron los

oficiales del Estado Mayor Presidencial, se decidió que

cohabitaran en Los Pinos.

—¿Y doña Paloma?

—Se lleva muy bien con el muchacho. Eso parece cuando menos.

Durante algún tiempo, antes de la bendición familiar,

Miguelito De la Madrid Cordero solía encerrarse en un cómodo

penthouse ubicado en la avenida de los Insurgentes sur, en la

ciudad de México, precisamente frente al popular Parque

Hundido. Una tarde, uno de los arrendatarios del edificio me

pidió que acudiera al mismo para cerciorarme. Lo hice y los

vi. Con el apoyo de varios guardias del Estado Mayor, los

jóvenes, abrazados sin rubor, subieron por el elevador.

—Al rato comenzará el escándalo —señaló el hastiado vecino—.

Y en la madrugada saldrán a rastras.

—¿Ya han informado a las autoridades locales?

—Lo hemos hecho, pero no nos hacen caso. Entendimos la razón

cuando alguien nos dijo que se trataba del hijo del

presidente. ¿Es él, verdad?

—No hay duda. ¿Siempre se reúnen sólo jovencitos?

—No aparece una falda ni por equivocación.

Por su parte, Miguel padre, el presidente, desahogaba con

frecuencia las tensiones propias del ejercicio gubernamental,

deleitándose con la compañía de hombres de talento en los que

refugiaba, admirándolos, su acendrada mediocridad. Uno en

especial, de muy altos vuelos como escritor y poeta, solía

compartir con el mandatario las horas de solaz ofrendando su

libertad de pensamiento a la comodidad que concede el

contubernio, sobre todo el íntimo, con quien ejerce el poder.

—¡Mira! ¡Mira estas fotos! —exclamó el director de un

semanario acaso en demanda de aprobación—. ¡Tenemos una

bomba!

—Parecen el presidente... y el poeta. Pero, no entiendo por

qué están disfrazados con vestimentas egipcias.

—Así son las fiestecitas que organiza el señor. ¿Ya viste?

Don Miguel parece Cleopatra. Sólo le falta la tina rebosante

de leche de cabra.

—La sugerencia no es mala y hasta podrían agradecértela. ¿Te

animas a publicar las gráficas?

—¿Qué opinas? Me dan muchas ganas... pero no estamos

preparados para una reacción en cadena.

Y las fotos, por supuesto, no salieron a la luz. Acaso

podrían haber formado parte del expediente utilizado por

Manuel Bartlett para amedrentar a su jefe y pretender con ello

ganar, nada menos, la silla grande en pleno quebranto de la

moral política. Si a tales extremos llegamos no extraña que,

al mismo tiempo, se protegiera a los poderosos “capos” a lo

largo de la geografía patria.

—Sumemos nombres —pedí al amable auditorio del Palacio de

Minería, convocado para la presentación de El gran simulador y

con la presencia del gobernador de Guanajuato, Vicente Fox

Quezada—: Rubén Zuno, cuñado del ex presidente Luis

Echeverría; Federico de la Madrid, hijo de don Miguel; Raúl

Salinas de Gortari, el hermano mayor del inolvidable

Carlitos; y ahora se menciona a los hermanos Verónica y

Rodolfo Zedillo Ponce de León, cofrades del mandatario en

turno. ¿Es esto obra de la mala fe o una simple coincidencia?

Además, ninguno responde.

—Sólo le falta —replicó una voz entre el público—, el

sexenio de José López Portillo. ¿Se salva?

—Pues no. Si bien los “orgullos” del nepotismo de don José

no han sido materia de sospechas en este campo, algunos de

quienes fueron sus colaboradores sí lo son. Por ejemplo,

Carlos Hank González.

El ex presidente López Portillo, quejumbroso de la “jauría”

que no supo acompañarle en la fallida defensa del desplomado

peso mexicano durante 1982, el año del mayor saqueo de divisas

en la historia del país, argüyó:

—No tengo capital. Vivo, en buena medida, acogido a la

generosidad de mis amigos.

La aseveración, formulada apenas tres años después de haber

dejado la máxima responsabilidad ejecutiva, confluye hacia

otra, más reciente, cuando le pedí, el viernes 19 de junio de

1998, apenas dos días después de su cumpleaños número 78, que

hiciera un breve repaso de su condición:

—Escribo en El Universal porque me pagan. Lo necesito. No es

por entretenerme.

