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Curiosamente la representación de la violencia es tanto más exacerbada cuando disminuye de hecho en la sociedad civil. En el cine, en el teatro, en la literatura, asistimos en efecto a una sobrepuja de las escenas de violencia, a una debacle de horror y atrocidad, jamás el «arte» se había consagrado de este modo a presentar la propia textura de la violencia, violencia hi fi hecha de escenas insoportables de huesos triturados, chorros de sangre, gritos, decapitaciones, amputaciones, castraciones. De este modo la sociedad cool corre paralela con el estilo hard, con el espectáculo ficticio de una violencia hiperrealista. No se puede explicar esa pornografía de lo atroz a partir de alguna necesidad sádica rechazada por nuestras sociedades tamizadas; más vale registrar la radicalidad de las representaciones convertidas en autónomas y, en consecuencia, destinadas a un puro proceso maximalista. La forma hard no expresa una pulsión, no compensa una carencia, como tampoco describe la naturaleza intrínseca de la violencia posmoderna; cuando ya no hay un código moral para transgredir, queda la huida hacia adelante, la espiral extremista, el refinamiento del detalle por el detalle, el hiperrealismo de la violencia, sin otro objetivo que la estupefacción y las sensaciones instantáneas. Es por eso que resulta posible destacar el proceso hard en todas las esferas, el sexo (la pornografía; la prostitución de niños cada vez más jóvenes: en Nueva York se calculan en doce mil los niños y niñas de menos de dieciséis años que están en manos de proxenetas), la información (el frenesí de lo «directo»), la droga (con su escalada de dependencia y dosis cada vez mayores), los sonidos (la carrera de los decibelios), la «moda» (punks, skinheads, cuero), el ritmo (el rock), el deporte (doping y sobre-entrenamiento de los atletas; auge de la práctica del karate: body-building femenino y su fiebre de musculatura); lejos de ser una moda más o menos aleatoria, el efecto hard es correlativo con el orden cool, con la desestabilización y la desubstancialización narcisista al igual que el efecto humorístico que representa su cara opuesta, pero lógicamente homóloga. A la paulatina disolución de referencias, al vacío del hiperindividualismo, responde una radicalidad sin contenido de los comportamientos y representaciones, una subida a los extremos en los signos y hábitos de lo cotidiano, en todas partes el mismo proceso extremista está en marcha, el tiempo de las significaciones, de los contenidos pesados vacila, vivimos el de los efectos especiales y el de la performance pura, del aumento y amplificación del vacío. Crímenes y suicidas: violencias hard El paisaje de la violencia no ha permanecido estático con el advenimiento de las sociedades dirigidas por el proceso de personalización. Si bien después de los siglos XVIII y XIX, los delitos contra la propiedad (atracos, robos) y la delincuencia astuta (estafas...) siguen siendo con mucho más numerosos, en todos los países occidentales, que los delitos contra las personas, en cambio la gran delincuencia ha dado un salto adelante tal que podemos hablar de un acontecimiento social inédito: en Francia, entre 1963 y 1976 los atracos se multiplicaron por 35, entre 1967 y 1976, se cometieron 5 veces más robos a mano armada y 20 veces más atracos. Es cierto que desde 1975, este tipo de delincuencia parece haber encontrado un punto de equilibrio y en cifras absolutas no presenta progresiones espectaculares; sin embargo, el robo a mano armada representa ahora una figura mayor de la violencia urbana. Si el proceso de personalización suaviza las costumbres de la mayoría, inversamente endurece las conductas criminales de los marginados, favorece el surgimiento de acciones energúmenas, estimula la radicalización de la violencia. El desenmarcamiento individualista y la desestabilización actual suscitada concretamente por el estímulo de las necesidades y su frustración crónica, originan una exacerbación cínica de la violencia ligada al provecho, a condición de precisar de inmediato los límites del fenómeno circunscrito a un número finalmente reducido de individuos que acumulan las agresiones: en la capital federal de los Estados Unidos, el 7% de los criminales detenidos en un período de cuatro años y medio han sido detenidos cuatro veces y ese 7% eran presuntos culpables del 24 % de todos los crímenes graves perpetrados durante esos años. Antaño el gran bandidismo se daba sobre todo en una población relacionada con el proxenetismo, con el chantaje, con el tráfico de armas y de estupefacientes; hoy asistimos a una ampliación o «desprofesionalización» del crimen, es decir a la emergencia de una violencia cuyos autores, a menudo desconocidos por los servicios policiales, no tienen ninguna relación con el hampa. La violencia criminal se expande, pierde sus