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L O S ESCÁNDALOS Un ensayo donde los culpables de los desórdenes políticos tienen nombre y apellido LOS ESCÁNDALOS Un ensayo donde los culpables de los desórdenes políticos tienen nombre y apellido © 1999, Rafael Loret de Mola D.R. © 1999 por EDITORIAL GRIJALBO, S.A. de C.V. (Grijalbo Mondadori) Calz. San Bartolo Naucalpan núm. 282 Argentina Poniente 11230 Miguel Hidalgo, México, D. F. Este libro no puede ser reproducido, total o parcialmente, sin autorización escrita del editor. ISBN 970-05-1166-9 IMPRESO EN MÉXICO Expiación La obra que el lector tiene en sus manos, retrato fiel de lo que he visto, vivido y asimilado en los años recientes, debió encuadrarse bajo un título distinto. El original señalaba: Hijos de perra. Pero no pudo ser. Todavía algunas resistencias, no imputables a los editores, siempre generosos con este autor, detuvieron la exclamación enérgica intentando atemperar, sin lograrlo, el filo de nuestra pluma, recurso legítimo de un escritor contra la inaudita prolongación de la barbarie política. Un capítulo, el último, recibió el bautizo acaso para redimirnos a todos del pecado original. ¡Hijos de perra! es una expresión catártica; también un grito que surge de la impotencia. Durante varios lustros un puñado de periodistas críticos, a quienes se han sumado otros que sólo se animan a cuestionar cuando tienen garantizado su status, hemos señalado, acusado, denunciado, a los grandes detractores de la vida nacional. A cambio, sin más razonamientos que la aviesa prepotencia, algunos de los peores vástagos del sistema perviven. ¿No es válido, entonces, alzar la voz contra ellos? Siquiera ese derecho, la sanción social, debe prevalecer contra la oleada de lacayunerías. Los servidores de la jauría política, bajo el camuflaje de un cuestionable profesionalismo, dirán que, a falta de argumentos, caemos en la injuria fácil. Nada más alejado de este libro, como podrá corroborar el lector si se anima a traspasar esta antesala. Sucede que también el espíritu se inflama ante el espectáculo oscuro de la inmoralidad pública y del continuismo que rebasó ya el linde de lo grotesco. ¿Qué hacer cuando, a despecho de infinidad de cuestionamientos jamás respondidos de manera cabal, un ex gobernador ligado al narcotráfico se asume como precandidato presidencial? En idéntica perspectiva, un personero de la peor mafia de nuestro tiempo, viola la Constitución y se reelige; y otros más, protegidos siempre por el gran poder contemporáneo, sólo sonríen cuando son descubiertos. Todos se saben usufructuarios de la mayor impunidad concebible; y cada uno, en su esfera, recibe a diario la bendición presidencial. Pero, ¿merecen ser tratados con la consideración de los eufemismos? Por ello el calificativo con el que cerramos los expedientes del herido México actual acierta y sacude aun cuando no falten los hipócritas que desdeñen lo aquí asentado alegando un jubileo de la vulgaridad... como si sus castos oídos fueran ajenos al festín de inmundicias en que se ha convertido cada sucesión sexenal y cada nuevo, contaminado pasaje político, incluyendo los episodios criminales. A los de piel delicada y manos largas bien les valdría sorprenderse por la prolongada manipulación de la casta gobernante y no por el clamor rotundo, fruto del dolor contenido ante la observación directa, de un periodista que se precia de ser incontrolable. A esos hijos de perra, los saludo también. RAFAEL LORET DE MOLA 1. Los secretos —Peligrosa tesis, Rafael. Peligrosa tesis. Octubre de 1991, ciudad de México. En el despacho del titular de la Secretaría de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, no parece haber lugar para las divagaciones; la política es concreta, recia, inapelable. Cuenta la historia que el connotado veracruzano con quien dialogo es un hombre con “mano firme” forjado al calor de las tareas policíacas, pero ni su apariencia ni su suave acento responden al estereotipo de los autócratas. Delgado, con rostro apacible en el que sólo sobresale un discreto pero bien recortado bigote, don Fernando filosofa en territorio propio: —Insinuar que el presidente de la República sea capaz de postular a su hermano para que le suceda en el ejercicio del poder me parece, francamente, temerario. —Es ficción, don Fernando. La trama se desarrolla en una nación imaginaria que no necesariamente coincide con México. —Usted y yo sabemos cuáles son los móviles, Rafael. Ponga las ideas a reposar y tranquilícese. Ya verá que las cosas irán componiéndose. Días difíciles aquellos para los periodistas mexicanos. Lo han sido todos desde el arribo de la nueva clase tecnopolítica y bajo el peso de