—¿No cuenta usted con recursos suficientes?

—No. Mis hijos, además, me quieren despojar de todo. Ya me

arrebataron mi casa de Acapulco.

—¿La que le obsequió el sindicato petrolero?

—Esa misma. Y no me arrepiento de haberla aceptada. Faltaba

más. Alguna compensación debemos tener los presidentes que no

robamos.

—¿Qué pasa con sus hijos?

—Cometí el error de heredarles en vida y ahora me tratan

como trapo viejo. Comprendí demasiado tarde que la felicidad

sólo está en torno a nosotros, en el circuito cercano. Ahora,

desde luego, junto a Sasha —Montenegro—, mi mujer.

—¿Siguen facilitándole dinero sus amigos?

—No; ahora recibo una pensión oficial, modesta. Cincuenta y

seis mil pesos mensuales. ¿Qué puedo hacer con eso? Le he

pedido al presidente Zedillo, en una carta, que reconsidere y

me aumente algo. Por eso no puedo, ni debo, abrir la boca.

López Portillo, avejentado, escudriña, observa con

detenimiento, mide. Tiene un brazo paralizado, pero no se

deja abatir:

—Hace dos años todavía estaba pleno. Y, de pronto, una

“burbuja” cerebral me dejó en este estado. Menos mal que

todavía puedo aplaudir... y eso es muy importante en política.

Con un gesto risueño, el ex mandatario toma con la diestra

el brazo izquierdo inmóvil y lo alza para poner el punto final

al singular sarcasmo. Y continúa:

—Fíjese que nadie, eso sí, se ha atrevido a señalarme como

narcotraficante. Ni a mí ni a mis familiares.

—Pero dejó algunas cuestiones pendientes, señor. Como,

por ejemplo, aquella lista de saqueadores que ofreció

poner a disposición de la opinión pública cuando

finalizara septiembre... de 1982.

—La tengo. La guardo en mi caja fuerte y puedo darla a

conocer cuando lo estime conveniente.

—¿Por qué no ahora?

—Hay algo muy doloroso que no puedo justificar. En la

relación de nombres aparecen los de algunos de mis

colaboradores más cercanos. Miembros de mi gabinete, se

entiende.

—¿El de su sucesor, por ejemplo?

—No precisamente. Pero él me pidió, a través de Miguel

González Avelar, quien era el enlace con De la Madrid cuando

éste ya tenía la condición de presidente electo, que no

difundiera la lista.

—¿Cuál era el argumento, señor?

—Que se crearía un clima de inestabilidad incontrolable. En

realidad él ya había negociado con los banqueros, con todos

esos que se habían llevado el dinero fuera de México.

—De la Madrid revirtió la nacionalización bancaria. ¿Fue un

error aquella medida, don José?

—¿Y cómo podemos concluir algo al respecto si De la Madrid

no permitió que diera algún fruto? Debiera determinarse a

quién corresponde la mayor responsabilidad.

En otra ocasión, el ex presidente López Portillo, a manera de

sentencia, esgrimiría respecto a quien le sucedió en la

titularidad del Ejecutivo federal comparándolo con Carlos

Salinas cuando éste despachaba en Los Pinos:

—Salinas cruza el campo llevando los huevos en la misma

canasta; Miguel, en cambio, pretendía saltar el muro dejando

la mitad de los huevos de un lado y conservando sólo la mitad

para caer del otro... ¡y así no se puede gobernar!

—Pero tiene fama de honrado, señor. Él no se construyó una

mansión como ésta...

—Sí, yo cometí la tontería de crecer hacia afuera. Lo que

construí, con el apoyo de mis amigos, sobre todo del profesor

Carlos Hank González, lo puede ver cualquiera. En cambio Miguel

creció hacia adentro: compró casi todas las casas de la

manzana en donde tiene su casa en Coyoacán y nadie se enteró.

Fue, como en todo, más hábil que yo.

¿Amargura? La tienen todos cuantos han pasado por la

presidencia, incluido el poderoso Carlos Salinas quien desafía

al sistema, a su endeble sucesor sobre todo, a cambio de no

provocar otros sacudimientos que pudieran ser incontrolables.

