La autoestima
Nuestra fuerza secreta
Luis Rojas Marcos
 ESPASA - HOY © Luis Rojas Marcos, 2007
© Espasa Calpe, S. A., 2007 Primera edición: marzo, 2007
Segunda edición: abril, 2007
Tercera edición: abril, 2007
Cuarta edición: mayo, 2007 Diseño de la colección: Tasmanias
Ilustración de cubierta: Corbis
Foto del autor: Pablo Collantes/Hachette Filipacchi
Realización de cubierta: Alejandro Colucci Depósito legal: M. 18.168-2007
ISBN: 978-84-670-2465-4 Impreso en España/Printed in Spain
Impresión: Huertas, S. A. Editorial Espasa Calpe, S. A.
Vía de las Dos Castillas, 33
Complejo Ática - Edificio 4
28224 Pozuelo de Alarcón (Madrid)
Índice de contenido
Primera parte 6
1 7
El escenario del «yo» 7
Fascinación con uno mismo 8
Retos del estudio de la autoestima 11
Tumbos de la infancia 16
Manos a la obra 21
2 24
La luz de la conciencia 24
Claridad interior 25
La introspección 29
Segunda parte 33
3 34
El concepto de uno mismo 34
Nacemos y nos hacemos 35
Reflejos del mundo exterior 42
Presentación del «yo» 51
Funciones ejecutivas 58
4 63
El termómetro de la autoestima 63
autovaloración 64
En legítima defensa 71
Reparto del amor propio 80
Tercera parte 85
5 86
El lado oscuro de la autoestima 86
Narcisismo y violencia 87
El odio a uno mismo 92
6 102
Autoestima aplicada 102
Las dos parcelas favoritas 103
Satisfacción con la vida en general 107
Recapitulación y agradecimientos 110
Referencias bibliográficas 114
Índice analítico 119
«Escucha, presta atención a lo que digo:
A lo largo de los años han pasado muchos maestros por mi orquesta.
Algunos fueron famosos; la mayoría, personas corrientes.
Esta canción va dedicada a todos ellos.
He actuado en locales de barrio y en grandes teatros.
He sido muy pobre y también muy cotizado.
Empecé por abajo y alcancé la cumbre.
Y tengo que decirte que la experiencia ha sido grandiosa.
Pero no hubiera sido posible sin ellos.
Sin sus notas mágicas, sin sus perlas musicales, no lo hubiese conseguido.
¡Este brindis es por la orquesta!».
Frank Sinatra,
Brindis por la orquesta, 1983
Primera parte 1 El escenario del «yo» «Qué extraño, dondequiera que fijo los ojos, siempre ven las cosas desde mi punto de vista.»
Ashleigh Brilliant,
Pensamientos, 1985
Fascinación con uno mismo «¡Pero basta ya de mí! Hablemos de ti... ¿Qué piensas de mí?».
Edward I. Koch,
alcalde de Nueva York, entrevista, 1987 Para el común de los mortales lo más importante del mundo es uno mismo. Cuando reflexionamos o conversamos con alguien cercano, los temas que nos resultan más relevantes y emotivos son aquellos que tratan sobre algún aspecto de nuestro «yo», sobre sucesos que nos afectan personalmente.
La curiosidad por entenderse a sí mismos es la principal fuerza que impulsa diariamente a millones de hombres y mujeres a buscar con avidez historias humanas con las que identificarse, ya sea en las noticias de la prensa, en las tertulias de la radio, en los programas de televisión, en el cine, en las obras de teatro, en los libros y revistas o en Internet. La preocupación con su propio «yo» también impulsa a incontables personas a acudir a psicólogos, psiquiatras, echadores de cartas, adivinos, brujas, astrólogos, grafólogos y hasta a quienes leen las rayas de la mano, en busca de respuestas a algún conflicto en sus relaciones, de pronósticos sobre lo que está por llegar o de aclaraciones de facetas de su carácter que les agobian o no comprenden.
