Primera parte






descargar 0.51 Mb.
títuloPrimera parte
página9/15
fecha de publicación26.09.2015
tamaño0.51 Mb.
tipoDocumentos
e.exam-10.com > Derecho > Documentos
1   ...   5   6   7   8   9   10   11   12   ...   15
Reparto del amor propio

«En nuestro mundo interior, casi todos gozamos de una buena reputación.»

David G. Myers,

La búsqueda de la felicidad, 1992
Antes de abordar cómo se distribuye la autoestima entre diferentes grupos y personas, creo que es importante recordar el hecho confortador de que, en contra de lo que muchos piensan, casi todos los seres humanos tenemos predisposición a elaborar un concepto global favorable de nosotros mismos y a resaltar los propios atributos positivos. Esta inclinación natural y espontánea ayuda a preservar la integridad emocional, permite funcionar mejor en las diferentes parcelas de la vida, y carga las pilas para remontar las crisis y vicisitudes de la existencia.
Ellos y ellas
El reparto de la autoestima entre los hombres y las mujeres ha sido tema de bastantes estudios y de no menos polémicas. Susan Harter, en su obra La construcción del ego (1999), hace un buen repaso de estas investigaciones que me gustaría describir, aunque sea concisamente. Si analizamos la historia de la mujer, en comparación con la del hombre, es innegable que cientos de libros considerados por muchos sagrados y de tratados de ciencia han alimentado toda una sucesión de teorías e ideologías devaluadoras del sexo femenino. Entre los primeros, la extensa lista abarca desde el relato del Génesis —donde Dios subordinó la creación de la primera mujer a la necesidad de compañía del hombre y la esculpió de una de las veinticuatro costillas de éste— hasta los pronunciamientos generalizados que consideran explícitamente que los varones son los únicos embajadores del reino de los cielos ante los mortales.

En el mundo de las ciencias, el mismo Aristóteles, juzgado por muchos como la figura intelectual más importante de todos los tiempos, afirmaba en su obra De generatione animalium que las mujeres eran seres inferiores porque tenían la sangre «más fría», lo cual mermaba su capacidad para razonar. Decepciona que estas teorías, apoyadas en argumentos absurdos, que durante varios milenios propugnaron la inferioridad del género femenino, no fuesen desechadas en el curso de la Historia por grandes genios como Hipócrates, Galeno, Bacon, Descartes, Pascal, Newton, Darwin, Freud o Einstein, a quienes debemos el haber desvelado muchas leyes misteriosas del Universo. No menos decepcionante han sido las políticas discriminatorias contra la mujer, promulgadas por líderes sociales y políticos de todos los colores e ideologías desde hace por lo menos seis milenios, cuando se establecieron las primeras ciudades en Sumeria.

Esta situación insostenible comenzó a cambiar en los últimos dos siglos, cuando un puñado de intrépidas pioneras feministas, apoyadas por algún varón insigne —como el parlamentario inglés John Stuart Mili, quien en 1865 propuso legitimar el voto femenino—, plantaron en Europa y Estados Unidos las semillas de la igualdad de derechos y oportunidades. Por fin, hace unos sesenta años, este concepto de igualdad comenzó a florecer en uno tras otro de los países democráticos.

Por todo esto, no sorprende que desde el punto de vista global los individuos del sexo masculino tengan una valoración y percepción de sí mismos más alta que las mujeres. Aparte de las secuelas que haya podido dejar en la mente de las mujeres la devaluación histórica de casi todo lo femenino, una más alta proporción de mujeres que de hombres interioriza una noción desfavorable de su físico, incluyendo su aptitud para los deportes. Este desagrado o reproche de la mujer hacia su cuerpo se acrecienta a finales de la adolescencia y continúa durante la edad adulta. Como mencioné al describir el impacto de los valores sociales en la construcción del concepto de uno mismo, un factor que contribuye a esta desafortunada situación es la importancia que la sociedad y la cultura modernas, en particular en Occidente, dan al atractivo corporal, a la belleza cosmética. En gran medida, es por esto que trastornos de la alimentación como la anorexia y la bulimia afectan con mucha más frecuencia a mujeres que a hombres.