fronteras estrictas, incluso en cuanto a la edad de los delincuentes: en Francia, en 1975, sobre cien personas acusadas de hechos criminales, dieciocho eran menores, el 24 % de los autores de atracos y robos a mano armada tenían menos de veinte años; en los USA, el 57% de los autores de crímenes violentos tenía, en 1979, menos de veinticinco años, uno de cada cinco tenía menos de dieciocho años. La delincuencia juvenil no se ha desarrollado especialmente en volumen, se ha hecho más violenta. El proceso de personalización que generaliza el culto a la juventud pacifica a los adultos pero endurece a los más jóvenes, los cuales, conforme a la lógica hiperindividualista tienden a afirmar cada vez más pronto, cada vez más deprisa su autonomía, ya sea material o psicológica, aunque para ello deban utilizar la violencia. El mundo hard es joven y afecta sobre todo a los marginados culturales, inmigrados y jóvenes procedentes de familias de inmigrados y a las minorías raciales. El orden del consumo pulveriza mucho más radicalmente las estructuras y personalidades tradicionales que el orden racista colonial: ahora es menos la inferioridad lo que caracteriza el «colonizado» que una desorganización sistemática de su identidad, una desorientación violenta de su ego suscitada por la estimulación de los modelos individualistas eufóricos que invitan a vivir intensamente. El proceso de personalización desmantela la personalidad; por un lado, el estallido narcisista y pacífico, por otro, el estallido violento y energúmeno. La sociedad hedonista produce contra su voluntad una componente explosiva, al estar imbricada en un universo de honor y de venganza a la deriva. La violencia de los jóvenes marginados por su color o su cultura es un patchwork, resulta del choque entre el desenmarcamiento personalizado y el enmarcamiento tradicional, entre un sistema a base de deseos individualistas, de profusión, de tolerancia y una realidad cotidiana de ghettos, de paro, de indiferencia hostil o racista. La lógica cool prosigue por otros medios el trabajo plurisecular de la exclusión y la relegación; ya no por la explotación o la alienación por imposición autoritaria de normas occidentales, sino por criminalización. Mientras que en 1975, los extranjeros, que sólo representaban el 8% de la población francesa, eran responsables del 26% de los robos con violencia, el 23 % de golpes y heridas, el 20% de los homicidios, el 27% de las violaciones y el 26% de condenas por tenencia ¡lícita de armas. En 1980, en Marsella, el 32% de los golpes y heridas y el 50% de robos con violen cia fueron cometidos por jóvenes extranjeros, la mayoría de los casos del Magreb: sí tenemos en cuenta que los jóvenes nacidos en familiar inmigradas, aunque ya ellos con la nacionalidad francesa, no figuran en estas cifras, ya que están contabilizados en la estadística criminal francesa, podemos imaginar la alta representación, si mezclamos los diversos grupos, de los inmigrados e hijos de inmigrados en los actos de violencia, proporción que no se explica tan sólo por una policía o una justicia que sospecha, detiene y condena mucho más a los «extranjeros» que a los autóc tonos. En los Estados Unidos, donde de forma general la violencia es considerable un acto de violencia cada veintisiete segun dos, dicen también los negros están igualmente sobrerrepresentados en los crímenes violentos, como agresores y como víctimas. En efecto, de forma general, los actos violentos se producen entre individuos del mismo color: hay más crímenes entre negros que de negros contra blancos y viceversa. En la población negra, el homicidio es ahora la primera causa de muerte tanto para hom bres como mujeres de veinticuatro a treinta y cuatro años, mientras que en la población blanca de la misma edad, son los acci dentes de circulación. Los negros tienen seis veces más riesgo de morir por homicidio que los blancos: limitándonos a los hom bres, en 1978 las muertes por homicidio por cada 100.000 habitan tes eran del 78,1 en la población negra, 12,2 entre los blancos. Cerca de la mitad de los asesinos detenidos son negros. Prueba a contrario del proceso de civilización, la violencia es cada vez más un asunto de grupos periféricos, se convierte en una realidad de minorías. Vistas así las cosas, no debe verse en esa violencia de color ni un hábito arcaico ni una forma de rebelión; es el punto culminante de la desestabilización y de la desintegración posmo derna, el acercamiento a los extremos, desocializado y cínico, ligado a la licuación de los principios, enmarcamientos y autocontroles; es la manifestación hard del orden cool. Desorganización o degeneración del bandidismo que se ve básicamente en la «calidad» de los crímenes. Mientras que los hampones profesionales organizan minuciosamente sus golpes, valorando ventajas y riesgos, cuidando su coartada, los delincuentes nueva ola se lanzan en