Resumen en Colombia se ha acumulado una frustración colectiva en la garantía del derecho a la salud para todos, a pesar de los balances optimistas de la re­forma a la seguridad social colombiana.






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El Derecho a la Salud en Colombia: Obstáculos Estructurales para su Realización1[1]

MARIO HERNÁNDEZ ÁLVAREZ

RESUMEN

En Colombia se ha acumulado una frustración colectiva en la garantía del derecho a la salud para todos, a pesar de los balances optimistas de la re­forma a la seguridad social colombiana. La tendencia histórica apuntaba a una fragmentación del sistema de servicios de salud según la capacidad de pago de las personas: atención para pobres, para trabajadores formales y para ricos, con serias diferencias en oportunidad y calidad. El nuevo sistema pretende resolver la fragmentación, pero existen problemas estructurales del modelo. Especialmente, la confianza en que el mercado puede distribuir de la mejor manera, si funcionan los mecanismos de regulación y el nuevo papel del Estado. En el ensayo, argumento que el mercado sólo logra otor­gar un derecho contractual que resulta insuficiente para el derecho a la sa­lud, en su acepción más amplia. Pero este tipo de opción colectiva no re­sulta de la simple aplicación de un modelo extranjero, sino del proceso de interacción de los actores sociopolíticos. En el caso colombiano, dicho pro­ceso ha conducido a opciones individualistas que sustentan la tendencia actual y hacen muy difícil la superación de los obstáculos estructurales para garantizar el derecho a la salud.

Palabras claves: Derecho a la salud, reforma sanitaria, seguridad social, Colombia

El título de este ensayo puede resultar incómodo para los optimistas. Ellos suponen que en Colombia avanzamos cada vez más hacia la realización del compromiso internacional de lograr el derecho a la salud para todos los colombianos, mediante el desarrollo del Sistema Gene­ral de Seguridad Social en Salud establecido por la Ley 100 de 1993. In­cluso, los más convencidos del nuevo sistema creen que, con unos cuantos ajustes, lograremos en poco tiempo los derechos universales a la salud y a la seguridad social. No de otra forma se explica el entusiasmo con que presen­tan el modelo, como la alternativa para la reforma de los sistemas de salud en América Latina (1). Se supone así que el asunto se reduce al debate téc­nico que lidera la economía de la salud (2,3), dado que ésta es la disciplina dedicada al mejor manejo de los recursos escasos. Así, se afirma que el mo­delo propuesto es bueno y sólo se trata de mejorar su aplicación.

En este ensayo se pretende argumentar que el logro de los derechos so­ciales, económicos y culturales no resulta de la selección del mejor modelo de financiamiento o de administración de los recursos disponibles en una so­ciedad particular. Este, sin duda es un elemento importante e influyente. Pero las relaciones de poder entre las personas, entre los grupos humanos y entre las formas de organización que constituyen el sistema político de cada sociedad, son determinantes de las opciones colectivas resultantes. Tales re­laciones van configurando, en el largo plazo, cierto tipo de articulación Es­tado-sociedad. En el caso de la salud, tal articulación se expresa en formas concretas de organización de los servicios de atención y prevención de en­fermedades, y en ciertas condiciones de bienestar o de salud.

Desde esta perspectiva, la hipótesis central consiste en que existen tanto frustraciones acumuladas como obstáculos estructurales en la sociedad co­lombiana para el logro del derecho a la salud para todos. Estos obstáculos tienden a profundizarse con el sistema de seguridad social en salud y con la política de salud del gobierno del presidente Andrés Pastrana. Por esta vía, es muy probable que aumente la inconformidad acumulada en la satisfacción de las necesidades de la población y que esta situación contribuya a aumen­tar el conflicto armado en Colombia.

LA FRUSTRACIÓN ACUMULADA

Las decisiones públicas sobre la salud en Colombia no son el resultado de la mala aplicación de modelos extranjeros. Es posible demostrar que las dife­rentes propuestas técnicas internacionales que pretendían ofrecer servicios de salud a toda la población, bien por la vía de un seguro social universal o de un servicio único nacional de salud, han estado presentes en el ámbito na­cional durante todo el siglo XX (4). No ha sido la ausencia de opciones téc­nicas lo que explica la falta de un sistema más universalista de servicios de salud en Colombia. Tal falta se explica por el tipo de relaciones de poder en el sistema político, en general, y del campo de la salud y de la seguridad so­cial, en particular. El sistema de salud, organizado jurídicamente en la dé­cada del 70, fue el resultado de tensiones y negociaciones complejas entre diferentes actores sociopolíticos de la sociedad colombiana que han obtenido sólo parcialmente lo que cada uno pretendía. Aún así, grandes sectores de la población han quedado excluidos y se ha acumulado una enorme frustración en medio de los intentos fallidos por ofrecer, por lo menos, servicios de atención médica para todos.

