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L O S

ESCÁNDALOS Un ensayo donde los culpables de los

desórdenes políticos tienen nombre y apellido

LOS ESCÁNDALOS

Un ensayo donde los culpables de los

desórdenes políticos tienen nombre y apellido

© 1999, Rafael Loret de Mola

D.R. © 1999 por EDITORIAL GRIJALBO, S.A. de C.V.

(Grijalbo Mondadori)

Calz. San Bartolo Naucalpan núm. 282

Argentina Poniente 11230

Miguel Hidalgo, México, D. F.

Este libro no puede ser reproducido,

total o parcialmente,

sin autorización escrita del editor.

ISBN 970-05-1166-9 IMPRESO EN MÉXICO

Expiación

La obra que el lector tiene en sus manos, retrato fiel de lo

que he visto, vivido y asimilado en los años recientes, debió

encuadrarse bajo un título distinto. El original señalaba:

Hijos de perra. Pero no pudo ser.

Todavía algunas resistencias, no imputables a los editores,

siempre generosos con este autor, detuvieron la exclamación

enérgica intentando atemperar, sin lograrlo, el filo de

nuestra pluma, recurso legítimo de un escritor contra la

inaudita prolongación de la barbarie política. Un capítulo, el

último, recibió el bautizo acaso para redimirnos a todos del

pecado original.

¡Hijos de perra! es una expresión catártica; también un grito

que surge de la impotencia. Durante varios lustros un puñado

de periodistas críticos, a quienes se han sumado otros que

sólo se animan a cuestionar cuando tienen garantizado su

status, hemos señalado, acusado, denunciado, a los grandes

detractores de la vida nacional. A cambio, sin más

razonamientos que la aviesa prepotencia, algunos de los

peores vástagos del sistema perviven. ¿No es válido,

entonces, alzar la voz contra ellos? Siquiera ese derecho, la

sanción social, debe prevalecer contra la oleada de

lacayunerías.

Los servidores de la jauría política, bajo el camuflaje de

un cuestionable profesionalismo, dirán que, a falta de

argumentos, caemos en la injuria fácil. Nada más alejado de

este libro, como podrá corroborar el lector si se anima a

traspasar esta antesala. Sucede que también el espíritu se

inflama ante el espectáculo oscuro de la inmoralidad pública

y del continuismo que rebasó ya el linde de lo grotesco.

¿Qué hacer cuando, a despecho de infinidad de

cuestionamientos jamás respondidos de manera cabal, un ex

gobernador ligado al narcotráfico se asume como precandidato

presidencial? En idéntica perspectiva, un personero de la

peor mafia de nuestro tiempo, viola la Constitución y se

reelige; y otros más, protegidos siempre por el gran poder

contemporáneo, sólo sonríen cuando son descubiertos. Todos se

saben usufructuarios de la mayor impunidad concebible; y cada

uno, en su esfera, recibe a diario la bendición presidencial.

Pero, ¿merecen ser tratados con la consideración de los

eufemismos?

Por ello el calificativo con el que cerramos los expedientes

del herido México actual acierta y sacude aun cuando no

falten los hipócritas que desdeñen lo aquí asentado alegando

un jubileo de la vulgaridad... como si sus castos oídos

fueran ajenos al festín de inmundicias en que se ha convertido

cada sucesión sexenal y cada nuevo, contaminado pasaje

político, incluyendo los episodios criminales.

A los de piel delicada y manos largas bien les valdría

sorprenderse por la prolongada manipulación de la casta

gobernante y no por el clamor rotundo, fruto del dolor

contenido ante la observación directa, de un periodista que

se precia de ser incontrolable.

A esos hijos de perra, los saludo también.

RAFAEL LORET DE MOLA

1. Los secretos

—Peligrosa tesis, Rafael. Peligrosa tesis.

Octubre de 1991, ciudad de México. En el despacho del

titular de la Secretaría de Gobernación, Fernando Gutiérrez

Barrios, no parece haber lugar para las divagaciones; la

política es concreta, recia, inapelable. Cuenta la historia

que el connotado veracruzano con quien dialogo es un hombre

con “mano firme” forjado al calor de las tareas policíacas,

pero ni su apariencia ni su suave acento responden al

estereotipo de los autócratas. Delgado, con rostro apacible

en el que sólo sobresale un discreto pero bien recortado

bigote, don Fernando filosofa en territorio propio:

—Insinuar que el presidente de la República sea capaz de

postular a su hermano para que le suceda en el ejercicio del

poder me parece, francamente, temerario.

—Es ficción, don Fernando. La trama se desarrolla en una

nación imaginaria que no necesariamente coincide con México.

—Usted y yo sabemos cuáles son los móviles, Rafael. Ponga las

ideas a reposar y tranquilícese. Ya verá que las cosas irán

componiéndose.

Días difíciles aquellos para los periodistas mexicanos. Lo

han sido todos desde el arribo de la nueva clase tecnopolítica

y bajo el peso de la acotada “libertad” de expresión que, cada

año, reúne más cadáveres en torno a las mesas de celebración.

Un duelo simulado con el antifaz de la verdad mediatizada.