Pese a este insaciable y universal interés por saber sobre nosotros mismos, todos atravesamos momentos en los que no nos entendemos. Expresiones comunes como «me pregunto por qué dije aquello», «no parece que sea yo con esto que siento», «verdaderamente no tengo ni idea de por qué les caigo mal», o «estoy hecho tal lío conmigo mismo que no puedo decidir», ilustran este punto. La verdad es que a casi todos nos cuesta bastante trabajo definirnos. Y no es por falta de palabras. En 1974, el Departamento de Psicología de la Universidad de California, en Los Ángeles, recopiló una lista de más de veinte mil adjetivos en inglés —casi todos con traducciones a otras lenguas románicas— que podemos usar para describirnos. Aunque bastantes vocablos son sinónimos, la variedad es impresionante. Si además añadimos comentarios sobre nuestros gustos, intereses, actitudes, valores, experiencias, sentimientos y creencias, las posibilidades son casi infinitas.
Precisamente, muy pronto en mi carrera profesional comprendí que la información más reveladora que nos puede comunicar una persona es lo que nos relata cuando habla genuinamente de sí misma. Por eso, en mi libro de notas de las primeras consultas como psiquiatra, después de escribir el motivo principal de la visita, siempre recojo la respuesta de los pacientes a mi pregunta clave: «Háblame de ti». La respuesta a esta cuestión pocas veces fluye con facilidad. Bastantes clientes se quedan perplejos y me dicen que nunca les habían preguntado semejante cosa. Algunos enmudecen dubitativos unos minutos, o me ruegan que les aclare mi petición con un «¿Qué quiere decir?» o «¿A qué se refiere?». La mayoría de la gente no está preparada para describirse espontáneamente ni ha puesto en orden su autobiografía. Parte de su indecisión también puede ser debida a que no quieren revelar aspectos personales por temor a crear una mala impresión de sí mismos en el interlocutor.
Imagínate por un momento, querido lector o lectora, que te planteo la misma pregunta. Estamos charlando amigablemente en algún lugar tranquilo y te pido que te describas como persona. Sospecho que lo más probable es que te sorprendas, que vaciles y que no estés seguro de por dónde empezar: ¿comenzarías, quizá, por la edad, el lugar de nacimiento, tu estado civil, la familia, tus relaciones importantes?; ¿me contarías primero las cosas que te gustan y las que te disgustan?; ¿identificarías tu profesión, algún rasgo de tu físico, alguna característica de tu personalidad, o un problema serio que te aflige?; ¿describirías el tipo de casa o la marca del coche que tienes?; ¿o me explicarías antes de nada tus creencias religiosas, tus valores sociales, o tus ideas políticas?
Tu probable reacción de perplejidad ante mi pregunta es muy normal. Aunque te sientas cómodo y confíes en tu interlocutor, e incluso seas dado a la introspección y hayas logrado construir una imagen clara de ti mismo, sospecho que muy raras veces te habrás parado a describirte, y mucho menos en voz alta. Excepto los datos personales concretos y fáciles de expresar, como la fecha de nacimiento, la altura, el color de los ojos o el número de hermanos, la mayor parte de nuestra identidad es abstracta, al ser una representación mental que construimos de nosotros mismos. Además, ciertos componentes de nuestro carácter están enterrados en el inconsciente, y muchas de nuestras tendencias y emociones se prestan a una amplia gama de matizaciones.
No pocas personas reconocen facetas contradictorias de sí mismas según el papel que desempeñan en la sociedad. Por ejemplo, un magistrado de los tribunales comentaba: «Como hombre muchos de los criminales que sentencio me dan lástima; pero como juez siento que lo justo es condenarlos a cadena perpetua». Una profesora de instituto decía algo parecido: «Como mujer soy muy cariñosa con los niños, pero como maestra soy todo lo severa que es preciso; por eso me llaman "el hueso del centro"». Bastantes adolescentes se consideran jóvenes recatados ante sus padres o profesores, aunque reconocen que se comportan como gamberros impresentables cuando están con su pandilla.
