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LA REVOLUCIÓN ANTE LA ESTRUCTURA DE LA IMPOTENCIA La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados Unidos en el cliente principal del azúcar de las Antillas. Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio de Cuba, le vendían y le compraban más que España, aunque la isla era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos (27 Leland H. Jenks, Nuestra colonia de Cuba, Buenos Aires; 1960). Las principales calles de La Habana, fueron empedradas con bloques de granito de Boston. Cuando despuntaba el siglo xx se leía en el Louisiana Planter: «Poco a poco, va pasando toda la isla de Cuba a manos de ciudadanos norteamericanos, lo cual es el medio más sencillo y seguro de conseguir la anexión a los Estados Unidos». En el Senado norteamericano se hablaba ya de una nueva estrella en la bandera; derrotada España, el general Legnard Wood gobernaba la isla. Al mismo tiempo pasaban a manos norteamericanas las Filipinas y Puerto Rico. «Nos han sido otorgados por la guerra –decía el presidente McKinley incluyendo a Cuba-, y con la ayuda de Dios y en nombre del progreso de la humanidad y de la civilización, es nuestro deber responder a esta gran confianza». (28 Puerto Rico, otra factoría azucarera, quedó prisionero. Desde el punto de vista norteamericano, los puertorriqueños no son suficientemente buenos para vivir en una patria propia, pero en cambio sí lo son para morir en el frente de Vietnam en nombre de una patria que no es la suya. En uncálculo proporcional a la población, el «estado libre asociado» de Puerto Rico tiene más soldados peleando en cl sudeste asiático que cualquier otro estado de los Estados Unidos. A los puertorriqueños que resisten el servicio militar obligatorio en Vietnam se les envía por cinco años a las cárceles de Atlanta. Al servicio militar en filas norteamericanas se agregan otras humillaciones heredadas tic la invasión de 1898 y benditas por ley (por ley del Congreso de los Estados Unidos). Puerto Rico cuenta con una represeniación simbólica en el Congreso norteamericano, sin voto y prácticamente sin voz. A cambio de este derecho, un estatuto colonial: Puerto Rico tenía, hasta la ocupación norteamericana, una moneda propia y mantenía un próspero comercio con los principales mercados. Hoy la moneda es el dólar y los aranceles de sus aduanas se fijan en Washington, donde se decide todo lo que tiene que ver con el comercio exterior e interior de la isla. Lo mismo ocurre con las relaciones exteriores, el trasnporte, las comunicaciones, los salarios y las condiciones de trabajo. Es la Corte Federal de los Estados Unídos la que juzga a los puertorriqueños; el ejército local integra el ejército del norte. La industria y el comercio están en manos de los intereses norteamericanos privados. La desnacionalización quiso hacerse absoluta por la vía de la emigración: la miseria empujó a más de un millón de puertorriqueños a buscar mejor 61 suerte en Nueva York, al precio de la fractura de su identidad nacional. Allí, forman un subproletariado que se aglomera en los barrios más sórdidos). En 1902, Tomás Estrada Palma tuvo que renunciar a la ciudadanía norteamericana que había adoptado en el exilio: las tropas norteamericanas de ocupación lo convirtieron en el primer presidente de Cuba. En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: «Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano». Cuando cayó Batista, Cuba vendía casi todo su azúcar en Estados Unidos. Cinco años antes, un joven abogado revolucionario había profetizado certeramente, ante quienes lo juzgaban por el asalto al cuartel Mancada, que la historia lo absolvería; había dicho en su vibrante alegato: «Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelos...» (29 Fidel Castro, La Revolución cubana (discursos), Buenos Aires, 1959.). Cuba compraba en Estados Unidos no sólo los automóviles y las máquinas, los productos químicos, el papel y la ropa, sino también arroz y frijoles, ajos y cebollas, grasas, carne y algodón. Venían helados de Miami, panes de Atlanta y hasta cenas de lujo desde París. El país del azúcar importaba cerca de la mitad de las frutas y las verduras que consumía, aunque sólo la tercera parte de su población activa tenía trabajo permanente y la mitad de las tierras de los centrales azucareros eran extensiones baldías donde las empresas no producían nada (30 A. Núñez Jiménez, Geografía de Cuba, La Habana, 1959.) Trece ingenios norteamericanos disponían de más de 47 por ciento del área azucarera total y ganaban alrededor de 180 millones de dólares por cada zafra. La riqueza del subsuelo -níquel, hierro, cobre, manganeso, cromo, tungs-teno- formaba parte de las reservas estratégicas de los Estados Unidos, cuyas empresas apenas explotaban los minerales de acuerdo con las variables urgencias del ejército y la industria del norte. Había en Cuba, en 1958, más prostitutas registradas que obreros mineros ( 31 René Dumont, op_ cit.). Un millón y medio de cubanos sufría el desempleo total o parcial, según las investigaciones de Seuret y Pino que cita Núñez Jiménez. La economía del país se movía al ritmo de las zafras. El poder de compra de las exportaciones cubanas entre 1952 y 1956 no superaba el nivel de treinta años atrás ((32 Dudley Seers, Andrés Bianchi, Richard Jolly y Max Nolff, Cuba, the Economic and Social Revolution, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1964.), aunque las necesidades de divisas eran mucho mayores. En los años treinta, cuando la crisis consolidó la dependencia de la economía cubana en lugar de contribuir a romperla, se había llegado al colmo de desmontar fábricas recién instaladas para venderlas a otros países. Cuando triunfó la revolución, el primer día de 1959, el desarrollo industrial de Cuba era muy pobre y lento, más de la mitad de la producción estaba