De tiempo atrás, la sociedad colombiana venía construyendo diferentes formas de atención de los problemas de salud. Hacia la década del 60, había cinco formas diferentes de atención: 1. Los servicios para los ricos o “pu­dientes” ofrecidos por el ejercicio privado de la profesión médica en con­sultorios y clínicas, a veces apoyado en algún seguro privado; 2. Los múlti­ples tipos de seguro obligatorio que atendían a los trabajadores formales o asalariados de los sectores privado y público; 3. La atención de los pobres, mediante dos estrategias basadas en la caridad, ya fuera pública bajo el nom­bre de “asistencia pública”, o privada bajo el nombre de “beneficencia”; 4. Los mecanismos de atención y control de epidemias y enfermedades de alto impacto colectivo, denominados de “salud pública” y claramente a cargo del Estado. 5. Todas las prácticas médicas populares no científicas, producto del sincretismo cultural acumulado, pero ubicadas en un lugar marginal y siem­pre subvalorado por los servicios legalmente aceptados. Así, los servicios de salud constituían una organización social fragmentada con base en la diná­mica del mercado o en la capacidad de pago de las personas, con ingerencia limitada del Estado. Quien tenía los medios, pagaba. Quien no los tenía, pe­día. En todo caso, predominaba el mercado a pesar de los intentos de articu­lación desde el Estado desde la década del 30.

Durante los años 60 el país entró en la ruta de la planificación para el de­sarrollo socioeconómico desde el Estado, en el marco de los pactos interna­cionales establecidos en la Alianza para el Progreso. La salud sería asumida como una inversión pública y el sistema de salud debía estar articulado desde el Estado, bien a través del aseguramiento universal o de un servicio único de salud administrado y prestado directa o principalmente por el Es­tado. Pero tal propósito fue influido y transformado por el pacto político que instauró el Frente Nacional en 1957 entre los dos partidos tradicionales, Li­beral y Conservador, para dar salida a un período de violencia iniciado en 1948. Dicho pacto recompuso el modelo bipartidista predominante en el sistema político y superó la amenaza populista representada en la experien­cia de gobierno militar del General Gustavo Rojas Pinilla. Al mismo tiempo, la magnitud y el desarrollo del pacto condujo al fortalecimiento del Estado excluyente, clientelista y patrimonialista que tanto pesa hoy en el conflicto armado y en la escasa legitimidad del Estado colombiano (5).

Los actores sociopolíticos del campo de la salud también entraron en una lógica patrimonialista. En el momento en que la Ley 12 de 1963 ordenó des­arrollar un sistema único de algún tipo, sobre la base de la ampliación de la asistencia pública, cada cual salió a defender sus fueros. Los trabajadores sindicalizados y los empleados públicos defendieron los servicios de salud por los cuales cotizaban, sin duda mejores que los ofrecidos por la asistencia pública. Los grandes empresarios desconfiaban de la administración pública de sus aportes, a pesar de los beneficios del modelo proteccionista que el Frente Nacional sostenía. Las juntas de beneficencia y la Iglesia habían acumulado poder en las regiones a partir de las instituciones de caridad, y no estaban dispuestas a entregar sus bienes y servicios al poder central. Pero también querían los auxilios del Estado. Los médicos se dividieron entre los que defendían su vinculación con las instituciones de seguro social y de asistencia pública, y los que promovían el ejercicio privado de la profesión.

Los habitantes más pobres, tanto del campo como de las ciudades en ex­pansión, simplemente pedían hospital y médico para resolver sus problemas, y siempre había un político, liberal o conservador, que prometía el servicio. En ocasiones, el político cumplía con la construcción, como parte de los me­canismos establecidos de intermediación política entre centro y periferia, pero no con el funcionamiento del hospital o del centro de salud. O también, la población de todas las clases sociales utilizaba las prácticas médicas po­pulares e indígenas, más por la desconfianza cultural hacia la medicina occi­dental que por la ausencia de servicios.