Porque ningún crítico independiente, que lo sea en serio, ha

dejado de percibir, en carne propia y en mayor o menor grado,

la sinrazón represiva del “sistema”; y en aquella jornada

tenía yo plena conciencia del hecho.

—Vengo a verlo —le dije a Gutiérrez Barrios— porque, a mi

regreso del viaje que contra mi voluntad usted me impuso,

encontré todas las puertas cerradas. Tengo etiqueta de

periodista incómodo, indeseable en los medios acostumbrados a

lucrar con sus relaciones con el gobierno.

—Nada tenemos que ver en eso —respondió el “ministro”—. Yo

no soy director de periódicos ni accionista de ninguna

estación de radio. ¿Qué va usted a hacer?

La pregunta, en sí, era una invitación al quebranto moral;

un desafío con un severo handicap en contra. No parecía haber

salidas, pero encontré una:

—Usted me ofreció que no intervendría para bloquear mi

reincorporación a mis medios habituales. Y no ha sido así,

don Fernando. Pero voy a seguir escribiendo...

—¿En dónde, Rafael?

—Haré un libro para exhibir nuestra realidad y proyectar

posibles desenlaces. Creo saber cuál será el derrotero de

Carlos Salinas de Gortari: conservar su influencia sin

necesidad de reelegirse.

—Tranquilícese, Rafael. Por su bien.

La tensa audiencia, solicitada por mí para exigir respeto y

las garantías mínimas, no se apartó de las cortesías

habituales:

—En su momento, Rafael, le acercaré al “bueno”.

—Eso quiere decir que no lo será usted, don Fernando. ¿A

quién le apuesta? ¿A Manuel Camacho o a Luis Donaldo Colosio?

—Es un buen amigo suyo. Y eso obra en su favor.

Tiempo atrás, en los prolegómenos de la sucesión de Miguel

de la Madrid, a quien diseccioné en toda su amplia

mediocridad —Radiografía de un presidente, Grijalbo, 1987—,

Carlos Hank González, temido por unos y endiosado por otros,

me advirtió solemne:

—Recuerde: en este país un periodista y un político pueden

sobrevivir siendo adversarios de un régimen; jamás si lo son

de dos seguidos.

El estigma de la corrupción alcanza a todos. Y no faltan

quienes pontifican, erigiéndose en paladines de la

honestidad sin enseñar las manos sucias. Son tantas las

evidencias sobre la indigna cohabitación de los informadores

con los gobernantes que a todos nos llegan las sospechas.

—¿Cuáles son sus “fuentes”? —me cuestionó un locutor

radiofónico en Guadalajara—. Se dice que Gutiérrez Barrios y

Hank están detrás de usted...

—Nadie se ha atrevido a responderme —contesté—, ni he sido

objeto de juicios por difamación como otros colegas. Esto

corrobora que no falto a la verdad. Sin embargo, usted duda

sobre la autenticidad de mi trabajo. ¿Gutiérrez y Hank? Sí,

muchas veces he dialogado con ellos. Debo hacerlo si pretendo

contar con información de primera mano. Pero de ello a que

sean mis promotores hay un abismo...

—¿Entonces por qué no los ataca como a otros?

—También los he cuestionado cuando ha sido necesario. Son dos

figuras plenas de claroscuros. Puntualizo: no ataco, señalo;

no ofendo, cuestiono. Los periodistas si no somos contrapesos

de quienes ejercen el poder, perdemos nuestra razón de ser y

fracturamos vocación y destino.

—Pero con Hank y Gutiérrez Barrios es usted más

tolerante...

—Es un enfoque equivocado. A don Fernando lo he señalado

como el operador represivo del sistema, sobre todo contra los

periodistas; y de Hank he dicho, nada menos, que cada día son

más las interrogantes acerca de sus presuntos vínculos con el

narcotráfico y su condición de “número uno”. ¿Es poca cosa?

El escepticismo tiene razón de ser porque nadie sabe, a

ciencia cierta, hasta dónde se extienden los pantanos. ¿Cómo

confiar en un comunicador cuando son tantos los episodios de

los mercenarios convertidos en defensores a ultranza de sus

amigos? A veces basta con la zalamería para cooptar a decenas

de periodistas, incluso a algunos de los más intransigentes.

Bien lo sabe, entre otros, José Antonio González Fernández,

líder priísta por designio superior tal y como otrora sucedía

durante las avasallantes monarquías europeas que ahora

deambulan por el parlamentarismo.

—El licenciado González Fernández le invita a desayunar en

su despacho. ¿Tiene usted algún inconveniente? Él, como yo, es

un buen lector de sus obras. Y quiere hacerle algunos

comentarios.

Hugo Arce, notable marqués de las relaciones públicas “a la

mexicana”, oriundo de Guerrero, logró convidar y acercar a la

mesa del jerarca priísta llamado a confrontar la dura

contienda presidencial del año 2000, a más de 300

comunicadores, de distintas tendencias y orígenes, hasta

convertirlo en una especie de discreto “ujier” al servicio del

doctor Ernesto Zedillo Ponce de León. Arce no pudo continuar

con su estratégica función: murió, en circunstancias extrañas,

no investigadas suficientemente, en un accidente de carretera.