operaciones a menudo improvisadas, sin conocimiento de los lugares, de los fondos, de los sistemas de alarma, empresas altamente arriesgadas a cambio de un beneficio mínimo. En un solo día, cinco, seis atracos, por sumas cada vez irrisorias, esa desproporción entre riesgos y provechos, entre un fin insignificante y medios extremos son lo que caracteriza esa criminalidad hard, sin proyecto, sin ambición, sin imaginario. El proceso de personalización que aspira a aumentar la responsabilidad de los individuos favorece de hecho los comportamientos aberrantes, inestables, indiferentes de algún modo al principio de realidad,33 como tales en consonancia con el narcisismo dominante y su correlato, lo real transformado en espectáculo irreal, en un escaparate sin espesor, por la lógica de las solicitaciones. Consecuencia del abandono de las grandes finalidades sociales y de la preeminencia concedida al presente, el neonarcisismo es una personalidad flotante, sin estructura ni voluntad, siendo sus mayores características la labilidad y la emotividad. Así la violencia hard, desesperada, sin proyecto, sin consistencia, es la imagen de un tiempo sin futuro que valoriza el «todo y pronto ya»; lejos de ser antinómico con el orden cool y narcisista, es su expresión exasperada: la misma indiferencia, la misma desubstancialización, lo que se gana en individualismo se pierde en «oficio», en ambici6n, y también en sangre fría, en control de uno mismo: mientras que los jóvenes mafiosos americanos se hunden y rompen ahora sin gran resistencia la «ley del silencio», aparecen esos híbridos posmodernos que son los jóvenes atracadores que toman tranquilizantes. La desubstancialización, aquí como en otras partes, se acompaña del flip y la inestabilidad. La violencia contemporánea ya nada tiene que ver con el mundo de la crueldad, el nerviosismo es su rasgo dominante, y eso no sólo entre los atracadores sino también entre los criminales de suburbio convertidos en locos furiosos por la gente que hace ruido, así como entre la propia policía, como lo prueba la multiplicación de los inquietantes asuntos de los «excesos policiales» recientes. El crimen para nada: seguramente esto no es nuevo, también las épocas pasadas tuvieron crímenes crapulosos con miserables ganancias. A finales del siglo XIX existe aún una criminalidad llamada de las vallas: se ataca a un burgués extraviado, un paseante atraído hacia las zanjas de las fortificaciones. Pero esas violencias tenían en común, que reconducían la inmemorial connivencia del crimen y de la noche, de lo ¡legal y lo secreto. Hoy esa relación está a punto de desaparecer el crimen hard se realiza a la luz del día, en medio de la ciudad, indiferente al anonimato, indiferente a los lugares y a las horas, corno si el crimen se esforzase en participar de la pornografía de nuestro tiempo, la de la visibilidad total. Siguiendo la desestabilización general, la violencia se separa de su principio de realidad, los criterios del peligro y la prudencia desaparecen, así se instaura una banalización del crimen incrementada por un aumento incontrolado en los medios de la violencia. La violencia criminal no designa el mundo hard solamente. Menos espectacular, menos noticia, el suicidio constituye su otra cara, interiorizada si se quiere, pero regida por una misma ascensión y una misma lógica. Sin duda el aumento de suicidios no es característico de la posmodernidad; se sabe que a lo largo del siglo XIX, en Europa, el suicidio no dejó de aumentar. En Francia, de 1826 a 1899, el número de suicidios se ha multiplicado por cinco mientras que su índice para cada 100.000 habitantes pasa de 5,6 a 23; en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el elevado índice es superado, llegando a 26,2. Como Durkheim analizó correctamente, allí donde la desinserción individualista ha tomado gran amplitud, el suicidio experimenta un aumento considerable. El suicidio que, en las sociedades primitivas ó bárbaras, era un acto de fuerte integración social preescrito por el código holista del honor, se convierte, en las sociedades individualistas, en un comportamiento «egoísta» cuyo auge fulgurante sólo podía ser, según Durkheim, un fenómeno patológico,34 luego evitable y pasajero, resultado no tanto de la naturaleza de la sociedad moderna como de las condiciones particulares en las que se había instituido. La evolución de la curva de suicidios, en un momento dado, pudo confirmar el «optimismo» de Durkheim, ya que el índice muy elevado de principios de siglo bajó a 19,2 en 1926 1930 e incluso a 15,4 durante el decenio de 1960. En base a estas cifras se ha podido escribir que la sociedad contemporánea estaba «tranquila» y equilibrada.35 Sabemos sin embargo que no es así: primero, desde 1977 en Francia, con un índice que se acerca a 20, asistimos de nuevo a un aumento importante del suicidio que restablece casi el nivel que se