la acotada “libertad” de expresión que, cada año, reúne más cadáveres en torno a las mesas de celebración. Un duelo simulado con el antifaz de la verdad mediatizada. Porque ningún crítico independiente, que lo sea en serio, ha dejado de percibir, en carne propia y en mayor o menor grado, la sinrazón represiva del “sistema”; y en aquella jornada tenía yo plena conciencia del hecho. —Vengo a verlo —le dije a Gutiérrez Barrios— porque, a mi regreso del viaje que contra mi voluntad usted me impuso, encontré todas las puertas cerradas. Tengo etiqueta de periodista incómodo, indeseable en los medios acostumbrados a lucrar con sus relaciones con el gobierno. —Nada tenemos que ver en eso —respondió el “ministro”—. Yo no soy director de periódicos ni accionista de ninguna estación de radio. ¿Qué va usted a hacer? La pregunta, en sí, era una invitación al quebranto moral; un desafío con un severo handicap en contra. No parecía haber salidas, pero encontré una: —Usted me ofreció que no intervendría para bloquear mi reincorporación a mis medios habituales. Y no ha sido así, don Fernando. Pero voy a seguir escribiendo... —¿En dónde, Rafael? —Haré un libro para exhibir nuestra realidad y proyectar posibles desenlaces. Creo saber cuál será el derrotero de Carlos Salinas de Gortari: conservar su influencia sin necesidad de reelegirse. —Tranquilícese, Rafael. Por su bien. La tensa audiencia, solicitada por mí para exigir respeto y las garantías mínimas, no se apartó de las cortesías habituales: —En su momento, Rafael, le acercaré al “bueno”. —Eso quiere decir que no lo será usted, don Fernando. ¿A quién le apuesta? ¿A Manuel Camacho o a Luis Donaldo Colosio? —Es un buen amigo suyo. Y eso obra en su favor. Tiempo atrás, en los prolegómenos de la sucesión de Miguel de la Madrid, a quien diseccioné en toda su amplia mediocridad —Radiografía de un presidente, Grijalbo, 1987—, Carlos Hank González, temido por unos y endiosado por otros, me advirtió solemne: —Recuerde: en este país un periodista y un político pueden sobrevivir siendo adversarios de un régimen; jamás si lo son de dos seguidos. El estigma de la corrupción alcanza a todos. Y no faltan quienes pontifican, erigiéndose en paladines de la honestidad sin enseñar las manos sucias. Son tantas las evidencias sobre la indigna cohabitación de los informadores con los gobernantes que a todos nos llegan las sospechas. —¿Cuáles son sus “fuentes”? —me cuestionó un locutor radiofónico en Guadalajara—. Se dice que Gutiérrez Barrios y Hank están detrás de usted... —Nadie se ha atrevido a responderme —contesté—, ni he sido objeto de juicios por difamación como otros colegas. Esto corrobora que no falto a la verdad. Sin embargo, usted duda sobre la autenticidad de mi trabajo. ¿Gutiérrez y Hank? Sí, muchas veces he dialogado con ellos. Debo hacerlo si pretendo contar con información de primera mano. Pero de ello a que sean mis promotores hay un abismo... —¿Entonces por qué no los ataca como a otros? —También los he cuestionado cuando ha sido necesario. Son dos figuras plenas de claroscuros. Puntualizo: no ataco, señalo; no ofendo, cuestiono. Los periodistas si no somos contrapesos de quienes ejercen el poder, perdemos nuestra razón de ser y fracturamos vocación y destino. —Pero con Hank y Gutiérrez Barrios es usted más tolerante... —Es un enfoque equivocado. A don Fernando lo he señalado como el operador represivo del sistema, sobre todo contra los periodistas; y de Hank he dicho, nada menos, que cada día son más las interrogantes acerca de sus presuntos vínculos con el narcotráfico y su condición de “número uno”. ¿Es poca cosa? El escepticismo tiene razón de ser porque nadie sabe, a ciencia cierta, hasta dónde se extienden los pantanos. ¿Cómo confiar en un comunicador cuando son tantos los episodios de los mercenarios convertidos en defensores a ultranza de sus amigos? A veces basta con la zalamería para cooptar a decenas de periodistas, incluso a algunos de los más intransigentes. Bien lo sabe, entre otros, José Antonio González Fernández, líder priísta por designio superior tal y como otrora sucedía durante las avasallantes monarquías europeas que ahora deambulan por el parlamentarismo. —El licenciado González Fernández le invita a desayunar en su despacho. ¿Tiene usted algún inconveniente? Él, como yo, es un buen lector de sus obras. Y quiere hacerle algunos comentarios. Hugo Arce, notable marqués de las relaciones públicas “a la mexicana”, oriundo de Guerrero, logró convidar y acercar a la mesa del jerarca priísta llamado a confrontar la dura contienda presidencial del año 2000, a más de 300 comunicadores, de distintas tendencias y orígenes, hasta convertirlo en una