Algunos de sus allegados creen que fue víctima de un atentado.

Aventuro: podría haber dejado de ser útil, como ha sucedido

con otros brillantes servidores del establishment.

—Queremos homenajearlo —solicitó González Fernández—, editando

un libro en su memoria con los testimonios de sus

amigos. ¿Podrías sumarte a ellos?

Pese a la simpatía que le tuve al infortunado Arce opté por

abstenerme de participar en el tardío jubileo por una sencilla

razón: mi trato con él fue siempre superficial, distante.

Recuerdo, eso sí, que llevó dos veces a mi domicilio

particular, obsequioso, sendas cajas conteniendo cecina

guerrerense, excepcional por cierto, para subrayar una

cercanía que, en realidad, no existió jamás.

Pareciera que a los políticos mexicanos, napoleónicos por

convicción, les basta aplicar la máxima del Emperador de

Francia, conocedor profundo de la condición humana, sobre la

lisonja incontestable: un homenaje, a veces, es más efectivo

que un soborno. No son pocos los colegas que se dejan querer

y aceptan, convencidos, algún padrinazgo como “puente” para

evitar ser arrollados por las turbulentas aguas de la

represión. Otros, los menos, aprovechan los escenarios del

poder para medir e incluso conmover a los usufructuarios del

mismo. A González Fernández, lo recuerdo bien, le dije un

día:

—No se puede entender la política mexicana, y a nuestros

políticos, sin analizar a fondo dos vertientes terribles.

—¿Cuáles? —apuró, inquieto, el institucional funcionario.

—La infiltración del narcotráfico en la estructura

gubernamental y el desarrollo exitoso de la “cofradía de la

mano caída”. Porque la corrupción tiene, en nuestro país,

una de estas dos connotaciones: los vínculos con los zares

de la droga o el amafiamiento homosexual.

González Fernández ignoró el comentario, aguardó unos

segundos y continuó la conversación sin hilar palabra alguna

con la última sentencia:

—Me temo que el PRI —expresó González Fernández, entonces

todavía en funciones de director general del ISSSTE, eludiendo

la réplica—, ha perdido a varios de sus mejores ases. Y esto

complica la sucesión presidencial.

—El desprestigio no es gratuito —argüí—. Quienes se

“quemaron” lo hicieron, en buena medida, por “méritos”

propios. Analicemos, por ejemplo, el caso de Emilio Chuayffet

Chemor.

—Van quedando pocos —continuó González Fernández—. De plano

sólo les veo condiciones a Francisco Labastida y Esteban

Moctezuma.

—¿Y los gobernadores? ¿Tú mismo?

—El tiempo dirá...

Gobernadores. Emilio Chuayffet Chemor, uno de los políticos

con fama de sabios dentro del cuadro contemporáneo, dejó el

gobierno del Estado de México, formularios legislativos de por

medio —aguardó la “decisión” de su Congreso para aceptar el

designio presidencial—, para encumbrarse como segundo

secretario de Gobernación del régimen del doctor Ernesto

Zedillo, una lista generosa que ya abarca a cuatro fugaces

huéspedes del Palacio de Bucareli. El nombramiento recayó en

el mexiquense, discípulo del connotado maestro Jesús Reyes

Heroles, unos días después de que cesó a catorce policías

estatales que protagonizaron un extraño conato de asalto

contra el intocable jovencito Ernesto Zedillo Velasco en

Tecamachalco.

—Yo no seré secretario de Gobernación —me confió el propio

Chuayffet dos semanas antes de la asunción presidencial del

doctor Zedillo—. Hay muchas señales al respecto.

—Algunas apuntan hacia aquí, ¿no?

—Para nada. ¿Sabes una cosa? Esteban Moctezuma le profesa

una gran simpatía a Manuel Bartlett. Su trato es directo. Tú

sabes que Esteban es el hombre clave, el que le lleva la

agenda al presidente electo.

—¿Y eso qué significa, Emilio?

—Que Bartlett regresará al despacho de Bucareli. Moctezuma

es el enlace entre él y el doctor Zedillo. Ya está todo

decidido.

Días después la incógnita se despejó: en efecto Chuayffet

permaneció en la sede gubernamental del Estado de México y

Moctezuma ocupó la titularidad de Gobernación. Bartlett,

contra la apuesta del inquieto Emilio, fue sólo el testigo

más cercano... o eso aparentó, desde luego. ¡Ah! Desde tiempo

atrás, Javier Moctezuma Barragán, hermano de Esteban, estrechó

cercanías y colaboraciones con el controvertido Manuel,

encumbrado en la época gris (sobre todo en materia política)

de Miguel de la Madrid —1982-1988—, hasta convertirse en el

hombre de todas sus confianzas. La suerte parecía echada.

Sin embargo, los desaciertos de Moctezuma se aunaron al

talentoso proceder de Chuayffet para perseguir y castigar a

los patrulleros voraces que importunaron al hijo del

presidente en jurisdicción mexiquense.