Otra variable que ayuda a explicar la inferior autovaloración del sexo femenino es el dato demostrado de que ciertas dolencias psicológicas que dañan negativamente la autoestima —como la depresión, la ansiedad crónica y las fobias— afectan con mayor frecuencia a las mujeres que a los hombres. Por el contrario, los trastornos emocionales que tienen una incidencia más alta entre los hombres —como la personalidad antisocial, el carácter paranoico y el narcisismo— no disminuyen necesariamente la autovaloración, e incluso a menudo fomentan en los afectados un destructivo complejo de superioridad. Precisamente, la mayoría de los hombres que padecen estas alteraciones de la personalidad permanecen enclaustrados en su mundo de dominio, de poder y de egocentrismo, lo que les permite mantener una alta autoestima global. Para empezar, estos varones no tienen en cuenta lo que los demás piensan de ellos. Este hecho explica que la autoestima de los acosadores violentos o de los individuos con historial de criminalidad sea más alta de lo que cabría esperar. De este punto trataré en detalle en el siguiente capítulo.

Exceptuando ese mayor descontento con su aspecto físico, las mujeres de países occidentales valoran al mismo nivel que los hombres su capacidad intelectual, su sociabilidad y su competencia en el trabajo.
Los «otros»
Una noción muy extendida es que los miembros de grupos devaluados, rechazados o «condenados por diferentes» con el tiempo interiorizan y asimilan estas actitudes negativas y las adoptan como propias. Aunque esta idea está basada en casos reales —como mencioné al hablar sobre los efectos del estigma en la construcción del concepto de uno mismo—, no es generalizable.

Sorprendentemente, el termómetro de la autoestima no marca de forma consistente diferencias en la percepción de sí mismos entre grupos étnicos o raciales, ni entre nativos e inmigrantes. Tampoco se han probado con certeza diferencias entre homosexuales y heterosexuales, ni entre personas de diferentes edades, ni entre gente físicamente sana y enferma de asma, cáncer o diabetes. En la actualidad se manejan varias teorías para explicar estos resultados. La primera es que los estereotipos sociales negativos sólo tienen un impacto desfavorable en la autoestima de las personas que los aceptan como legítimos. Es ciertamente perjudicial y doloroso saber que la sociedad en la que vivimos piensa mal de nosotros o nos considera inferiores por algo sobre lo que no tenemos control, pero esto no quiere decir que estemos de acuerdo con dichas apreciaciones.

Los miembros de comunidades minoritarias no tienen necesariamente una opinión desfavorable de su grupo ni creen que los supuestos defectos con los que la sociedad los etiqueta sean aplicables a ellos personalmente.

Por otra parte, a la hora de autovalorarse, bastante gente compara su valía con la de personas de su mismo grupo y no con la de grupos que disfrutan de diferentes condiciones. Asimismo, individuos que viven en entornos catalogados como desfavorables logran mantener una positiva opinión de sí mismos porque aprecian en particular ciertas cualidades que los distinguen, como por ejemplo su talento para la música, el deporte o los negocios. También hay quien culpa de sus aparentes desventajas sociales a los prejuicios o a la ignorancia de quienes les rodean, y no a sí mismos.

Otro factor a considerar es la concordancia o discrepancia que personas «diferentes» sienten en relación con el grupo en el que conviven. Por ejemplo, varias encuestas realizadas entre los alumnos de seis mil colegios de secundaria del estado de Nueva York apuntan que los hijos de padres divorciados que crecen en una comunidad en la que no hay progenitores en esa situación tienen peor autoestima que los que crecen en un ambiente donde la incidencia del divorcio es alta. Asimismo, niños de familias de inmigrantes que viven en entornos donde la población foránea es numerosa se valoran más que los pequeños que residen en vecindarios sin inmigrantes. Esta misma conexión entre autoestima y nivel de concordancia con el medio social se observa en relación a la raza, la religión y la clase social.

En lo que respecta a la distribución de la autoestima según la edad, bastante gente piensa que la adolescencia es el peor período de la vida. Es verdad que los años de la adolescencia están sacudidos por cambios físicos y emocionales, romances fallidos, ideales insatisfechos, pulsos de poder con los padres y educadores, presiones sociales y ansiedad sobre el futuro. Sin embargo, estos frecuentes avatares no parecen tener un impacto nocivo en la autovaloración de los jóvenes, al menos en Europa y en Estados Unidos. De hecho, el termómetro de la autoestima marca niveles bastante saludables de agrado consigo mismos entre los jóvenes de estas áreas geográficas.