concentrada en La Habana y las pocas fábricas con tecnología moderna se teledirigían desde los Estados Unidos. Un economista cubano, Regino Boti, coautor de las tesis económicas de los guerrilleros de la sierra, cita el ejemplo de una filial de la Nestlé que producía leche concentrada en Bayamo: «En caso de accidente, el técnico telefoneaba a Connecticut y señalaba que en su sector tal o cual cosa no marchaba. Recibía en seguida instrucciones sobre las medidas a tomar y las 62 ejecutaba mecánicamente... Si la operación no resultaba exitosa, cuatro horas más tarde llegaba un avión transportando un equipo de especialistas de alta calificación que arreglaban todo. Después de la nacionalización ya no se podía telefonear para pedir socorro y los raros técnicos que hubieran podido reparar los desperfectos secundarios habían partido» (33 K. S. Karol, Lea guérrilleros au pouvoir. Litinéraire politique de la révolution cubaine, París, 1970) . El testimonio ilustra cabalmente las dificultades que la Revolución encontró desde que se lanzó a la aventura de convertir a la colonia en patria. Cuba tenía las piernas cortadas por el estatuto de la dependencia y no le ha resultado nada fácil echarse a andar por su propia cuenta. La mitad de los niños cubanos no iba a la escuela en 1958, pero la ignorancia era, como denunciara Fidel Castro tantas veces, mucho más vasta y más grave que el analfabetismo. La gran campaña de 1961 movilizó a un ejército de jóvenes voluntarios para enseñar a leer y a escribir a todos los cubanos y los resultados asombraron al mundo: Cuba ostenta actualmente, según la Oficina Internacional de Educación de la UNESCO, el menor porcentaje de analfabetos y el mayor porcentaje de población escolar, primaria y secundaria, de América Latina. Sin embargo, la herencia maldita de la ignorancia no se supera en una noche y un día, ni en doce años. La falta de cuadros técnicos eficaces, la incompetencia de la administración y la desorganización del aparato productivo, el burocrático temor a la imaginación creadora y a la libertad de decisión, continúan interponiendo obstáculos al desarrollo del socialismo. Pero pese a todo el sistema de impotencias forjado por cuatro siglos y medio de historia de la opresión, Cuba está naciendo, con entusiasmo que no cesa, de nuevo: mide sus fuerzas, alegría y desmesura, ante los obstáculos. EL AZÚCAR ERA EL CUCHILLO Y EL IMPERIO EL ASESINO «Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar sobre la arena?», se preguntaba jean-Paul Sartre en 1960, desde Cuba. En el muelle del puerto de Guayabal, que exporta azúcar a granel, vuelan los alcatraces sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo, atónito, una pirámide dorada de azúcar. A medida que las compuertas se abren, por debajo, para que las tolvas conduzcan el cargamento, sin embolsar, hacia los buques, la rajadura del techo va dejando caer nuevos chorros de oro, azúcar recién transportada desde los molinos de los ingenios. La luz del sol se filtra y les arranca destellos. Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña tibia que palpo y no me alcanza la mirada para recorrerla. Pienso que aquí se resume toda la euforia y el drama de esta zafra récord de 1970 que quiso, pero no pudo, pese al esfuerzo sobrehumano, alcanzar los diez millones de toneladas. Y una historia mucho más larga resbala, con el azúcar, ante ]a mirada. Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de Allen Dulles, donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y asistiendo al nacimiento del futuro: Josefina, hija de Caridad Rodríguez, que estudia en un aula que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde su 63 padre fue preso y torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el negro de setenta años que una madrugada de este año se colgó con ambos puños de la palanca de la sirena porque el ingenio había sobrepasado la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: « ¡Cumplimos, carajo!», y no había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras la sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba; historias de desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los extraños oficios que la desocupación, obligatoria durante más de la mitad de cada año, engendraba: cazador de grillos en los plantíos, por ejemplo. Pienso que la desgracia tenía el vientre hinchado, ahora se sabe. No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez, por ejemplo, acribillado a tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había rechazado furioso un cheque en blanco de la empresa y cuando sus compañeros lo fueron a enterrar descubrieron que no tenía calzoncillos ni medias para llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro Plaza, que a los veinte años fue detenido y condujo el camión de soldados hacia las minas que él mismo había sembrado y voló con el camión y los soldados. Y tantos otros, en esta localidad y en todas las demás: «Aquí las familias quieren mucho a los mártires -me ha dicho un viejo cañero-, pero después de muertos. Antes eran puras quejas». Pienso que no resultaba casual que Fidel Castro reclutara a las tres cuartas partes de sus guerrilleros entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la provincia de Oriente fuera, a la vez, la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en toda la historia de Cuba. Me explico el rencor acumulado: después de la gran zafra de 1961, la revolución optó por vengarse del azúcar. El azúcar era la memoria viva de la humillación. ¿Era también, el azúcar, un destino? ¿Se convirtió luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una palanca, la catapulta del desarrollo económico? Al influjo de una justa impaciencia, la revolución abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar de ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de dividir