—No me explico —comenté a un encumbrado elemento de la

Policía Judicial Federal—, en dónde estaban los custodios del

muchacho. Me da la impresión de que éstos son sus peores

enemigos... a veces lo comprometen, como cuando agredieron

salvajemente a un universitario en la discoteca Lady'O de la

ciudad de México, y en otras ocasiones lo dejan solo.

—No en este caso. El chamaco les ordenó que se rezagaran...

porque él quería estar a gusto, sin testigos.

—Es natural a su edad, ¿no?

—Depende. El primer junior estaba acompañado de un amigo.

Dijo que quería conversar a sus anchas.

—Eso fue lo que vieron los patrulleros entonces. Y de ahí

la extorsión...

—Imagínese: dos chamacos en un carro deportivo de lujo.

Dinero seguro. Nunca imaginaron cuál era la alcurnia de los

personajes.

—Y, por supuesto, Chuayffet aprovechó políticamente la

oportunidad. Tapar un incidente como éstos tiene muy amplias

recompensas. Así funciona el sistema.

Lo cierto es que Emilio Chuayffet llegó a la ansiada

antesala presidencial, la Secretaría de Gobernación, unos

meses después de haber sido eliminado en la búsqueda de un

sitio en el gabinete. Al tiempo de que Esteban Moctezuma salió

disparado hacia una terapia en Houston,

el inteligente Emilio se preparó para ascender el último

peldaño dejando encargado de la gubernatura desdeñada, la de

una de las entidades más ricas de la República, al imberbe

César Camacho Quiroz, un treintañero con escasa experiencia,

salvo la anotada en la intimidad, y de cuyos vínculos nadie

dudaba por evidentes. El amafiamiento en todas las

direcciones.

En permanente actitud de pose, engolando la voz y con el

cuerpo rígido amén de la mirada pretendidamente altiva,

Camacho Quiroz no pudo hilvanar una sola frase cuando me

dirigí a él en el despacho de Emilio Gamboa Patrón, otra de

las grandes figuras controvertidas en el manejo de los pasajes

turbios y las relaciones inconfesables:

—¿Cómo le va, señor gobernador?—saludé.

—Bien, muy bien...

—Aquí nos tiene escudriñando... ¿usted también?

—Ja, ja... pues, no. Visitando a los amigos, nada más.

Gamboa Patrón, habilidoso en todo momento, me pidió que

pasara a su despacho antes de despedirse de César Camacho.

Como cada llamada suya, en ocasiones sin motivo, me sorprendió

por la premura. Días después, Gamboa Patrón, quien fuera

estrecho secretario privado de Miguel de la Madrid durante

todo el oscuro sexenio de éste, reclamaría a través del

insustituible teléfono celular:

—No me ventanees, por favor. Somos amigos, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—Volviste a citar lo de Marcelita Bodenstedt. ¿Para qué?

—Es un episodio que debe ser investigado. Faltan

explicaciones no sólo acerca del espionaje manifiesto sino de

los nexos entre ella, la mafia y los hombres del poder.

—Pero... ya me creaste otro problema familiar. ¿Es

necesario?

—¿Quieres responder?

—Mejor déjalo de ese tamaño.

Marcelita, la presunta “novia” del franco-español Joseph

Marie Córdoba Montoya, eminencia gris del periodo presidencial

de Carlos Salinas de Gortari —1988-1994—, es todavía un serio

dolor de cabeza para quienes la conocieron y la introdujeron

a la intransitable cúpula del mando político. La rubia mujer,

de formas espectaculares y rostro indefinido, fue ofrecida en

bandeja a Gamboa Patrón por otro Emilio: el inversionista

Díaz Castellanos, multimillonario yucateco a quien se

privilegió con las disponibilidades del lapidario Fondo

Bancario de Protección al Ahorro y ahora intocable en su

calidad de incondicional de su triunfante socio, precisamente

el llamado “chupón” Gamboa Patrón —el apodo responde a una

característica peculiar: desde niño estaba “pegado a la

botella” según la jerga propia de sus paisanos.

—Pero yo no sé por qué se me señala a mí —pretendió

defenderse Gamboa durante su breve tránsito por la Lotería

Nacional—. Marcela fue la novia de Córdoba y es él, en todo

caso, quien debiera responder.

Lo que es evidente es la oscuridad del pasaje. Comprobada la

relación de la señora Bodenstedt con el célebre “cártel del

Golfo”, encabezado por el aprehendido Juan García Ábrego, las

“investigaciones” cesaron al publicitarse varias cintas

grabadas, muy comprometedoras, conteniendo una llamada

telefónica del presidente Salinas a su operador Córdoba

Montoya, precisamente a la casa de Marcelita, y otra más,

empalagosa y cursi, entre éste y la rubia.

—El “doctor” Córdoba —cuenta un confidente del mismo—, mató

dos pájaros con una misma pedrada: amagó con ampliar la

información respecto a los vínculos degradantes del

sistema... y puso distancia de por medio acerca de su

presunta homosexualidad.

—Bueno, ahora se habla de bisexualidad...

—Ya va por menos, ¿no cree usted?