especie de discreto “ujier” al servicio del doctor Ernesto Zedillo Ponce de León. Arce no pudo continuar con su estratégica función: murió, en circunstancias extrañas, no investigadas suficientemente, en un accidente de carretera. Algunos de sus allegados creen que fue víctima de un atentado. Aventuro: podría haber dejado de ser útil, como ha sucedido con otros brillantes servidores del establishment. —Queremos homenajearlo —solicitó González Fernández—, editando un libro en su memoria con los testimonios de sus amigos. ¿Podrías sumarte a ellos? Pese a la simpatía que le tuve al infortunado Arce opté por abstenerme de participar en el tardío jubileo por una sencilla razón: mi trato con él fue siempre superficial, distante. Recuerdo, eso sí, que llevó dos veces a mi domicilio particular, obsequioso, sendas cajas conteniendo cecina guerrerense, excepcional por cierto, para subrayar una cercanía que, en realidad, no existió jamás. Pareciera que a los políticos mexicanos, napoleónicos por convicción, les basta aplicar la máxima del Emperador de Francia, conocedor profundo de la condición humana, sobre la lisonja incontestable: un homenaje, a veces, es más efectivo que un soborno. No son pocos los colegas que se dejan querer y aceptan, convencidos, algún padrinazgo como “puente” para evitar ser arrollados por las turbulentas aguas de la represión. Otros, los menos, aprovechan los escenarios del poder para medir e incluso conmover a los usufructuarios del mismo. A González Fernández, lo recuerdo bien, le dije un día: —No se puede entender la política mexicana, y a nuestros políticos, sin analizar a fondo dos vertientes terribles. —¿Cuáles? —apuró, inquieto, el institucional funcionario. —La infiltración del narcotráfico en la estructura gubernamental y el desarrollo exitoso de la “cofradía de la mano caída”. Porque la corrupción tiene, en nuestro país, una de estas dos connotaciones: los vínculos con los zares de la droga o el amafiamiento homosexual. González Fernández ignoró el comentario, aguardó unos segundos y continuó la conversación sin hilar palabra alguna con la última sentencia: —Me temo que el PRI —expresó González Fernández, entonces todavía en funciones de director general del ISSSTE, eludiendo la réplica—, ha perdido a varios de sus mejores ases. Y esto complica la sucesión presidencial. —El desprestigio no es gratuito —argüí—. Quienes se “quemaron” lo hicieron, en buena medida, por “méritos” propios. Analicemos, por ejemplo, el caso de Emilio Chuayffet Chemor. —Van quedando pocos —continuó González Fernández—. De plano sólo les veo condiciones a Francisco Labastida y Esteban Moctezuma. —¿Y los gobernadores? ¿Tú mismo? —El tiempo dirá... Gobernadores. Emilio Chuayffet Chemor, uno de los políticos con fama de sabios dentro del cuadro contemporáneo, dejó el gobierno del Estado de México, formularios legislativos de por medio —aguardó la “decisión” de su Congreso para aceptar el designio presidencial—, para encumbrarse como segundo secretario de Gobernación del régimen del doctor Ernesto Zedillo, una lista generosa que ya abarca a cuatro fugaces huéspedes del Palacio de Bucareli. El nombramiento recayó en el mexiquense, discípulo del connotado maestro Jesús Reyes Heroles, unos días después de que cesó a catorce policías estatales que protagonizaron un extraño conato de asalto contra el intocable jovencito Ernesto Zedillo Velasco en Tecamachalco. —Yo no seré secretario de Gobernación —me confió el propio Chuayffet dos semanas antes de la asunción presidencial del doctor Zedillo—. Hay muchas señales al respecto. —Algunas apuntan hacia aquí, ¿no? —Para nada. ¿Sabes una cosa? Esteban Moctezuma le profesa una gran simpatía a Manuel Bartlett. Su trato es directo. Tú sabes que Esteban es el hombre clave, el que le lleva la agenda al presidente electo. —¿Y eso qué significa, Emilio? —Que Bartlett regresará al despacho de Bucareli. Moctezuma es el enlace entre él y el doctor Zedillo. Ya está todo decidido. Días después la incógnita se despejó: en efecto Chuayffet permaneció en la sede gubernamental del Estado de México y Moctezuma ocupó la titularidad de Gobernación. Bartlett, contra la apuesta del inquieto Emilio, fue sólo el testigo más cercano... o eso aparentó, desde luego. ¡Ah! Desde tiempo atrás, Javier Moctezuma Barragán, hermano de Esteban, estrechó cercanías y colaboraciones con el controvertido Manuel, encumbrado en la época gris (sobre todo en materia política) de Miguel de la Madrid —1982-1988—, hasta convertirse en el hombre de todas sus confianzas. La suerte parecía echada. Sin embargo, los desaciertos de Moctezuma se aunaron al talentoso proceder de Chuayffet para perseguir y castigar a