Como cuando, desde un supuesto ostracismo, alimentó el rumor

de un golpe de Estado en 1996 para hacer sentir su influencia

en el ámbito de las finanzas y en el ánimo de los dueños del

gran capital.

¿Cuáles han sido y son los móviles del doctor Salinas, el

mexicano más controvertido a lo largo de la segunda mitad del

siglo XX y quizá de toda la centuria? Para algunos, poseedor

de una brillante inteligencia, tenía en sus manos todos los

controles; otros, pese a las alianzas que mantuvo y mantiene

el ex presidente, expresan severas dudas acerca de su

liderazgo. Ricardo Canavati Tafich, millonario de Monterrey y

uno de los protagonistas de la historia reciente por su

cercanía con dos figuras claves en el entorno nacional —Luis

Donaldo Colosio y Raúl Salinas de Gortari, nada menos—,

sobreviviente político en el escenario actual pese al

doloroso destino de tales amigos —asesinado uno, encarcelado

otro—, me confió:

—La gran tragedia familiar de los Salinas se desencadenó a

la muerte de doña Margarita, la madre. Porque, sin duda,

ella gobernaba en el apretado círculo; después del deceso de

ésta comenzaron los conflictos.

—¿Y el padre, don Raúl Salinas Lozano?

—Es querido por sus hijos... pero sin que influya sobre

ellos. Quizá perdió el respeto y la confianza de los suyos a

la par con sus correrías de permanente seductor. Y, de hecho,

nunca se ocupó por cubrir los vacíos que dejaba.

(Un episodio paralelo corrobora lo anterior. Cuando Marta

Chapa, artista de renombre y ligada sentimentalmente a don

Raúl, pidió al presidente Salinas que interviniera para evitar

el acoso de los medios y los rumores deplorables, éste le

respondió con un dejo de inocultable sarcasmo:

—Marta, no te preocupes. Ya sabemos cómo es papá; lo saben

todos. Nada de lo que él haga nos afecta.

—Pero es que nos ensucian, señor presidente.

—Sólo lo harían si le damos importancia a lo que dicen.

Y Carlos Salinas sonrió entrecerrando los minúsculos ojos

antes de acompañar a la pintora hasta la puerta de la oficina

presidencial.)

Canavati, diputado federal y vicecoordinador de la bancada

abatir:

—Hace dos años todavía estaba pleno. Y, de pronto, una

“burbuja” cerebral me dejó en este estado. Menos mal que

todavía puedo aplaudir... y eso es muy importante en política.

Con un gesto risueño, el ex mandatario toma con la diestra

el brazo izquierdo inmóvil y lo alza para poner el punto final

al singular sarcasmo. Y continúa:

—Fíjese que nadie, eso sí, se ha atrevido a señalarme como

narcotraficante. Ni a mí ni a mis familiares.

—Pero dejó algunas cuestiones pendientes, señor. Como,

por ejemplo, aquella lista de saqueadores que ofreció

poner a disposición de la opinión pública cuando

finalizara septiembre... de 1982.

—La tengo. La guardo en mi caja fuerte y puedo darla a

conocer cuando lo estime conveniente.

—¿Por qué no ahora?

—Hay algo muy doloroso que no puedo justificar. En la

relación de nombres aparecen los de algunos de mis

colaboradores más cercanos. Miembros de mi gabinete, se

entiende.

—¿El de su sucesor, por ejemplo?

—No precisamente. Pero él me pidió, a través de Miguel

González Avelar, quien era el enlace con De la Madrid cuando

éste ya tenía la condición de presidente electo, que no

difundiera la lista.

—¿Cuál era el argumento, señor?

—Que se crearía un clima de inestabilidad incontrolable. En

realidad él ya había negociado con los banqueros, con todos

esos que se habían llevado el dinero fuera de México.

—De la Madrid revirtió la nacionalización bancaria. ¿Fue un

error aquella medida, don José?

—¿Y cómo podemos concluir algo al respecto si De la Madrid

no permitió que diera algún fruto? Debiera determinarse a

quién corresponde la mayor responsabilidad.

En otra ocasión, el ex presidente López Portillo, a manera de

sentencia, esgrimiría respecto a quien le sucedió en la

titularidad del Ejecutivo federal comparándolo con Carlos

Salinas cuando éste despachaba en Los Pinos:

—Salinas cruza el campo llevando los huevos en la misma

canasta; Miguel, en cambio, pretendía saltar el muro dejando

la mitad de los huevos de un lado y conservando sólo la mitad

para caer del otro... ¡y así no se puede gobernar!