Narcotráfico y cofradía. Alguno de estos dos elementos, o la

combinación de ambos, resulta consustancial al político

mexicano “del sistema”. Pocos, dadas las circunstancias, son

ajenos a tal condicionante. Vicente Fox Quezada, el

guanajuatense que abrió el juego de la carrera sucesoria

constituyéndose en el protagonista de la más larga campaña

presidencial de la historia, no pudo evitar un sobresalto

cuando, en la presentación de El gran simulador—Grijalbo,

1998—, aventuré:

—¿Cuántos gobernadores tienen la mano metida en el

narcotráfico? Sólo por eso se sostienen.

—Aclara —interrumpió Fox— que no son todos; no vaya a ser

el diablo.

—Me parece —complací la petición— que el gobernador de

Guanajuato no cojea de este pie.

No pueden decir lo mismo, entre otros, Manuel Bartlett, quien

terminó su mandato en Puebla para sumarse febrilmente a una

frustrante precampaña por la candidatura priísta a la primera

magistratura, y Víctor Cervera Pacheco, el yucateco que truncó

el espíritu del Constituyente, al reelegirse, en un personal

festín de ilegalidad bajo el signo de la política rupestre.

Son inexplicables la altanería y suficiencia de Bartlett

cuando sobre él, pese a cuanto diga para esbozar una rutinaria

defensa retórica, recalan todas las sospechas imaginables.

Antonio Gárate Bustamante, cuando servía a la DEA

estadounidense y tras la publicación de Secretos de Estado

Grijalbo, 1994—, me confió abiertamente:

—No sabe usted cuántas veces hemos pensado en actuar tal y

como usted sugiere en su libro. Sólo que lo suyo es una

supuesta novela y lo nuestro una realidad aplastante.

En la obra de referencia los “marines” estadounidenses,

sumados a los agentes de la inefable DEA, invaden “Los

Querubines” y apresan al mandatario de la entidad. En Puebla,

los estadounidenses extremaron su presencia y optaron por la

discreción diplomática en espera de ciertos acomodamientos

“naturales”. Y así, Bartlett llegó al extremo de

autopostularse “para la grande” esgrimiendo bravatas y

eludiendo los argumentos. Por ejemplo, en una reunión con

cuarenta periodistas, Mario Rosales Betancourt, colaborador de

la Organización Editorial Mexicana y del diario La Afición,

le espetó:

—Usted dice que sólo levanta sospechas por el caso Buendía,

las implicaciones de José Antonio Zorrilla, y sus presuntos

contactos con la mafia; y que ya ha contestado a todo,

superando la maledicencia. Pero hay más: por ejemplo, el

crimen contra Carlos Loret de Mola en 1986.

—¡Ah! —replicó con un dejo de sorna—, eso es sólo una

novela muy bien comercializada por su hijo. La realidad es

otra: el señor Loret iba muy alegre con una novia y se

accidentó.

Le respondí, por supuesto, desafiándolo: si tal es su

seguridad respecto a la versión oficial por él fabricada

cuando fungía como secretario de Gobernación, estoy presto a

una confrontación de pruebas de cara a la opinión pública;

porque cada hipótesis por él sostenida, intentando siempre

ensuciar a la víctima como es rutina de los hijos del

sistema, ha sido ampliamente analizada y superada —Denuncia.

Presidente sin palabra, Grijalbo, 1995—. En cambio, pese a su

socorrida prepotencia, el señor Bartlett no ha podido

desligarse de las mayores acusaciones:

—Te va a denunciar, Rafael —me puso al tanto Gustavo

Armenta, director de la revista 7Cambio—. Parece que en una

entrevista radiofónica te excediste y ya tienen la grabación

en Puebla. Bartlett está furioso y dice que es su

oportunidad.

—Pues que proceda, Gustavo. Quizá en tribunales él corra más

riesgos que yo.

Sucedió que al finalizar la presentación de Galería del poder—

Océano, 1996—, en la Calesa de Londres, un reportero solicitó

que ampliara mis señalamientos en relación con el entonces

gobernador de Puebla. Agregué a lo ya expresado:

—En Estados Unidos hay expedientes suficientes que prueban

la vinculación de Bartlett con el narcotráfico. Me pregunto

por qué ninguna autoridad mexicana siquiera investiga al

respecto. ¿Será acaso porque la suciedad llega muy arriba?

—¿Usted cree que sea miembro de la mafia?

—Todo indica que sí.

Desde luego los consejeros jurídicos de Manuel Bartlett lo

convencieron para que limitara sus rabietas e ignorara el

pasaje. No procedieron como habían insinuado buscando,

torpemente, amedrentarme.

Y, al callar, concedieron. Considerando esta circunstancia

es obvio que la precipitada autonominación del personaje,

mucho antes de que finalizara su responsabilidad en la

sacrificada Puebla, convulsionada por las catástrofes

naturales y la corrupción que impide siquiera contar con

recursos para sortear los dramas previsibles, respondió a un

propósito medular: proteger y defender los intereses de la

peor mafia de todos los tiempos con el país como rehén.