los patrulleros voraces que importunaron al hijo del presidente en jurisdicción mexiquense. —No me explico —comenté a un encumbrado elemento de la Policía Judicial Federal—, en dónde estaban los custodios del muchacho. Me da la impresión de que éstos son sus peores enemigos... a veces lo comprometen, como cuando agredieron salvajemente a un universitario en la discoteca Lady'O de la ciudad de México, y en otras ocasiones lo dejan solo. —No en este caso. El chamaco les ordenó que se rezagaran... porque él quería estar a gusto, sin testigos. —Es natural a su edad, ¿no? —Depende. El primer junior estaba acompañado de un amigo. Dijo que quería conversar a sus anchas. —Eso fue lo que vieron los patrulleros entonces. Y de ahí la extorsión... —Imagínese: dos chamacos en un carro deportivo de lujo. Dinero seguro. Nunca imaginaron cuál era la alcurnia de los personajes. —Y, por supuesto, Chuayffet aprovechó políticamente la oportunidad. Tapar un incidente como éstos tiene muy amplias recompensas. Así funciona el sistema. Lo cierto es que Emilio Chuayffet llegó a la ansiada antesala presidencial, la Secretaría de Gobernación, unos meses después de haber sido eliminado en la búsqueda de un sitio en el gabinete. Al tiempo de que Esteban Moctezuma salió disparado hacia una terapia en Houston, el inteligente Emilio se preparó para ascender el último peldaño dejando encargado de la gubernatura desdeñada, la de una de las entidades más ricas de la República, al imberbe César Camacho Quiroz, un treintañero con escasa experiencia, salvo la anotada en la intimidad, y de cuyos vínculos nadie dudaba por evidentes. El amafiamiento en todas las direcciones. En permanente actitud de pose, engolando la voz y con el cuerpo rígido amén de la mirada pretendidamente altiva, Camacho Quiroz no pudo hilvanar una sola frase cuando me dirigí a él en el despacho de Emilio Gamboa Patrón, otra de las grandes figuras controvertidas en el manejo de los pasajes turbios y las relaciones inconfesables: —¿Cómo le va, señor gobernador?—saludé. —Bien, muy bien... —Aquí nos tiene escudriñando... ¿usted también? —Ja, ja... pues, no. Visitando a los amigos, nada más. Gamboa Patrón, habilidoso en todo momento, me pidió que pasara a su despacho antes de despedirse de César Camacho. Como cada llamada suya, en ocasiones sin motivo, me sorprendió por la premura. Días después, Gamboa Patrón, quien fuera estrecho secretario privado de Miguel de la Madrid durante todo el oscuro sexenio de éste, reclamaría a través del insustituible teléfono celular: —No me ventanees, por favor. Somos amigos, ¿no? —¿A qué te refieres? —Volviste a citar lo de Marcelita Bodenstedt. ¿Para qué? —Es un episodio que debe ser investigado. Faltan explicaciones no sólo acerca del espionaje manifiesto sino de los nexos entre ella, la mafia y los hombres del poder. —Pero... ya me creaste otro problema familiar. ¿Es necesario? —¿Quieres responder? —Mejor déjalo de ese tamaño. Marcelita, la presunta “novia” del franco-español Joseph Marie Córdoba Montoya, eminencia gris del periodo presidencial de Carlos Salinas de Gortari —1988-1994—, es todavía un serio dolor de cabeza para quienes la conocieron y la introdujeron a la intransitable cúpula del mando político. La rubia mujer, de formas espectaculares y rostro indefinido, fue ofrecida en bandeja a Gamboa Patrón por otro Emilio: el inversionista Díaz Castellanos, multimillonario yucateco a quien se privilegió con las disponibilidades del lapidario Fondo Bancario de Protección al Ahorro y ahora intocable en su calidad de incondicional de su triunfante socio, precisamente el llamado “chupón” Gamboa Patrón —el apodo responde a una característica peculiar: desde niño estaba “pegado a la botella” según la jerga propia de sus paisanos. —Pero yo no sé por qué se me señala a mí —pretendió defenderse Gamboa durante su breve tránsito por la Lotería Nacional—. Marcela fue la novia de Córdoba y es él, en todo caso, quien debiera responder. Lo que es evidente es la oscuridad del pasaje. Comprobada la relación de la señora Bodenstedt con el célebre “cártel del Golfo”, encabezado por el aprehendido Juan García Ábrego, las “investigaciones” cesaron al publicitarse varias cintas grabadas, muy comprometedoras, conteniendo una llamada telefónica del presidente Salinas a su operador Córdoba Montoya, precisamente a la casa de Marcelita, y otra más, empalagosa y cursi, entre éste y la rubia. —El “doctor” Córdoba —cuenta un confidente del mismo—, mató dos pájaros con una misma pedrada: amagó con ampliar la información respecto a los vínculos degradantes del sistema... y puso distancia de por medio acerca de su presunta homosexualidad. —Bueno, ahora se