Así las cosas, la articulación del sistema debió sufrir varios embates a pe­sar de la formación de los salubristas planificadores que desarrollaron y ocu­paron los cargos técnicos del Ministerio de Salud Pública. La “salud pú­blica” se comenzaba a entender como un sector del Estado encargado de la salud de toda la población y no solamente de la atención y la prevención de epidemias. Cuando este grupo de tecnócratas convencidos llevó al Congreso la propuesta de conformación de un Servicio Único de Salud en 1972, el proyecto se tachó de comunista. Se asimiló al modelo defendido y desarro­llado por el presidente chileno Salvador Allende. El sistema político colom­biano, decididamente bipartidista y excluyente, rechazó en el Congreso tal propuesta.

Los salubristas se apoyaron entonces en la Teoría General de Sistemas para hacer convivir todas las viejas formas de prestación de servicios en un Sistema Nacional de Salud (6). Mediante facultades especiales al ejecutivo, el cuerpo técnico del Ministerio diseñó el Sistema durante los años 70, con la idea de articular “funcionalmente” tres subsectores en todo independientes: el oficial, el de seguridad social y el privado. El cerebro sería un gran mi­nisterio técnico y los aparatos conectores serían los subsistemas funcionales de información, infraestructura, recursos humanos, entre otros.

Pero el intento resultó fallido (7). Es cierto que la beneficencia perdió es­pacio, una vez se establecieron los contratos con el Estado para recibir recur­sos y ampliar la red destinada a la asistencia pública. Pero la lógica de la ca­ridad siguió primando en este esquema. Además, los contratos fueron varias veces demandados con éxito, por su inconstitucionalidad y porque no había claridad sobre la persona jurídica que vendría a ser cada uno de estos centros y hospitales. Esta indefinición jurídica pesa aún hoy, como parte de la crisis hospitalaria que atraviesa el sistema en la actualidad.

El Instituto Colombiano de Seguros Sociales tuvo su propia reforma en 1977 y se distanció totalmente del control y del esfuerzo de articulación a través del Sistema. El subsector privado fue creciendo progresivamente a través de los esquemas de prepago, desarrollados por el sector financiero y siempre subvalorados a la hora de definir las coberturas del sistema en su conjunto. Entre tanto, las acciones de control y prevención de enfermedades se articularon a la red pública de centros y hospitales. Así las cosas, en la dé­cada de los 80 la expresión “Sistema Nacional de Salud” se comenzó a apli­car sólo a esa red pública y no al conjunto de prestadores de servicios. Entre tanto, los demás “subsectores” siguieron su propio rumbo.

Puede decirse, entonces, que el desarrollo del Sistema Nacional de Salud comprobó la fuerza sociopolítica de cada uno de los subsectores que habían crecido en el marco de la lógica del mercado, frente a un Estado clientelista y patrimonialista, al que también convenía la permanencia de estas fracturas de la organización de los servicios de salud. El intento de reforma del sis­tema a finales de los años 80, con recursos del Banco Mundial destinados al proyecto de “Consolidación del Sistema Nacional de Salud”, sólo terminó en una descentralización del manejo de la red pública de salud hacia los muni­cipios mediante la Ley 10 de 1990, pero con muchas dificultades adminis­trativas y financieras para su ejecución. Hoy todavía se aprecian los escollos, no sólo técnicos, sino políticos, relacionados con las viejas prácticas cliente­listas del Estado, o con la simple y franca corrupción incontrolable, o con el conflicto armado cada vez más extendido.

Así las cosas, el Sistema Nacional de Salud lo único que hizo fue legali­zar y, por esa vía, legitimar, la inequidad acumulada en el terreno de la asis­tencia sanitaria. Esto es, atención para ricos, para sectores medios y para po­bres, aunque existieran duplicaciones y, a veces, los pudientes utilizaran los beneficios de una asistencia pública indiscriminada. Los cálculos más pesi­mistas sobre la cobertura del Sistema a finales de los ochenta hablaban de 40 % en el subsector oficial, 18 % en la seguridad social, 17 % en práctica pri­vada, especialmente sustentada en el prepago, y un 25 % de población des­protegida (9).