Las historias se conectan. Cuando Bartlett pretendió

lanzarse a su primer fallido abordaje presidencial, en el

último tramo del malhadado sexenio de Miguel de la Madrid,

pidió al entonces delegado apostólico, Girolamo Prigione, su

intervención:

—Excelencia... necesito casarme por la Iglesia.

—Eso está muy bien, señor secretario. ¿Quiere usted que yo

oficie el matrimonio?

—Más que eso. Antes es necesario que la Santa Sede anule el

primer matrimonio de mi esposa. Sólo así quedaría libre para

el enlace religioso, según entiendo.

—Usted sabe que eso es bastante complicado y depende de

condiciones diversas; por ejemplo, de si la peticionaria, en

este caso, tuvo o no descendencia.

—Pero, ¿podrá arreglarse?

—Por la importancia del caso, creo que sí.

Y Bartlett obtuvo la bendición no sólo del alto prelado

mencionado sino también del jefe del Estado Vaticano. Como

padrinos le acompañaron, entre otros, el presidente De la

Madrid y su influyente secretario privado Emilio Gamboa

Patrón. Por cierto, también éste, institucional según solía

decir, se acercó a Prigione por aquellas fechas:

—Voy a bautizarle a su hijo —me confió el inteligente

religioso italiano, quien ahora vive en Alessandria en su

Piamonte natal—. Pero me extraña que no sea Bartlett el

padrino.

—¿Quién es el señalado, excelencia?

—El “ministro” de Programación, Carlos Salinas de Gortari.

Por cierto, éste es el único de los posibles precandidatos a

la presidencia que no me ha visitado. Dicen que está muy

influenciado por un tío suyo, Elí de Gortari, muy liberal y

anticlerical. Es lamentable porque su madre es muy buena

cristiana. Pobrecito: debe haber tenido un serio conflicto de

conciencia.

Boda y bautizo se celebraron en la mayor intimidad... con

cruzadas señales políticas. Pero el acercamiento con la

jerarquía eclesiástica no fue óbice para que el propio

Prigione, en presencia de un primo hermano de Gamboa Patrón,

mi ex cuñado José Patrón Juanes, me revelara de modo

sorprendente:

—Me informaron que el presidente De la Madrid tiene un

rincón privado en la calle contigua al hotel Camino Real. Ahí

celebra sus fiestecitas y le acompañan siempre su secretario

Emilio Gamboa y el señor Salinas de Gortari.

—¿Ellos solos?

—Así me lo han dicho. Un poco extraño, ¿no?

Su primo Pepe aguardó a que Prigione se retirara para, sin

ocultar su ansiedad, consultarme:

—Monseñor sabía de mi parentesco con Emilio. Se lo dijiste

cuando me presentaste. Ni modo que no lo tuviera en cuenta.

—Quizá Prigione quería que tú escucharas la versión... para

medir la capacidad de respuesta de Emilio.

—¿Se lo cuento a mi primo?

—Ésa es tu decisión.

No es casualidad que la consolidación de “cárteles” y

“capos” se diera durante el lapso delamadridiano, ni que en

la misma época los rumores acerca de las singularidades de

conducta de varios funcionarios amafiados revelaran los

perversos hilos conductores. El capítulo de las amantes

influyentes, cuya cúspide es Rosa Luz Alegría, ex secretaria

de Turismo entronizada por el seductor José López Portillo a

su paso por la presidencia —1976-1982—, cedió ante la

presencia de los jovencitos de finas maneras y remilgados en

las antesalas claves. La costumbre se iría acrecentando.

Una muestra. Unos días después de la designación de Otto

Granados Roldan, responsable de la imagen periodística del

doctor Carlos Salinas en su primera etapa presidencial, como

candidato del PRI al gobierno de Aguascalientes, visité a José

Carreño Carlón, quien ocupó el lugar del primero en la

Dirección de Comunicación Social en la sede de Los Pinos, la

casona usurpada a Chapultepec para solaz de los jefes de

Estado.

—Oiga, don José —le comenté—. Me parece que le han dejado

alguna herencia.

—¿Por qué lo dice?

—Por los chamaquitos esos que tiene usted por doquier. No

los habrá traído usted, ¿verdad? Sinceramente causan una

impresión no muy grata: parece obsesivo su amaneramiento. ¿No

lo ha percibido?

—Pondré más atención —respondió, incómodo.

Los ujieres singulares no se fueron. Un toque de distinción

para muchos si asumimos la réplica quejumbrosa de Salvador

Novo, el extinto primer cronista de la ciudad de México,

cuando reprochó a sus comensales por sus conquistas

femeninas:

—Ay sí, muy hombrecitos, ¿no? Presumen por seducir a unas

chiquillas tontas. Lo difícil, lo de hombres... ¡es enamorar

soldados!

Nuestros políticos son sofisticados, sin duda. Tanto que no

se detienen ante los desafíos, digamos, internacionales. Una

muestra: durante el periodo de Miguel Alemán Valdés —1946-

1952— el campechano Tomás Marentes, a la sazón director de la

Lotería Nacional, la gran “caja chica” de los presidentes,

ideó una brillante manera de acceder a la gubernatura de

Yucatán pese a no ser yucateco y con cierto ánimo de revancha

regionalista:

—Señor, quiero hacerle un regalito —le dijo Marentes al

“primer mandatario”—. No me lo tome a mal: es sólo para

demostrarle mi afecto y mi admiración.