habla de bisexualidad... —Ya va por menos, ¿no cree usted? Narcotráfico y cofradía. Alguno de estos dos elementos, o la combinación de ambos, resulta consustancial al político mexicano “del sistema”. Pocos, dadas las circunstancias, son ajenos a tal condicionante. Vicente Fox Quezada, el guanajuatense que abrió el juego de la carrera sucesoria constituyéndose en el protagonista de la más larga campaña presidencial de la historia, no pudo evitar un sobresalto cuando, en la presentación de El gran simulador—Grijalbo, 1998—, aventuré: —¿Cuántos gobernadores tienen la mano metida en el narcotráfico? Sólo por eso se sostienen. —Aclara —interrumpió Fox— que no son todos; no vaya a ser el diablo. —Me parece —complací la petición— que el gobernador de Guanajuato no cojea de este pie. No pueden decir lo mismo, entre otros, Manuel Bartlett, quien terminó su mandato en Puebla para sumarse febrilmente a una frustrante precampaña por la candidatura priísta a la primera magistratura, y Víctor Cervera Pacheco, el yucateco que truncó el espíritu del Constituyente, al reelegirse, en un personal festín de ilegalidad bajo el signo de la política rupestre. Son inexplicables la altanería y suficiencia de Bartlett cuando sobre él, pese a cuanto diga para esbozar una rutinaria defensa retórica, recalan todas las sospechas imaginables. Antonio Gárate Bustamante, cuando servía a la DEA estadounidense y tras la publicación de Secretos de Estado — Grijalbo, 1994—, me confió abiertamente: —No sabe usted cuántas veces hemos pensado en actuar tal y como usted sugiere en su libro. Sólo que lo suyo es una supuesta novela y lo nuestro una realidad aplastante. En la obra de referencia los “marines” estadounidenses, sumados a los agentes de la inefable DEA, invaden “Los Querubines” y apresan al mandatario de la entidad. En Puebla, los estadounidenses extremaron su presencia y optaron por la discreción diplomática en espera de ciertos acomodamientos “naturales”. Y así, Bartlett llegó al extremo de autopostularse “para la grande” esgrimiendo bravatas y eludiendo los argumentos. Por ejemplo, en una reunión con cuarenta periodistas, Mario Rosales Betancourt, colaborador de la Organización Editorial Mexicana y del diario La Afición, le espetó: —Usted dice que sólo levanta sospechas por el caso Buendía, las implicaciones de José Antonio Zorrilla, y sus presuntos contactos con la mafia; y que ya ha contestado a todo, superando la maledicencia. Pero hay más: por ejemplo, el crimen contra Carlos Loret de Mola en 1986. —¡Ah! —replicó con un dejo de sorna—, eso es sólo una novela muy bien comercializada por su hijo. La realidad es otra: el señor Loret iba muy alegre con una novia y se accidentó. Le respondí, por supuesto, desafiándolo: si tal es su seguridad respecto a la versión oficial por él fabricada cuando fungía como secretario de Gobernación, estoy presto a una confrontación de pruebas de cara a la opinión pública; porque cada hipótesis por él sostenida, intentando siempre ensuciar a la víctima como es rutina de los hijos del sistema, ha sido ampliamente analizada y superada —Denuncia. Presidente sin palabra, Grijalbo, 1995—. En cambio, pese a su socorrida prepotencia, el señor Bartlett no ha podido desligarse de las mayores acusaciones: —Te va a denunciar, Rafael —me puso al tanto Gustavo Armenta, director de la revista 7Cambio—. Parece que en una entrevista radiofónica te excediste y ya tienen la grabación en Puebla. Bartlett está furioso y dice que es su oportunidad. —Pues que proceda, Gustavo. Quizá en tribunales él corra más riesgos que yo. Sucedió que al finalizar la presentación de Galería del poder— Océano, 1996—, en la Calesa de Londres, un reportero solicitó que ampliara mis señalamientos en relación con el entonces gobernador de Puebla. Agregué a lo ya expresado: —En Estados Unidos hay expedientes suficientes que prueban la vinculación de Bartlett con el narcotráfico. Me pregunto por qué ninguna autoridad mexicana siquiera investiga al respecto. ¿Será acaso porque la suciedad llega muy arriba? —¿Usted cree que sea miembro de la mafia? —Todo indica que sí. Desde luego los consejeros jurídicos de Manuel Bartlett lo convencieron para que limitara sus rabietas e ignorara el pasaje. No procedieron como habían insinuado buscando, torpemente, amedrentarme. Y, al callar, concedieron. Considerando esta circunstancia es obvio que la precipitada autonominación del personaje, mucho antes de que finalizara su responsabilidad en la sacrificada Puebla, convulsionada por las catástrofes naturales y la corrupción que impide siquiera contar con recursos para sortear los dramas previsibles, respondió a un propósito medular: proteger y defender