En Europa, concretamente, según un estudio aparecido en 2005, la media de autoestima de los jóvenes entre quince y veintinueve años alcanzó un nivel de 7,6 sobre un grado máximo de 8,5. Entre los más contentos de sí mismos se encontraban los jóvenes españoles, con un promedio de 7,9. Según el informe «Juventud en España 2004», que analizaba la situación de estos muchachos, la juventud española de ambos sexos no tiene grandes preocupaciones pese a sus frecuentes fracasos escolares, las serias dificultades que padece para encontrar empleo estable y los reconocidos aprietos económicos de muchos de ellos. Estos datos ilustran cómo la actitud positiva de las personas ante ellas mismas es perfectamente compatible con una amplia variedad de obstáculos y adversidades, siempre que éstos no sean considerados, por los mismos afectados, como dañinos para su autoestima.

Sospecho que esta aparente inmunidad contra los problemas académicos, laborales y pecuniarios que caracteriza a nuestra juventud se debe principalmente a sus mecanismos de defensa. Me explico: conscientes de su impotencia para resolverlos, los jóvenes han elegido excluirlos de la lista de factores que determinan su nivel general de autoestima. Esta estrategia protectora está, además, amparada tácitamente por la tradicional tolerancia de la sociedad española a los suspensos, al desempleo y a la emancipación tardía de los hijos. Imagino que el sentimiento tan generalizado entre los jóvenes de «esto nos pasa a todos» también les ayuda a preservar su contentamiento.

Por lo que respecta al concepto de sí mismos, si observamos y escuchamos sosegadamente a los jóvenes es fácil notar que, en general, aunque los juicios que sus padres y otras personas de autoridad hacen de ellos moldean su autoestima, los atributos especiales que tanto ellos mismos como sus compañeros de grupo atesoran suelen tener al final mucho más peso. Otro rasgo evidente es que la mayoría no persigue grandes metas ilusorias o inalcanzables, sino que concentra sus esfuerzos en objetivos realistas. Esta es una buena fórmula para sacar el mayor provecho a las bazas y partidas que les ofrece la vida, y aumentar sus éxitos. Es un hecho constatado que las pequeñas pero frecuentes conquistas nos deparan más alegrías que los grandes logros esporádicos. Esto me trae a la memoria las palabras del poeta libanes Jalil Gibran: «En el rocío de las cosas pequeñas, el corazón encuentra su alborada y se refresca».

Pese a este panorama alentador y a los datos reconfortantes, es obvio que no faltan bolsas de muchachos hundidos en el desánimo que incluso afirman convencidos que vivir «no merece la pena». En estos últimos años, el cine europeo, americano y japonés abunda en relatos sobre chicos y chicas hastiados, desertores, crónicamente resentidos, que muestran un profundo desinterés y repugnancia por la vida. Todos conocemos adolescentes que se sienten desesperados, esclavizados por el alcohol o las drogas, ignorados en casa, acosados en el colegio, o paralizados por la indefensión ante la insuperable distancia entre sus aspiraciones y las oportunidades para alcanzarlas. No obstante, estadísticamente, estas criaturas atormentadas son una dolorosa pero clara minoría.
Habladores y optimistas
Cuando se explora la relación entre los rasgos de la personalidad y la autoestima, dos datos resaltan con especial relevancia. Los hombres y mujeres extrovertidos y los caracteres optimistas brillan por su favorable autoestima. Entre las decenas de estudios que han identificado la extraversión como compañera asidua de la autoestima, quiero destacar el realizado recientemente por Richard Robins y otros miembros del Departamento de Psicología de la Universidad de California, a través de Internet. Aunque esta vía excluye a muchas personas sin acceso al mundo virtual, el alto número de participantes —más de trescientos mil—, procedentes de múltiples países, de ambos sexos y de todas las edades —de nueve a noventa años—, lo mismo que la alta fiabilidad del cuestionario utilizado, dan bastante solidez a los resultados obtenidos.

La extraversión es un rasgo muy ventajoso porque permite que a través de las palabras organicemos nuestros pensamientos, validemos los sentimientos y nos desahoguemos. Precisamente en situaciones estresantes, al describir las imágenes y los sentimientos que nos abruman, reducimos su intensidad emocional y minimizamos la posibilidad de que se hundan en el inconsciente y provoquen ansiedad o tristeza.