En medio de la fragmentación, la cultura política que sustentó esta opción se inscribía en el derecho a la propiedad, de la cual se derivaban los demás derechos. Quien tenía, obtenía beneficios, con base en su capacidad de pago. Quien no tenía, pedía y obtenía algo, gracias a la caridad pública o privada, siempre precaria y caprichosa. Este no es el sustento de un Estado Social o del Bienestar como el que se consolidó en algunos países europeos sobre la base de la garantía de los derechos económicos, sociales y culturales consig­nados en la Declaración de los Derechos Humanos en 1948. Tampoco se construyó ciudadanía en el desarrollo del Sistema Nacional de Salud, en el sentido de la práctica cotidiana de un sujeto de derechos y deberes en rela­ción con los otros y respecto de un Estado Social de Derecho. En consecuen­cia, a pesar de que el Estado colombiano suscribió formalmente el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales con la Ley 74 de 1969, tam­poco puede decirse, como afirma Sarmiento, que “entraron en vigor el 3 de enero de 1976” (10).

LOS DESARROLLOS CONSTITUCIONALES

La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 fue uno de los resultados del anterior proceso de paz. Se trataba de construir un nuevo pacto que permi­tiera abrir el sistema político y reorganizar el Estado. En medio de múltiples posiciones, la Carta Magna resultó ser una combinación forzada entre social-democracia y neoliberalismo. Fue amplia en la enunciación de los derechos, pero también estableció límites y contradicciones que le han puesto zancadi­lla a su realización. La salud sólo quedó enunciada como un servicio pú­blico, no como un derecho (11), mientras varios avances de la nueva Cons­titución comenzaron a verse como problemas. Por ejemplo, la apertura de nuevos mecanismos de participación y de defensa de los derechos ciudada­nos como la tutela, la prioridad constitucional del gasto social y la definición de transferencias de la Nación hacia los entes territoriales, han sido señala­dos como obstáculos estructurales para el avance de las medidas de ajuste promovidas desde la banca internacional (12). Estos temas, incluso, son ob­jeto de debate y de confrontación entre la Corte Constitucional y el actual gobierno de Andrés Pastrana, dado que cada instancia encarna énfasis dis­tintos de la fundamentación constitucional, y modelos de Estado y de desa­rrollo diferentes, como se mostrará más adelante.

Es cierto que la salud también se incluyó entre los derechos otorgados a grupos vulnerables como las mujeres, los niños y los ancianos (10). Pero, más allá de la letra, es difícil hablar de logros importantes en estos grupos poblacionales. A pesar de algunos esfuerzos institucionales, experiencias como la Red de Solidaridad Social no han logrado superar su enfoque reme­dial y desarticulado. Programas como el dirigido a mujeres cabeza de fami­lia, el de madres comunitarias, el de subsidios directos a grupos de tercera edad en condiciones de indigencia y algunos dirigidos a niños y adolescen­tes, no pasan de ser paliativos frente a las necesidades de estas poblaciones en su conjunto (13).

En una revisión de las sentencias de la Corte Constitucional y del Con­sejo de Estado relacionadas con salud entre 1990 y 1996 se encontró que la Constitución de 1991 logró abrir una gama de posibilidades de desarrollo del derecho a la salud, más allá de la atención de las enfermedades (14). Entre ellas están:

  • El derecho a la vida, directamente relacionado con casos desatendidos de urgencia con inminencia de muerte.

  • El derecho al bienestar, expresado en términos de contar con las mejo­res condiciones para la realización de la vida de los ciudadanos, en ca­sos de franco daño ambiental por residuos industriales o mal manejo sa­nitario.

  • El derecho a la asistencia sanitaria. Este derecho se inscribe estricta­mente en la atención de las enfermedades, pero se considera funda­mental por su conexidad con el derecho a la vida. En general, es así como la jurisprudencia entiende el Artículo 49 de la Constitución. El mecanismo por el cual se garantiza, es decir el aseguramiento, se ins­cribe en el derecho irrenunciable a la seguridad social (Artículo 48). Pero este no va más allá de la administración de los recursos para la atención de las contingencias en salud, es decir de las enfermedades.