—Vamos a ver, Tomasito. ¿De qué se trata?

—Le suplicaría que me obsequiara parte de su tiempo, señor

presidente. Quizá esta misma tarde cuando su agenda lo

permita.

—¿Y por qué la urgencia, Tomasito?

—Bueno... usted me entenderá cuando descubra la sorpresita,

señor.

—Suena muy misterioso. Pero, en fin, te daré gusto. Pasa

por mí a las diez de la noche.

Marentes preparó el terreno a conciencia. Antes de la cita

con el jefe del país se esmeró por entregar otros

“cariñitos”, autos último modelo incluidos, a cada uno de

los miembros de la “primera familia” y muy especialmente a

Miguelito, el “cachorro”... de la Revolución. Llegada la

hora, el diligente funcionario condujo al presidente Alemán

hacia una espléndida residencia ubicada en las Lomas de

Chapultepec.

—Es suya, señor.

—¡Pero, Tomasito! ¡Es una barbaridad!

—¿Le agrada, señor presidente?

—Desde luego, querido amigo.

—Aquí están las llaves señor. ¡Ah! Y lo mejor está adentro.

—Me imagino que te habrás esmerado en la decoración. Con tu

buen gusto, claro.

—Algo más que eso, señor. Pase usted y, por favor, suba a la

recámara principal.

—¿Qué tienes escondido ahí, Tomasito? Si me gusta... los

yucatecos tendrán un gobernador de lujo.

—Será un honor, señor.

El mandatario, sonriente y ansioso, aceptó llaves y buenos

deseos, abrió la puerta de la casona y subió las escaleras de

dos en dos, como lo había hecho en la vida pública. El

hallazgo, desde luego, no pudo ser mejor: en la alcoba le

aguardaba, nada menos, una espléndida rubia europea, ganadora

de varios certámenes de belleza y llena de vida y pasión.

Tomasito Marentes, claro, fue nominado candidato a gobernador

—y asumió el cargo por supuesto—, y la joven dama tuvo a sus

pies un reino.

Por cierto, tiempo después, Miguelito, el heredero del

alemanismo y actual gobernador de Veracruz, contrajo nupcias

también con una triunfadora: la “Miss Universo” Christianne

Magnani (Martell es su nombre artístico) quien ancló para

siempre entre los mexicanos. Todavía hoy, cuando la

distinguida señora está por encima de suspicacias, los asesores

del mandatario veracruzano se incomodan cuando se habla

del indiscutible paralelismo entre padre e hijo. Por ejemplo,

luego de recordar el episodio contado líneas arriba con motivo

de la entronización del “cachorro”, no faltaron algunos

telefonemas de los colaboradores del nuevo abanderado de la

Revolución “triunfante”. A mi hermano Alberto, corresponsal

de Excélsior en Xalapa, pretendieron convertirlo en correo:

—Dígale a Rafael —solicitó un testaferro infaltable— que

deje a un lado la vida privada. No se vale. La gente especula,

hila cabos sueltos...

—Él sólo contó lo del affair de don Miguel con la

exuberante europea. Ni una sola línea más.

—Pero... como la señora Magnani fue en su tiempo reina

universal de la belleza hay quienes se imaginan que...

—¿Lo aclaramos?

—Mejor déjelo como está. Pero, ¡no se vale!

(Tomás Marentes, por cierto, fue repudiado por los

yucatecos, quienes lo obligaron a renunciar a la gubernatura

dos años después de su infecunda asunción, perdidos el

respeto y el decoro elementales. Una noche, tras asistir el

virrey alemanista a una recepción, éste entró a su vehículo

que había sido, con la complicidad del chofer, cubierto con

estiércol por dentro y por fuera. Cuando se percató de la

afrenta, Marentes intentó reaccionar pero una turba le cerró

el paso gritando: “Campechano..., ¡come caca y bebe hüich” —

orín según el caló local—. Y, desde luego, Tomasito no

resistió más.)

El tabú de la vida privada es muy socorrido por cuantos

pretenden formalizar un nuevo status a partir de la confusión

o la ignorancia general. Que no se sepa el pasado, o lo menos

posible, para apostarle a la amnesia de un pueblo habituado a

aceptar consignas y candidatos con la mínima intervención. Y

se habla de modernidad al tiempo que se fustiga a quienes osan

superar las líneas preestablecidas tratando de encontrar las

claves para explicarnos la historia reciente del país. No hace

mucho, con motivo del escándalo sexual en la Casa Blanca

aireado por una becaria experta en habanos, me preguntaron

durante un diálogo radiofónico:

—¿En México no ha aparecido nunca una señorita como la ya

célebre Mónica Lewinsky?

—Abundan —respondí—. Sólo que aquí todo es soterrado,

oculto. Eso sí le digo: de haber operado en Los Pinos la

señorita Lewinsky ¡ya sería secretaria de Turismo!