los intereses de la peor mafia de todos los tiempos con el país como rehén. Las historias se conectan. Cuando Bartlett pretendió lanzarse a su primer fallido abordaje presidencial, en el último tramo del malhadado sexenio de Miguel de la Madrid, pidió al entonces delegado apostólico, Girolamo Prigione, su intervención: —Excelencia... necesito casarme por la Iglesia. —Eso está muy bien, señor secretario. ¿Quiere usted que yo oficie el matrimonio? —Más que eso. Antes es necesario que la Santa Sede anule el primer matrimonio de mi esposa. Sólo así quedaría libre para el enlace religioso, según entiendo. —Usted sabe que eso es bastante complicado y depende de condiciones diversas; por ejemplo, de si la peticionaria, en este caso, tuvo o no descendencia. —Pero, ¿podrá arreglarse? —Por la importancia del caso, creo que sí. Y Bartlett obtuvo la bendición no sólo del alto prelado mencionado sino también del jefe del Estado Vaticano. Como padrinos le acompañaron, entre otros, el presidente De la Madrid y su influyente secretario privado Emilio Gamboa Patrón. Por cierto, también éste, institucional según solía decir, se acercó a Prigione por aquellas fechas: —Voy a bautizarle a su hijo —me confió el inteligente religioso italiano, quien ahora vive en Alessandria en su Piamonte natal—. Pero me extraña que no sea Bartlett el padrino. —¿Quién es el señalado, excelencia? —El “ministro” de Programación, Carlos Salinas de Gortari. Por cierto, éste es el único de los posibles precandidatos a la presidencia que no me ha visitado. Dicen que está muy influenciado por un tío suyo, Elí de Gortari, muy liberal y anticlerical. Es lamentable porque su madre es muy buena cristiana. Pobrecito: debe haber tenido un serio conflicto de conciencia. Boda y bautizo se celebraron en la mayor intimidad... con cruzadas señales políticas. Pero el acercamiento con la jerarquía eclesiástica no fue óbice para que el propio Prigione, en presencia de un primo hermano de Gamboa Patrón, mi ex cuñado José Patrón Juanes, me revelara de modo sorprendente: —Me informaron que el presidente De la Madrid tiene un rincón privado en la calle contigua al hotel Camino Real. Ahí celebra sus fiestecitas y le acompañan siempre su secretario Emilio Gamboa y el señor Salinas de Gortari. —¿Ellos solos? —Así me lo han dicho. Un poco extraño, ¿no? Su primo Pepe aguardó a que Prigione se retirara para, sin ocultar su ansiedad, consultarme: —Monseñor sabía de mi parentesco con Emilio. Se lo dijiste cuando me presentaste. Ni modo que no lo tuviera en cuenta. —Quizá Prigione quería que tú escucharas la versión... para medir la capacidad de respuesta de Emilio. —¿Se lo cuento a mi primo? —Ésa es tu decisión. No es casualidad que la consolidación de “cárteles” y “capos” se diera durante el lapso delamadridiano, ni que en la misma época los rumores acerca de las singularidades de conducta de varios funcionarios amafiados revelaran los perversos hilos conductores. El capítulo de las amantes influyentes, cuya cúspide es Rosa Luz Alegría, ex secretaria de Turismo entronizada por el seductor José López Portillo a su paso por la presidencia —1976-1982—, cedió ante la presencia de los jovencitos de finas maneras y remilgados en las antesalas claves. La costumbre se iría acrecentando. Una muestra. Unos días después de la designación de Otto Granados Roldan, responsable de la imagen periodística del doctor Carlos Salinas en su primera etapa presidencial, como candidato del PRI al gobierno de Aguascalientes, visité a José Carreño Carlón, quien ocupó el lugar del primero en la Dirección de Comunicación Social en la sede de Los Pinos, la casona usurpada a Chapultepec para solaz de los jefes de Estado. —Oiga, don José —le comenté—. Me parece que le han dejado alguna herencia. —¿Por qué lo dice? —Por los chamaquitos esos que tiene usted por doquier. No los habrá traído usted, ¿verdad? Sinceramente causan una impresión no muy grata: parece obsesivo su amaneramiento. ¿No lo ha percibido? —Pondré más atención —respondió, incómodo. Los ujieres singulares no se fueron. Un toque de distinción para muchos si asumimos la réplica quejumbrosa de Salvador Novo, el extinto primer cronista de la ciudad de México, cuando reprochó a sus comensales por sus conquistas femeninas: —Ay sí, muy hombrecitos, ¿no? Presumen por seducir a unas chiquillas tontas. Lo difícil, lo de hombres... ¡es enamorar soldados! Nuestros políticos son sofisticados, sin duda. Tanto que no se detienen ante los desafíos, digamos, internacionales. Una muestra: durante el periodo de Miguel Alemán Valdés —1946- 1952— el campechano Tomás Marentes, a la sazón director de la Lotería Nacional, la gran “caja chica” de los