Resulta también curioso cómo las personas, a la hora de configurar su identidad, mezclan atributos del pronombre personal «mi» y del posesivo «mío». Por ejemplo, incluyen su reputación, su familia o sus propiedades como parte de su «yo». Y si estos atributos son atacados, los defienden con la misma firmeza que defenderían una agresión contra ellas mismas. Me viene a la cabeza un suceso que divulgaron los medios de comunicación mientras trabajaba en este punto que ahora puede servir como ejemplo. El incidente tuvo lugar en el verano de 2006, durante la final del campeonato mundial de fútbol en Berlín, entre Francia e Italia. De repente, el famoso y carismático capitán del equipo francés, Zinedine Zidane, propinó un tremendo cabezazo en el pecho al jugador italiano Marco Materazzi. Esta sorprendente agresión, en el último partido que jugaba antes de retirarse del fútbol para siempre, le supuso la expulsión inmediata del campo y una mancha imborrable en su imagen de deportista. Un par de días después, durante su primera comparecencia pública, Zidane pidió perdón a los millones de espectadores y telespectadores que contemplaron el partido y vieron atónitos la agresión, pero se cuidó mucho de excusarse de su conducta. «No me arrepiento, no puedo hacerlo... Fueron palabras muy duras, muy graves, que me tocaron en lo más profundo», afirmó. El futbolista aludía a que Materazzi había insultado a su madre para explicar su ataque. Esto me hace sospechar que el conocido dicho popular «todito te lo consiento menos faltarle a mi madre» refleja la tendencia universal a incorporar a nuestro «yo» a otras personas que son muy importantes para nosotros.
Tampoco hay que olvidar que la predisposición para abrirnos y hablar sobre nosotros mismos está influenciada por nuestro estado de ánimo, de forma que las ideas que expresamos varían, según cómo nos sintamos en un momento dado. Los sentimientos desempeñan un papel fundamental en cómo pensamos y en cómo interpretamos las cosas. En el cerebro, las zonas encargadas de elaborar las emociones, como el hipotálamo, también modulan las neuronas encargadas de razonar. Esto hace que exista coherencia o relación entre el tono positivo o negativo de lo que sentimos y lo que pensamos.
Por todos estos motivos, es comprensible que nos desconcertemos y dudemos al enfrentarnos con la tarea de describirnos, y necesitemos tiempo para deliberar interiormente antes de hacerlo.
La realidad, sin embargo, es que los seres humanos gozamos de una sorprendente aptitud para observarnos, analizarnos y juzgarnos. Todos en algún momento valoramos nuestro físico a través de nuestra lente crítica particular. También podemos evaluar nuestro temperamento, nuestras actitudes y conductas, de acuerdo con nuestros ideales o las normas que establece la cultura en que vivimos. Los juicios de valor que hacemos pueden ser de muchos tipos; por ejemplo, estéticos (bonito o feo), morales (bueno o malo), emocionales (alegre o triste), sensoriales (placentero o doloroso), sociales (honorable o despreciable), médicos (saludable o enfermo). Dependiendo de las valoraciones que formulemos, y de cómo sobrellevemos las que adoptamos como definitorias de lo que somos, nos sentiremos más o menos bien con nosotros mismos.
La luz de la conciencia hace posible la introspección, esa habilidad especial que tenemos para «asomarnos» a nuestro interior y examinarnos. Gracias a mi trabajo en medicina y en psiquiatría he dispuesto de un magnífico escenario en el que observar y admirar la capacidad de las personas para ser conscientes de sí mismas y contemplarse como entidades individuales separadas de todo lo que les rodea. Tal habilidad les permite ser simultáneamente actores y espectadores de sus sentimientos, pensamientos y conductas, y ejercer al mismo tiempo de sujetos y de evaluadores de los atributos físicos, psicológicos y sociales que conforman nuestra singular e irrepetible identidad. Resulta verdaderamente fascinante contemplar a los niños y adolescentes construir, paso a paso, el concepto de sí mismos y, una vez adultos, comprobar cómo los juicios de valor y los sentimientos favorables o desfavorables que forjan hacia su «yo» gobiernan sus vidas y moldean sus destinos.
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