—Pero tiene fama de honrado, señor. Él no se construyó una

mansión como ésta...

—Sí, yo cometí la tontería de crecer hacia afuera. Lo que

construí, con el apoyo de mis amigos, sobre todo del profesor

Carlos Hank González, lo puede ver cualquiera. En cambio Miguel

creció hacia adentro: compró casi todas las casas de la

manzana en donde tiene su casa en Coyoacán y nadie se enteró.

Fue, como en todo, más hábil que yo.

¿Amargura? La tienen todos cuantos han pasado por la

presidencia, incluido el poderoso Carlos Salinas quien desafía

al sistema, a su endeble sucesor sobre todo, a cambio de no

provocar otros sacudimientos que pudieran ser incontrolables.

Como cuando, desde un supuesto ostracismo, alimentó el rumor

de un golpe de Estado en 1996 para hacer sentir su influencia

en el ámbito de las finanzas y en el ánimo de los dueños del

gran capital.

¿Cuáles han sido y son los móviles del doctor Salinas, el

mexicano más controvertido a lo largo de la segunda mitad del

siglo XX y quizá de toda la centuria? Para algunos, poseedor

de una brillante inteligencia, tenía en sus manos todos los

controles; otros, pese a las alianzas que mantuvo y mantiene

el ex presidente, expresan severas dudas acerca de su

liderazgo. Ricardo Canavati Tafich, millonario de Monterrey y

uno de los protagonistas de la historia reciente por su

cercanía con dos figuras claves en el entorno nacional —Luis

Donaldo Colosio y Raúl Salinas de Gortari, nada menos—,

sobreviviente político en el escenario actual pese al

doloroso destino de tales amigos —asesinado uno, encarcelado

otro—, me confió:

—La gran tragedia familiar de los Salinas se desencadenó a

la muerte de doña Margarita, la madre. Porque, sin duda,

ella gobernaba en el apretado círculo; después del deceso de

ésta comenzaron los conflictos.

—¿Y el padre, don Raúl Salinas Lozano?

—Es querido por sus hijos... pero sin que influya sobre

ellos. Quizá perdió el respeto y la confianza de los suyos a

la par con sus correrías de permanente seductor. Y, de hecho,

nunca se ocupó por cubrir los vacíos que dejaba.

(Un episodio paralelo corrobora lo anterior. Cuando Marta

Chapa, artista de renombre y ligada sentimentalmente a don

Raúl, pidió al presidente Salinas que interviniera para evitar

el acoso de los medios y los rumores deplorables, éste le

respondió con un dejo de inocultable sarcasmo:

—Marta, no te preocupes. Ya sabemos cómo es papá; lo saben

todos. Nada de lo que él haga nos afecta.

—Pero es que nos ensucian, señor presidente.

—Sólo lo harían si le damos importancia a lo que dicen.

Y Carlos Salinas sonrió entrecerrando los minúsculos ojos

antes de acompañar a la pintora hasta la puerta de la oficina

presidencial.)

Canavati, diputado federal y vicecoordinador de la bancada

priísta a lo largo del trayecto final del sexenio de Ernesto

Zedillo y en quien algunos quieren ver vínculos

inconfesables, rompió con Raúl Salinas de Gortari cuando en

la casa del primogénito de los Salinas se atrevió a

cuestionarlo:

—Mira, Raúl: lo mejor es que te vayas. Aléjate del país

ahora que todavía tienes los “pelos de la burra” en la mano.

—¡No te metas en lo que no es de tu incumbencia! Yo procedo

como me da la gana.

—Pero has realizado algunos negocios extraños, por decir lo

menos. Y has dejado huellas.

—¡Mi hermano es el presidente, carajo! No me van a tocar.

Nadie se atrevería.

—Por ahora, Raúl.

—Nunca lo harán. Vamos a ver, ¿quién te mandó a decirme

estas cosas? ¿Fue Colosio, verdad?

—No tienes por qué gritarme. Aquí le paramos.

Según su propia versión, Canavati salió indignado de la

residencia de Raúl con la amistad fracturada para siempre.

Tenía, desde luego, otra carta en la mano.