presidentes, ideó una brillante manera de acceder a la gubernatura de Yucatán pese a no ser yucateco y con cierto ánimo de revancha regionalista: —Señor, quiero hacerle un regalito —le dijo Marentes al “primer mandatario”—. No me lo tome a mal: es sólo para demostrarle mi afecto y mi admiración. —Vamos a ver, Tomasito. ¿De qué se trata? —Le suplicaría que me obsequiara parte de su tiempo, señor presidente. Quizá esta misma tarde cuando su agenda lo permita. —¿Y por qué la urgencia, Tomasito? —Bueno... usted me entenderá cuando descubra la sorpresita, señor. —Suena muy misterioso. Pero, en fin, te daré gusto. Pasa por mí a las diez de la noche. Marentes preparó el terreno a conciencia. Antes de la cita con el jefe del país se esmeró por entregar otros “cariñitos”, autos último modelo incluidos, a cada uno de los miembros de la “primera familia” y muy especialmente a Miguelito, el “cachorro”... de la Revolución. Llegada la hora, el diligente funcionario condujo al presidente Alemán hacia una espléndida residencia ubicada en las Lomas de Chapultepec. —Es suya, señor. —¡Pero, Tomasito! ¡Es una barbaridad! —¿Le agrada, señor presidente? —Desde luego, querido amigo. —Aquí están las llaves señor. ¡Ah! Y lo mejor está adentro. —Me imagino que te habrás esmerado en la decoración. Con tu buen gusto, claro. —Algo más que eso, señor. Pase usted y, por favor, suba a la recámara principal. —¿Qué tienes escondido ahí, Tomasito? Si me gusta... los yucatecos tendrán un gobernador de lujo. —Será un honor, señor. El mandatario, sonriente y ansioso, aceptó llaves y buenos deseos, abrió la puerta de la casona y subió las escaleras de dos en dos, como lo había hecho en la vida pública. El hallazgo, desde luego, no pudo ser mejor: en la alcoba le aguardaba, nada menos, una espléndida rubia europea, ganadora de varios certámenes de belleza y llena de vida y pasión. Tomasito Marentes, claro, fue nominado candidato a gobernador —y asumió el cargo por supuesto—, y la joven dama tuvo a sus pies un reino. Por cierto, tiempo después, Miguelito, el heredero del alemanismo y actual gobernador de Veracruz, contrajo nupcias también con una triunfadora: la “Miss Universo” Christianne Magnani (Martell es su nombre artístico) quien ancló para siempre entre los mexicanos. Todavía hoy, cuando la distinguida señora está por encima de suspicacias, los asesores del mandatario veracruzano se incomodan cuando se habla del indiscutible paralelismo entre padre e hijo. Por ejemplo, luego de recordar el episodio contado líneas arriba con motivo de la entronización del “cachorro”, no faltaron algunos telefonemas de los colaboradores del nuevo abanderado de la Revolución “triunfante”. A mi hermano Alberto, corresponsal de Excélsior en Xalapa, pretendieron convertirlo en correo: —Dígale a Rafael —solicitó un testaferro infaltable— que deje a un lado la vida privada. No se vale. La gente especula, hila cabos sueltos... —Él sólo contó lo del affair de don Miguel con la exuberante europea. Ni una sola línea más. —Pero... como la señora Magnani fue en su tiempo reina universal de la belleza hay quienes se imaginan que... —¿Lo aclaramos? —Mejor déjelo como está. Pero, ¡no se vale! (Tomás Marentes, por cierto, fue repudiado por los yucatecos, quienes lo obligaron a renunciar a la gubernatura dos años después de su infecunda asunción, perdidos el respeto y el decoro elementales. Una noche, tras asistir el virrey alemanista a una recepción, éste entró a su vehículo que había sido, con la complicidad del chofer, cubierto con estiércol por dentro y por fuera. Cuando se percató de la afrenta, Marentes intentó reaccionar pero una turba le cerró el paso gritando: “Campechano..., ¡come caca y bebe hüich” — orín según el caló local—. Y, desde luego, Tomasito no resistió más.) El tabú de la vida privada es muy socorrido por cuantos pretenden formalizar un nuevo status a partir de la confusión o la ignorancia general. Que no se sepa el pasado, o lo menos posible, para apostarle a la amnesia de un pueblo habituado a aceptar consignas y candidatos con la mínima intervención. Y se habla de modernidad al tiempo que se fustiga a quienes osan superar las líneas preestablecidas tratando de encontrar las claves para explicarnos la historia reciente del país. No hace mucho, con motivo del escándalo sexual en la Casa Blanca aireado por una becaria experta en habanos, me preguntaron durante un diálogo radiofónico: —¿En México no ha aparecido nunca una señorita como la ya célebre Mónica Lewinsky? —Abundan —respondí—. Sólo que aquí todo es soterrado, oculto. Eso sí le digo: de haber operado en Los Pinos la señorita Lewinsky ¡ya sería secretaria de Turismo! Calculadora, fría, rabiosamente