  • En el plano contractual del aseguramiento, los desarrollos jurisprudencia­les logrados en casos de demandas al Instituto de Seguros Sociales anteriores a 1993, permitieron avanzar en el tipo de compro­miso adquirido por los administradores de recursos de la seguridad so­cial en relación con los derechos a la salud y a la seguridad social. Des­pués de la Ley 100 de 1993, este tema ha sido motivo de varias senten­cias, en las cuales se acepta que la función social de las administradoras de recursos, sean de carácter público o privado, es la de asumir la dele­gación que el Estado les ha otorgado de la garantía del derecho irrenun­ciable a la seguridad social. No se trata simplemente de un contrato civil como el de compra de cualquier servicio o bien.

  • El derecho a la salubridad pública. Aunque no es tan explícito, se in­cluye en el de bienestar, en la medida en que obliga al Estado a garanti­zar las mejores condiciones ambientales y sociales para la vida. No se trata sólo de vivir, sino de vivir bien.

  • El derecho al ejercicio de la autonomía, en el marco del derecho al “li­bre desarrollo de la personalidad”, cuando los servicios de salud preten­den constreñir este derecho sobre la base del principio de beneficencia o del de justicia.

  • ·        El deber de todos los ciudadanos de procurar y cuidar su salud y la de su comunidad, en casos de evidente descuido individual, al punto de poner en peligro la vida de otras personas (Artículo 49).

Cabe resaltar que la Corte Constitucional ha avanzando más en la juris­prudencia sobre la conexidad entre la salud y el derecho a la vida, en virtud del frecuente uso de la acción de tutela. Pero tales desarrollos sólo se aplican a los individuos, es decir, uno a uno, y no en un sentido colectivo. Aún así, una expresión de la inconformidad popular con los servicios de salud es jus­tamente el volumen de tutelas que sobre salud debe atender el conjunto del sistema judicial. Pero este parece ser también un problema, en la medida en que, en no pocas ocasiones, el criterio jurídico ha desplazado o desbordado la capacidad de intervención médica para afrontar técnicamente los proble­mas de salud. Con base en estos “excesos”, el actual gobierno pretende rede­finir la seguridad social como un “derecho fundamental derivado y presta­cional” (15), con lo cual se espera delimitar aún más su conexidad con el de­recho a la vida y restringir el recurso de tutela.

Puede decirse entonces que, aún en el plano constitucional, la tendencia apunta hacia una comprensión de la atención en salud como un servicio de atención individual de enfermedades que se compra en el mercado de servi­cios y, cada vez menos, como un derecho ciudadano vinculado a la vida y al bienestar.

LOS DESARROLLOS LEGALES: LA LEY 100 DE 1993 Y CONEXAS

La Ley 100 de 1993, que estableció el Sistema General de Seguridad Social en Salud como uno de los tres componentes de la seguridad social en el país, es también un híbrido. Si bien no podría tacharse de neoliberal a ultranza, es cierto que el modelo se separa del proyecto articulador del sistema de salud desde el Estado. Detrás de este cambio se encuentra nada menos que una profunda transformación de las relaciones Estado-sociedad y del principio de justicia distributiva que las sustenta (16). El nuevo sistema parte de la sepa­ración entre los servicios individuales y los servicios colectivos en salud, para dejar los primeros en manos del mercado con competencia regulada y, los segundos, a cargo del Estado.

El fundamento de dicha separación se encuentra en la teoría neoclásica de los bienes. Desde esta perspectiva, los bienes privados son aquellos que im­plican un beneficio individual diferenciado, por el cual las personas estarían dispuestas a pagar. Los bienes públicos son sólo aquellos con altas externali­dades positivas o negativas, esto es, que afectan a muchas personas en un sentido positivo o negativo, y que, por lo mismo, deberían ser costeados con recursos públicos porque nadie estaría dispuesto a pagar por ellos (17).

El modelo de la Ley 100 de 1993 incorpora estas ideas (1). Así, los servi­cios individuales quedan organizados por la lógica de un mercado de asegu­ramiento, pero con elementos que incorporan aspectos del modelo de la “competencia administrada o manejada” propuesto por Enthoven en Estados Unidos (18). Los mecanismos más importantes para la regulación de la com­petencia en el caso colombiano, que lo hacen tan atractivo en el contexto in­ternacional, son (3): la obligatoriedad del aseguramiento, la existencia de un fondo único al que confluyen todos los recursos (Fondo de Solidaridad y Ga­rantía), la exigencia de un plan mínimo de beneficios (Plan Obligatorio de Salud) y el pago de los aseguradores
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