—Cuando faltó doña Margarita —continúa Canavati su análisis

—, Raúl tomó el timón de mando. Y lo secundaba Adriana, la

única hermana. El presidente era uno más en la mesa.

—Sin embargo, Carlos y Raúl se entendían, ¿no?

—Algo comenzó a suceder a partir de entonces. Antes era

frecuente observar al presidente y a su hermano entrar y

salir de Los Pinos intercambiando opiniones y acuerdos;

después la relación se enfrió y tomaron distancia.

—Luego vendría el crimen contra José Francisco Ruiz

Massieu, el exhermano político de ambos.

—Ése fue un golpe al corazón del presidente.

Canavati distrae la mirada, encoge los hombros y abrevia:

—Ya sabrás, Rafael. Poco a poco.

Existe un hecho incontrovertible en la densa relación de

los Salinas con “Pepe Pancho” Ruiz Massieu. A partir de la

separación matrimonial de éste y Adrianita, tan tortuosa que

fue capaz de envolver a un buen número de comunicadores en

las redes de su “Editorial Azabache”, los miembros del

poderoso clan se alejaron de quien llegaría a ocupar la

gubernatura de Guerrero con el favor del único miembro de la

familia que no le retiró aval ni simpatía: Carlos, el

mandatario. Adriana, por cierto, aireó la homosexualidad de

José Francisco como causal del divorcio “necesario” sin que

mediara ambición económica en alguno de los cónyuges.

Una versión apunta hacia un capítulo muy significativo. Una

noche, hastiada, Adriana regresó a su casa antes de lo

previsto y entró a la alcoba principal:

—¿Con quién estás, maricón? —gritó la señora, fuera de sí,

al tiempo de “destapar”, literalmente, a su marido y a un

misterioso amante.

Días después los tribunales de lo familiar conocieron el

caso. Pero Carlos no dejó de apoyar a su ex cuñado ni de

profesarle un cariño muy especial. Tanto que no fueron pocas

las ocasiones en las que, siendo Carlos presidente y Pepe

Pancho gobernador, se encontraron, libres de agendas, en

algún paraje evocador en las bravas heredades de Guerrero.

—A veces —me dijo uno de los operadores de las giras

oficiales—, el presidente Salinas forzaba el itinerario y lo

cambiaba para que, al final de algún recorrido, tuviera

tiempo libre para ver al señor Ruiz Massieu.

—¿Nadie les acompañaba?

—Generalmente no. Pero no me consta nada más.

Por ello resulta inquietante el proceder de procuradores y

fiscales encargados de ahondar en el tenebroso caso Ruiz

Massieu, quienes, una y otra vez, han evitado cruzar el

umbral de los escabrosos antecedentes personales de la

víctima que pudieran confluir hacia los linderos del

amafiamiento.

Al procurador Jorge Madrazo Cuéllar, el segundo abogado de

la nación a la vera del doctor Zedillo y sustituto del panista

Antonio Lozano Gracia, quien no pudo superar su filiación

partidista entrampado en las redes del sistema, le pregunté

al respecto:

—¿Sigue usted alguna línea sobre las preferencias

personales del señor Ruiz Massieu y las posibles

implicaciones de las mismas en el homicidio?

—También lo estamos investigando.

—¿Por qué no se hace público?

—Para no entorpecer las pesquisas.

No obstante, es evidente que la mayor parte de las

averiguaciones se han filtrado a los informadores; no así lo

relacionado con las particularidades de conducta de los

presuntos involucrados. ¡Y hay quienes alegan que no debe

escudriñarse en la vida privada para resolver los escándalos

públicos! ¿Cómo, entonces, sería posible resolver los crímenes

pasionales? ¿Y las vendettas surgidas de las

intimidades mancilladas y los amores frustrados? En este

terreno hemos llegado, sí, a la peor cursilería procesal

imaginable bajo el tabú de la privacidad intocable.

—José Francisco no era homosexual —alega quien fuera su

abogado, Javier Olea Peláez.

—Adriana Salinas lo señaló por ello...

—Sí, pero fue para ocultar la verdad: a ella la descubrió

José Francisco en flagrante infidelidad con un mozalbete, un

auténtico hippie; los vio bajando por la escalera de su casa

y se hicieron de palabras. De ahí salió Adriana dispuesta a

ensuciar a su marido... y lo hizo.