Calculadora, fría, rabiosamente atractiva, Rosa Luz Alegría

es, en el escenario público nacional, el mejor escaparate de

lo que Margarita Michelena llamó “el nepotismo hormonal”.

Todos saben su historia: arrancó como compañera de Marcelino

Perelló, uno de los dirigentes estudiantiles del movimiento

de 1968, para aburguesarse después en los brazos de Luis

Echeverría Zuno, hijo del ex presidente, y confluir, de manera

automática como quien brinca de sexenio a sexenio, a las

gregarias heredades de José López Portillo, quien la encumbró

como la primera secretaria de Estado en la vida política de

México, precisamente como encargada del rubro turístico.

La dilecta funcionaría, al acercarse el fin de la

administración lópezportillista, cuando tantas lágrimas se

derramaron, incluyendo las del presidente en turno, a la par

con las devaluaciones y los saqueos de divisas, intentó

sumarse al carro de los adoradores del señalado sucesor,

Miguel de la Madrid, con los vuelos aristocráticos

característicos en la cerrada élite del priísmo, ayer, hoy y

por siempre.

—Miguel, ¿vas a necesitarme? —preguntó Rosa Luz, una y otra

vez, al ungido candidato con risueño acento y seductor

encanto.

—Ya hablaremos más adelante —respondió en cada ocasión el

aludido en tanto duró la influencia de la “ministra” a la

vera del presidente en funciones—. Te agradezco tu apoyo.

Y es que en cuestión de gustos y preferencias, don José y

don Miguel no coincidían. Así, mientras la señora Alegría

lanzaba anzuelos con el suave toque de la insinuación, los

“niños-sabios” de la política, con Carlitos Salinas de

Gortari a la cabeza y Emilio Gamboa Patrón como operador

natural, establecían nuevos parámetros y condiciones no del

todo ajenas al sinuoso devenir nacional. No fue extraño, en

tales condiciones, que la bella Rosa Luz fuera llevada al

ostracismo, infierno de los hombres públicos y las mujeres

brillantes, del que ya no pudo salir pese a que no pocos

admiradores intentaron rescatarla. La aventura terminó, pero

echó raíces.

Siguiendo con la secuela, Dulce María Sauri Riancho de

Sierra, matrimoniada con uno de los antiguos cabecillas de

aquella inolvidable “Liga 23 de Septiembre” promotora del

terrorismo en escala mayor, fue elevada al gobierno interino

de Yucatán, tras una asonada contra Víctor Manzanilla

Schaffer dirigida desde la mansión presidencial de

Chapultepec, el 14 de febrero de 1991, el empalagoso “día

del amor y la amistad”. En cada extremo un rumor: en la

órbita nacional, la cercanía indudable con Salinas de

Gortari; en el plano peninsular, su afinidad con el cacique

Víctor Cervera quien, años atrás durante su primer

interinato —1984-1988—, solía presumir de su “conquista”

más lucidora:

—Permítanme un momento —interrumpía con frecuencia la audiencia

del día, sin importar la jerarquía de los

interlocutores—. Me llama Dulce —por esos días en condición

de presidenta del PRI estatal.

Y cuando el gobernador retornaba a la reunión, pasada una

media hora, aparecía abotonándose la alba y arrugada

guayabera.

—¿Contento, mi gobernador?

—Bueno... ya cumplí con mis otros deberes. Podemos seguir

salvando a Yucatán.

En el Palacio de Gobierno, claro, Cervera habilitó su propia

alcoba porque, según sus razonamientos, laboraba las

veinticuatro horas. Y, entre turno y turno, espaciaba citas y

encuentros con Baco. Folclor, le llaman algunos; abyección,

otros. Porque el insustituible señor del Mayab jamás se ha

detenido, en aras de su permanencia, ni en faldas ni en

pantalones, para decirlo con claridad. Se deja querer mientras

ello le reditúe. Como cuando caminó, estrechándose a lo largo

del hangar oficial en el aeropuerto de Mérida, con un

pletórico doctor Ernesto Zedillo Ponce de León quien

reivindicó el cacicazgo, sepultando al espíritu del

Constituyente, por pura simpatía:

—Gobernaré con Cervera hasta el año 2000.

Para Víctor, “el balo”, intocable como otras figuras claves

entremezcladas con la mafia y la cofradía, drogas y manos

caídas de por medio, la sentencia resultó infeliz por lo

perentoria. Y volteó a mirar al presidente como diciendo:

—Tú te irás, yo me quedo.

Lo mismo pensó Rosa Luz... y se fue. Los que permanecen,

cubriéndose las espaldas, son cuantos conocen los secretos

mejor guardados por el sistema, digo, por el gobierno. Porque

es amortiguando a la verdad, convirtiéndola en media mentira,

por discreción se entiende, como es posible venderle al pueblo

de México la imagen de la familia feliz, tan limpia que puede

renovarse cada seis años sin perder, desde luego, los hilos

conductores.

¿Cuáles son tales misterios y tales vasos comunicantes? De

eso se trata el libro que tienen ustedes, amables lectores, en

sus manos. Anímense a proseguir con la lectura.
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