atractiva, Rosa Luz Alegría es, en el escenario público nacional, el mejor escaparate de lo que Margarita Michelena llamó “el nepotismo hormonal”. Todos saben su historia: arrancó como compañera de Marcelino Perelló, uno de los dirigentes estudiantiles del movimiento de 1968, para aburguesarse después en los brazos de Luis Echeverría Zuno, hijo del ex presidente, y confluir, de manera automática como quien brinca de sexenio a sexenio, a las gregarias heredades de José López Portillo, quien la encumbró como la primera secretaria de Estado en la vida política de México, precisamente como encargada del rubro turístico. La dilecta funcionaría, al acercarse el fin de la administración lópezportillista, cuando tantas lágrimas se derramaron, incluyendo las del presidente en turno, a la par con las devaluaciones y los saqueos de divisas, intentó sumarse al carro de los adoradores del señalado sucesor, Miguel de la Madrid, con los vuelos aristocráticos característicos en la cerrada élite del priísmo, ayer, hoy y por siempre. —Miguel, ¿vas a necesitarme? —preguntó Rosa Luz, una y otra vez, al ungido candidato con risueño acento y seductor encanto. —Ya hablaremos más adelante —respondió en cada ocasión el aludido en tanto duró la influencia de la “ministra” a la vera del presidente en funciones—. Te agradezco tu apoyo. Y es que en cuestión de gustos y preferencias, don José y don Miguel no coincidían. Así, mientras la señora Alegría lanzaba anzuelos con el suave toque de la insinuación, los “niños-sabios” de la política, con Carlitos Salinas de Gortari a la cabeza y Emilio Gamboa Patrón como operador natural, establecían nuevos parámetros y condiciones no del todo ajenas al sinuoso devenir nacional. No fue extraño, en tales condiciones, que la bella Rosa Luz fuera llevada al ostracismo, infierno de los hombres públicos y las mujeres brillantes, del que ya no pudo salir pese a que no pocos admiradores intentaron rescatarla. La aventura terminó, pero echó raíces. Siguiendo con la secuela, Dulce María Sauri Riancho de Sierra, matrimoniada con uno de los antiguos cabecillas de aquella inolvidable “Liga 23 de Septiembre” promotora del terrorismo en escala mayor, fue elevada al gobierno interino de Yucatán, tras una asonada contra Víctor Manzanilla Schaffer dirigida desde la mansión presidencial de Chapultepec, el 14 de febrero de 1991, el empalagoso “día del amor y la amistad”. En cada extremo un rumor: en la órbita nacional, la cercanía indudable con Salinas de Gortari; en el plano peninsular, su afinidad con el cacique Víctor Cervera quien, años atrás durante su primer interinato —1984-1988—, solía presumir de su “conquista” más lucidora: —Permítanme un momento —interrumpía con frecuencia la audiencia del día, sin importar la jerarquía de los interlocutores—. Me llama Dulce —por esos días en condición de presidenta del PRI estatal. Y cuando el gobernador retornaba a la reunión, pasada una media hora, aparecía abotonándose la alba y arrugada guayabera. —¿Contento, mi gobernador? —Bueno... ya cumplí con mis otros deberes. Podemos seguir salvando a Yucatán. En el Palacio de Gobierno, claro, Cervera habilitó su propia alcoba porque, según sus razonamientos, laboraba las veinticuatro horas. Y, entre turno y turno, espaciaba citas y encuentros con Baco. Folclor, le llaman algunos; abyección, otros. Porque el insustituible señor del Mayab jamás se ha detenido, en aras de su permanencia, ni en faldas ni en pantalones, para decirlo con claridad. Se deja querer mientras ello le reditúe. Como cuando caminó, estrechándose a lo largo del hangar oficial en el aeropuerto de Mérida, con un pletórico doctor Ernesto Zedillo Ponce de León quien reivindicó el cacicazgo, sepultando al espíritu del Constituyente, por pura simpatía: —Gobernaré con Cervera hasta el año 2000. Para Víctor, “el balo”, intocable como otras figuras claves entremezcladas con la mafia y la cofradía, drogas y manos caídas de por medio, la sentencia resultó infeliz por lo perentoria. Y volteó a mirar al presidente como diciendo: —Tú te irás, yo me quedo. Lo mismo pensó Rosa Luz... y se fue. Los que permanecen, cubriéndose las espaldas, son cuantos conocen los secretos mejor guardados por el sistema, digo, por el gobierno. Porque es amortiguando a la verdad, convirtiéndola en media mentira, por discreción se entiende, como es posible venderle al pueblo de México la imagen de la familia feliz, tan limpia que puede renovarse cada seis años sin perder, desde luego, los hilos conductores. ¿Cuáles son tales misterios y tales vasos comunicantes? De eso se trata el libro que tienen ustedes, amables lectores, en sus manos. Anímense a proseguir con la lectura. |