Las historias confrontadas confunden; pero tal es la razón

para investigarlas exhaustivamente, sobre todo cuando se ha

presentado el homicidio perpetrado en las calles de Lafragua

en la ciudad de México, el 28 de septiembre de 1994 —a dos

meses de distancia de la “institucional” transmisión del

Poder Ejecutivo Federal—, como una cuestión que involucra a

la seguridad del Estado mexicano y a las “primeras familias”.

Antonio Lozano Gracia, luego de alejarse de la Procuraduría

General de la República, me confió que el ex presidente

Salinas de Gortari, en más de una ocasión, le llamó, en

apariencia preocupado, cuando se consolidaron las acusaciones

contra Raúl, su hermano:

—¿Vas a venir por mí? —preguntó el ex mandatario cuando se

rumoraba que los nexos de éste con su sucesor, el doctor

Ernesto Zedillo, se habían deteriorado de manera definitiva.

Lozano Gracia, por cierto, cayó en una grave contradicción

al explicarme su versión sobre el particular: por una parte

insistió en que no creía capaz a Carlos Salinas de proceder

con mente homicida; por la otra, específicamente en relación

con el asesinato de Luis Donaldo Colosio el 23 de marzo de

1994, sentenció:

—Fue un crimen perpetrado desde el poder.

¿Quién ejercía el poder entonces? ¿Carlos, el iluminado, o

alguien más refugiado tras bambalinas? En alguna ocasión me

atreví a deslizarle una tesis a Fernando Gutiérrez Barrios,

tan vinculado a la administración salinista como secretario de

Gobernación durante los primeros cuatro años de la misma,

cuando ya era evidente su malestar contra quien fue su jefe

después de algunos dislates publicitarios de éste:

—Me parece, don Fernando, que Salinas requería ejercer el

poder a plenitud para mantenerse equilibrado mentalmente.

Cuando el poder le faltó, o no lo tuvo por completo, cayó en

un profundo desarreglo personal; perdió la brújula, para

decirlo de una vez.

Gutiérrez Barrios, analítico y frío, sonriendo, acotó:

—Creo que la radiografía es acertada.

No resulta sencillo confrontar tantos elementos confusos a

la sombra del ex presidente Salinas. ¿No les parece, amigos

lectores, una parodia formidable la siniestra representación

del breve ayuno cuaresmal de Carlitos en San Bernabé,

extendido no más de veinticuatro horas, luego de expresar que

debía “luchar por su honor” tras la aprehensión de Raúl, su

cofrade? La pretendida “huelga de hambre” y las fotografías

que reflejaban a un Salinas afligido, perseguido por el

sistema que le encumbró, sirvieron, por supuesto, para

afianzar la teoría de la inescrutable fraternidad del ex

presidente con su hermano “injustamente acusado”, de acuerdo

con lo expresado por aquel, de ser el autor intelectual del

asesinato de su excuñado. El progenitor de ambos, don Raúl

Salinas Lozano, intrascendente en funciones de padre, solía

repetir a sus cercanos contertulios:

—Raúl y Carlos nunca se guardaron secretos. Al contrarío:

compartieron una misma habitación durante 18 años, se

intercambiaban novias, en fin, fueron siempre confidentes uno

del otro. Y así siguieron.

Una escenografía ideal, vamos, para dar la impresión de que

al encarcelarse a Raúl se sancionaba también a Carlos en un

gesto de valor político del nuevo mandatario, el débil Ernesto

Zedillo, para consolidar su gobierno separándose del terrible

antecesor. Por ello se explica también el acoso contra

Lozano Gracia y los telefonemas melodramáticos de Carlos

Salinas, desde su pretendido “exilio” —roto en cuanto se lo

propuso sin mediar la voluntad del tímido don Ernesto— al

tiempo de que otros funcionarios, éstos sí “claves”, tomaban

posiciones y controles arrinconando al doctor Zedillo y

haciéndolo parecer un párvulo.

El propio presidente Zedillo, acosado por el tiempo y las

asechanzas, se encargó de exhibir su pobre estructura

personal y su escaso carácter, en el desesperado intento por

protegerse tras los conatos de “golpes de Estado” durante

1996, cibernéticos claro está, y los sacudimientos

bursátiles derivados de la frenética actividad del posesionado

Salinas. Nada pasó... salvo que el ex mandatario

afincado en Dublín y La Habana metió las manos, el cuerpo,

todo, hasta el fondo del gabinete zedillista.