los latifundios en minifundios improductivos, pero cada finca socializada acometió de golpe cultivos excesivamente variados. Había que realizar importaciones en gran escala para industrializar el país, aumentar la productividad agrícola y satisfacer muchas necesidades de consumo que la revolución, al redistribuir la riqueza, acrecentó enormemente. Sin las grandes zafras de azúcar, ¿de dónde obtener las divisas necesarias para esas importaciones? El desarrollo de la minería, sobre todo el níquel, exige grandes inversiones, que se están realizando, y la producción pesquera se ha multiplicado por ocho gracias al crecimiento de la flota, lo cual también ha exigido inversiones gigantes; los grandes planes de producción de cítricos están en ejecución, pero los años que separan a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia. La revolución descubrió, entonces, que había confundido al cuchillo con el asesino. El azúcar, que había sido el factor del subdesarrollo, pasó a convertirse en un instrumento del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos del monocultivo y la dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba al mercado mundial, para romper el espinazo del monocultivo y la dependencia. Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no se utilizan en consolidar la estructura del sometimiento (34 El precio estable del azúcar, garantizado por los países socialistas, ha desempeñado un papel decisivo en este sentido. También la ruptura del bloqueo dispuesto por los Estados Unidos, que se hizo añicos a través del tráfico comercial intenso con España y otros países de Europa occidental. Un tercio de las exportaciones cubanas proporciona dólares, es decir, divisas convertibles, al país; el resto se aplica el trueque con la Unión Soviética y la zona del rublo. Este sistema de comercio implica también ciertas dificultades: las turbinas soviéticas para las centrales 64 termoeléctricas son de excelente calidad, como todos los equipos pesados que la URSS produce, pero no ocurre lo mismo con los artículos de consumo de la industria ligera o mediana.) Las importaciones de maquinarias y de instalaciones industriales crecieron en un cuarenta por ciento desde 1958; el excedente económico que el azúcar genera se moviliza para desarrollar las industrias básicas y para que no queden tierras ociosas ni trabajadores condenados a la desocupación. Cuando cayó la dictadura de Batista, había en Cuba cinco mil tractores y trescientos mil automóviles. Hoy hay cincuenta mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por las graves deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en su mayoría modelos de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos del museo de la chatarra. La industria del cemento y las plantas de electricidad han cobrado un asombroso impulso; las nuevas fábricas de fertilizantes han hecho posible que hoy se utilicen cinco veces más abonos que en 1958. Los embalses, crea dos por todas partes, contienen hoy un caudal de agua setenta y tres veces mayor que el total de agua embalsada en 1958 ( 35 Informe de Cuba a la XI Conferencia Regional de la RAO Versión de Prensa Latina, 13 de octubre de 1970.) y han avanzado con botas de siete leguas las áreas de riego. Nuevos caminos, abiertos por toda Cuba, han roto la incomunicación de muchas regiones que parecían condenadas al aislamiento eterno. Para aumentar la magra producción de leche del ganado cebú, se han traído a Cuba toros de raza Holstein con los que, mediante la inseminación artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza. Grandes progresos se han realizado en la mecanización del corte y el alza de la caña, en buena medida en base a las invenciones cubanas, aunque todavía resultan insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se organiza, con dificultades, para ocupar el lugar del viejo sistema desorganizado por los cambios que la revolución trajo consigo. Los macheteros profesionales, presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie extinguida: también para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, me-diante becas, en las ciudades. La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970 Cuba debió utilizar el triple de trabajadores para la zafra, en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores de otros sectores, con lo que se perjudicaron las demás actividades del campo y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni por la codicia. Otros motores -la solidaridad, la responsabilidad colectiva, la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista. Los cubanos se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia social. Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la cantidad de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación se hizo gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil niños 65 y jóvenes y se han multiplicado los internados y los círculos infantiles. Gran parte de la población no paga alquiler y ya son gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años. Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van multiplicando geométricamente y la producción sólo puede crecer aritméticamente. La presión del consumo, que es ahora consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido de las exportaciones, y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de recursos. En verdad, la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se construye con los dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el futuro no sería de esta tierra si viniera regalado. Hay escasez, es cierto, de diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes, no sólo resultan de la desorganización de la distribución. La causa esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos. En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque -extraña dictadura- la defiende su pueblo en armas. Los expropiadores expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres bancos, cinco minas y doce cabarets. El dictador de Guatemala, Miguel Ydígoras, cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las promesas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero contante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota guatemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos. En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos cuarenta mil marines dispuestos «a permanecer indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden. Dejaron cuatro mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo (36 Ellsworth Bunker. presidente de la National Sugar Refining Co., fue el enviado especial de Lyndon Johnson a la Dominicana después de la intervención militar. Los intereses de la National Sugar en este pequeño país fueron salvaguardados bajo la atenta mirada de Bunker: las tropas de ocupación se retiraron para dejar en el poder, al cabo de muy democráticas elecciones, a Joaquín Balaguer, que había sido el brazo derecho de Trujillo todo a lo largo de su feroz dictadura. La población de Santo Domingo había peleado en las calles y en las azoteas, con palos, machetes y fusiles, contra los tanques, las bazukas y los helicópteros de las fuerzas extranjeras, reivindicando el retorno al poder del presidente constitucionalmente electo, Juan Bosch, que había sido derribado por un golpe militar. La historia, burlona, juega con las profecías. El día que Juan Bosch inauguró su breve pre-sidencia, al cabo de treinta años de tiranía de Trujillo, Lyndon Johnson, que era por entonces vicepresidente de los Estados Unidos, llevó a Santo Domingo el obsequio oficial de su gobiemo: era una ambulancia). 66 La Organización de Estados Americanos --que tiene la memoria del burro, porque no olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba. GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE, NACIERON LA MÁQUINA DE JAMES WATT Y LOS CAÑONES DE WASHINGTON El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano, sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida. Pero el azúcar no sólo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del Caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral», decía Augusto Cochin. Las tribus de África occidental vivían peleando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente; la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas. Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante nacional» (37 L. Capitan y Henri Lorin, El trabajo en América, antes v después de Colón, Buenos Aires, 1948.) 67 Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos» (38 Sergio Bagú, op. cit.) La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas- equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos». Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental. (39 Daniel P. Mannix y M. Cowley. Historia de la trata de !egros, Madrid, 1962). Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura -sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, sólo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda. El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América. Los ingleses imponían su reinado sobre 68 los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento. ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año(10 Eric Williams, Capitalism and Slavery,Chapel Hill, Carolina del Norte, 1944.) . Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así, de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de alguna bestia sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos» (41 Daniel P. Mannix y M. Cowley, op. cil) . De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos. Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A los que llegaban al Caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plaza. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Georgia y Louisiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra. Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con un jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd's acumulaba ganancias asegurando esclavos, buques y plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del London Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd's. Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular --manufacturas, esclavos, azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor: James Watt fue subvencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna. Eric Williams lo afirma en su documentada obra sobre el tema. 69 A principios del siglo XIX , Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campaña antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del Caribe, el azúcar brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos. (42 La primera ley que expresamente prohibió la esclavitud en Brasil no fue brasileña. Fue, y no por casualidad, inglesa. El Parlamento británico la votó el 8 de agosto de 1845. Osny Duarte Pereira, Quem faz as leis no Brasil?, Río de janeiro, 1963.) La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda: adentro sólo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares. Las pequeñas islas del Caribe habían sido infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia política. Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la independencia. (43 Daniel P. Mvnnix y M. Cowley, op. cit). Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las «trece colonias» por el aliento que la trata de negros brindó a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por los astilleros de los colonos del norte llevaban al Caribe peces frescos y ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos. Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros días: se subdesarrollaban los subdesarrollados. 70 |