Cientos de investigaciones demuestran contundentemente que hablar es bueno para la salud mental y física de la persona: fortalece el sistema inmunológico encargado de defendernos de las agresiones del entorno y vigoriza nuestra capacidad para adaptarnos a los cambios y superar las adversidades. Además, la comunicación nos permite compartir nuestro mundo, relacionarnos con otras personas e invertir en el llamado «capital social» o en recursos derivados de la confianza, la reciprocidad y la conectividad con los demás. Las personas que se sienten parte de un grupo superan los momentos difíciles mucho mejor que quienes se encuentran aislados o carecen de una red social de soporte emocional.

El segundo grupo de afortunados en cuanto al reparto de la autoestima son los hombres y las mujeres que gozan de una disposición optimista. Nuestra disposición es un rasgo de la personalidad, de nuestra forma de ser. La personalidad comienza a desarrollarse desde antes de nacer y está influenciada por fuerzas innatas y adquiridas. Como he mencionado muchas veces, no sólo nacemos, sino que también nos hacemos y aprendemos. La perspectiva optimista condiciona de forma positiva la visión del individuo sobre su pasado, su presente y su futuro; tiñe favorablemente la manera habitual en que las personas perciben y valoran su autobiografía, sus atributos personales, el estilo de interpretar y explicar los sucesos que les afectan, y su perspectiva del mañana.

Una visión favorable del pasado alimenta la autoestima. Por el contrario, una perspectiva derrotista de las experiencias pasadas puede impregnar de connotaciones negativas la opinión de uno mismo. Los individuos optimistas suelen guardar y evocar preferentemente los éxitos del pasado, y a menudo piensan que son ellos los responsables de los mismos. Al reflexionar sobre su vida pasada, emplean dosis más generosas o benignas de comprensión que los pesimistas, y también se consideran con mayor frecuencia exentos de culpa por sus errores. Por el contrario, los inclinados al pesimismo tienden a atesorar lo negativo de los recuerdos y a resentirse y culparse de sus infortunios.

En cuanto al presente, lo normal es que los fracasos nos hagan sentirnos mal con nosotros mismos. Sin embargo, las personas optimistas, cuando cometen errores, no se sobrecargan de culpa y suelen pensar que las consecuencias serán pasajeras y se recuperarán. Por el contrario, las personas de temperamento pesimista se acusan en exceso de lo sucedido y tienden a considerar que los efectos de sus desaciertos son irreversibles y les dejarán marcados para siempre. Ante los aciertos ocurre lo opuesto: los optimistas son propensos a pensar que esos éxitos son el resultado de su talento y de sus capacidades, y durarán. Los pesimistas, sin embargo, tienden a calificarlos como casualidades fugaces e irrepetibles. En definitiva, como el psicólogo Martin Seligman ha demostrado convincentemente a lo largo de su carrera, el estilo optimista de explicar nuestros actos nos estimula a buscar el lado positivo de los errores y a minimizar el impacto de los fallos, refuerza la sensación de que controlamos nuestra vida y nos protege de la infravaloración de nosotros mismos. Y cuando adoptamos decisiones que resultan acertadas, tendemos a apropiarnos de esos éxitos, al considerarlos como algo que nos merecemos.

Las expectativas optimistas también protegen la autoestima porque favorecen la visión esperanzadora del futuro, estimulan la perspectiva favorable de que «las cosas irán bien», lo que hace que la persona se predisponga a ese resultado y confíe en su habilidad para conseguir lo que se propone. Esta esperanza fomenta la disposición a creer que las metas que uno se fija se pueden alcanzar si uno está dispuesto a invertir en ellas la atención y la fuerza de voluntad necesarias.
1   ...   5   6   7   8   9   10   11   12   ...   15

similar:

Primera parte iconParte B. Visiones de la Ciencia Primera parte

Primera parte iconPrimera sesióN: el problema del conocimiento y el enfoque científico...

Primera parte iconResumen Este artículo tiene una introducción y dos partes. La primera...

Primera parte iconPrimera parte

Primera parte iconPrimera parte

Primera parte iconPrimera parte

Primera parte iconCuenta con una primera parte teórica sobre el concepto y construcción...

Primera parte iconFiguras literarias. Primera parte

Primera parte iconLa era de trujillo primera parte

Primera parte iconLa era de trujillo primera parte




Economía


© 2015
contactos
e.exam-10.com