—Si el homicidio de Ruiz Massieu golpeó el corazón de

Carlos —cuestiono a Canavati Tafich—, ¿ello significa que no

aceptaría perdonar ni mucho menos apoyar al ejecutor? Y éste

podría ser su hermano Raúl.

—No lo creo, pero es posible.

¿Cuánto sabe el maniatado doctor Zedillo al respecto? ¿Tanto

para callar como garantía de su propia seguridad personal?

Posiblemente. Porque, en el fondo, ninguna acción ha

realizado ni permitido efectuar a sus colaboradores directos

que pudiera comprometer al ex presidente Salinas de Gortari. Y

en tal espacio entra, por supuesto, la relampagueante

persecución de Raúl Salinas y su prendimiento en casa de su

hermana, hollando los buenos oficios del abogado del mismo,

Juan Velázquez, sin que fuera posible ocultar el sello

característico de los miembros dilectos del “clan de

Agualegüas”:

—Trasládense a la residencia de Adriana —ordenó a los

elementos asignados para protegerlo—, y defiéndanlo. Yo voy

hablar con el presidente.

Los extrañados custodios no llegaron al sitio de la captura

porque recibieron instrucciones precisas, desde el despacho

del titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, general

Enrique Cervantes Aguirre, para que abortaran el operativo y

se pusieran bajo las órdenes del alto mando militar. Una

maniobra con la precisión de las piezas de relojería. Más

tarde se produciría la arribazón salinista a los medios

informativos sugiriendo la ruptura entre el ex mandatario y el

sucesor y justificando la defensa del honor por encima de la

maledicencia pública:

—Son cosas de loco —señalaron no pocos políticos de altos

vuelos, en voz baja, claro.

Loco o no, los dividendos sólo fueron para él con todo y el

impuesto “sacrificio” de viajar por el mundo bajo las reglas

de un cómodo auto exilio que no le impidió, por ejemplo,

asistir en junio de 1999 en México a la boda de un nuevo

cuñado, el hermano de Ana Paula Gerard Rivero, su segunda

esposa, para refrendar el peso de la mayor impunidad. Cosas

de presidentes, cuestiones de Estado.

Carlos Salinas, quien se dice modernizador, es apenas el

segundo ex mandatario mexicano que se presenta en sociedad

con una cónyuge distinta a la que fungió como “primera dama”

en el transcurrir de su sexenio.

Doña Cecilia Ocelli, la primera mujer del inquieto “gnomo de

Dublín”, no soportó más desaires. El peor de éstos tuvo como

escenario el Hospital ABC —conocido como “el Inglés”—, en la

ciudad de México, cuando se enteró de que una joven artista de

cine había ingresado a la citada institución lista a tener un

hijo del doctor Salinas en la fase final del periodo

presidencial de éste. Las damas intercambiaron algo más que

jaloneos y los miembros del Estado Mayor Presidencial,

impotentes, eludieron un enfrentamiento entre quienes

cuidaban a la señora Ocelli y los encargados de vigilar a la

seductora amante de telenovelas.

—¡Esto no va a quedarse así! —exclamó la esposa del entonces

presidente de México.

Y el augurio se cumplió. Carlos Salinas, al enterarse del

incidente, fuera de sí, agredió de palabra y de hecho a su

mujer legítima, quien debió permanecer recluida durante dos

semanas en espera de que los hematomas desaparecieran.

—¡Ya no puedo más! —gritó doña Cecilia—. ¡Ni quiero verte

por aquí!

Comenzó entonces la larga disputa por la casona del doctor

Salinas, que acabó por perder éste. Luego negociaría,

obcecado, el rescate de su biblioteca, al parecer el mejor

signo del status de los ex mandatarios quienes compiten por

dar brillo a los escaparates que les dan acreditación como

“intelectuales”. Sólo José López Portillo, quien también se

le adelantó en cuestión de cónyuges y escándalos, le gana en

este renglón: posee 47 mil volúmenes, diez mil de ellos

herencia de don José López Portillo y Rojas que se salvaron de

los revolucionarios de principios de siglo, quienes usaron

gran parte de las lujosas obras del arsenal literario,

encuadernadas con esmero, para encender hogueras.

—Esta biblioteca —asevera López Portillo— es mi verdadero

lujo; el único en realidad.

—¿Y la leyenda de la “colina del perro”?

—Fue más lo que se exhibió. Mire: yo compré el terreno para

las tres casas —la suya, la de su primera mujer, quien jamás

la estrenó, y la de su hijo José Ramón, quien cercó el área de

la piscina para evitar el paso al ex presidente, su padre—,

gracias a un préstamo que me hizo Carlos Hank. Fueron 16

millones de pesos de entonces (equivalentes a 615 mil

dólares), y lo demás me lo facilitaron mis amigos. Luego

invertí 20 millones de pesos en la construcción (769 mil

dólares). Ahora cuesta mantenerla y no me alcanza con mi

pensión.

¿Un ex presidente pobre? Don José no vive mal, desde luego.

La residencia de la célebre “colina”, bautizada por los

mexicanos en recuerdo a la torpe aseveración de que defendería

al devaluado peso “como un perro”, tiene el encanto del art

noveau mexicano, el de los muy ricos que viven como en ninguna

otra parte; por algo los millonarios de afuera no cesan de

envidiarlos. Aunque, ciertamente, resulta muy sospechoso que

ninguno de los ex mandatarios mexicanos, ni Luis Echeverría ni

Carlos Salinas de Gortari, de reconocido potencial económico,

figuren entre los de mayor capital en el mundo y, en cambio,

estén considerados en las listas algunos de los más conocidos

“prestanombres” de los mismos. Sólo falta que éstos sean

considerados “mecenas”.

Sin juicios políticos de por medio, en el cómodo ostracismo

que brinda la impunidad, los ex presidentes no pasan apremios

y sólo sufren el acoso de la esporádica curiosidad de los

informadores.

—¿Qué tal si lo invito a comer platillos yucatecos? —

sugirió Luis Echeverría para obsequiar mi solicitud de

audiencia.

Y el encuentro se realizó en un marco pleno de cortesía,

distendido. Apenas llegué a la mansión de San Jerónimo —la

misma de los días de gran protagonismo de don Luis con todo y

aquellos “festivales de las palomas”—, el ex mandatario me

pidió pasar a la cocina.

—Vamos a ver —desafió Echeverría— qué tan buena memoria

tiene.

Ante mi sorpresa, en plena batalla con ollas y sartenes, una

ex diputada local de Yucatán, Rita María Medina, usurpaba el

papel del “cheff” tratando de conseguir una recomendación del

influyente dueño de la casa a favor de su hijo. La curul del

pasado dio cauce a un espléndido “queso relleno”, preparado a

conciencia, para cerrar el círculo de la política

presidencialista. En ese marco me animé a preguntar:

—¿Qué opina del último informe del doctor Zedillo, don

Luis?

—Usted viene, ja, ja, en busca de la noticia de ocho

columnas.

—Cuando usted era presidente la buscaba con afán; por ahí

decían que hasta no tener la seguridad de haberla ganado no se

retiraba a descansar.

—Pero ya aprendí, ja, ja. Además ya no soy presidente.

—Aun así, don Luis, sigue usted en el candelero. Y no

precisamente, como usted dijo, porque ya no controle ni a sus

nietos...

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Tlatelolco, la crisis económica, el populismo.

—Si servir a la gente es ser populista, no me avergüenzo de

haberlo sido. Ahora no se toma en cuenta al pueblo para nada.

—¿Es un diagnóstico?

—Puro sentido común, ¿no?

Riqueza e impunidad de por medio, los ex presidentes, contra

lo que pudiera esperarse, escondiendo los veneros oscuros y

las manos sucias, al observar el presente no disimulan un

cierto rubor como signo de vergüenza.

—¿Le atinó usted al señalar a su sucesor? —interrogué a

López Portillo.

—Mentiría si dijera que no estoy decepcionado —fue la

lacónica, lapidaria respuesta.

Lo curioso es que, pese a todo, los ex presidentes la pasan

bien... a diferencia de la mayor parte de quienes fueron sus

gobernados. Y en el repaso de “aquellos años” —”mis tiempos”,

les llamó “el señor de la colina”—, lo chispeante oculta

huellas, signos ominosos y hasta contubernios.

—Cuando menos —insinúo a López Portillo—, en su sexenio se

hablaba de conquistas femeninas. Y nos divertíamos haciendo

cábalas.

—Yo me divertía más.
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