alcanzó a principio del siglo o entre las dos guerras. Pero, además de ese incremento, quizá coyuntural de las muertes por suicidio, el número de tentativas de suicidio sin alcanzar la muerte es lo que obliga a replantear la cuestión de la naturaleza suicidógena de nuestras sociedades. Si realmente se constata un descenso del número de muertes voluntarias, observamos al mismo tiempo un alza considerable de las tentativas de suicidios, en todos los países desarrollados. Se consideran que hay de 5 a 9 tentativas por cada suicidio consumado: en Suecia, cerca de 2.000 personas se suicidan cada año, pero hay 20.000 intentos; en los Estados Unidos, se cometen 25.000 y se intentan sin éxito 200.000. En Francia hubo, en 1980, 10.500 suicidios muertes, y cerca de 100.000 tentativas. Pues bien, todo hace pensar que el número de tentativas en el siglo XIX no podía ser equivalente al que conocemos hoy. En primer lugar porque las maneras de perpetrarlo eran más «eficaces», ahorcamiento, asfixia, armas de fuego eran los tres instrumentos privilegiados del suicidio hasta 1960; luego porque el estado de la medicina permitía salvar a menos suicidas; por último por el hecho de la alta proporción, en la población suicida, de personas de edad, es decir las más resueltas, decididas a morir. Habida cuenta de la amplitud sin precedentes de las tentativas de suicidio y a pesar del descenso del número de muertos suicidas, la epidemia suicida no ha concluido ni mucho menos: la sociedad posmoderna al acentuar el individualismo, al modificar su carácter por la lógica narcisista, ha multiplicado las tendencias a la autodestrucción, aunque sólo fuera transformando su intensidad; la era narcisista es más suicidógena aún que la era autoritaria. Lejos de ser un accidente inaugural de las sociedades individualistas, el movimiento ascendente de los suicidios es su correlato a largo plazo. Si bien se ahonda la diferencia entre los intentos y la muerte por suicidio, ello se debe a los progresos de la medicina en materia de tratamiento de intoxicaciones agudas, aunque también al hecho de que la intoxicación por medicamentos y venenos se convierte en una forma predominante de perpetración. Si contemplamos el conjunto de los actos suicidas (incluidas las tentativas), las intoxicaciones, medicamentos y gas ocupan el primer lugar en los medios empleados, ya que cuatro quintas partes de suicidas los han utilizado. De alguna manera el suicidio paga su tributo al orden cool: cada vez menos sangriento y doloroso, el suicidio, como las conductas interindividuales, se suaviza, aunque la violencia autodestructora no desaparece, son los medios para conseguirlo lo que pierde su brillantez. Si los intentos aumentan se debe también al hecho de que la población suicida es cada vez más joven: lo mismo ocurre con el suicidio que con la gran criminalidad, la violencia hard es joven. El proceso de personalización compone un tipo de personalidad cada vez más incapaz de afrontar la prueba de lo real: la fragilidad, la vulnerabilidad aumentan, principalmente entre la juventud, categoría social más privada de referencias y anclaje social. Los jóvenes, hasta entonces relativamente preservados de los efectos autodestructivos del individualismo por una educación y un enmarcamiento estables y autoritarios, sufren sin paliativos la desubstancialización narcisista, son ellos quienes representan ahora la figura última del individuo desinsertado, desestabilizado por el exceso de protección o de abandono y, como tal, candidato privilegiado al suicidio. En América, los jóvenes de quince a veinticuatro años se suicidan a un ritmo doble del de hace diez años, triple del de hace veinte. El suicidio decrece en edades en que antes era más frecuente, pero no cesa de aumentar entre los más jóvenes: en los USA, el suicidio es ya la segunda causa de la muerte de jóvenes, después de los accidentes de automóvil. Quizá sólo estemos al principio, si nos fijamos en la monstruosidad del grado último al que llega la escalada de la autodestrucción en el Japón; hecho inaudito, ahora son los niños de cinco a catorce años los que se quitan la vida, de 56 en 1965 han pasado a 100 en 1975 y a 265 en 1980. Con la absorción de los barbitúricos y el alto índice de tentativas fracasadas, el suicidio accede a la era de las masas, a un estatuto banalizado y discount, igual que la depresión y la fatiga. Ahora el suicidio ha sido incorporado por un proceso de indeterminación en que el deseo de vivir y el deseo de morir ya no son antinómicos sino que fluctúan de un polo al otro, casi instantáneamente. De este modo, gran número de suicidas, absorben el fármaco y reclaman, en el minuto siguiente, ayuda médica; el suicidio pierde su radicalidad, se desrrealiza en el momento en que las referencias individuales y sociales se difuminan, en que la propia realidad se vacía de su substancia sólida y se identifica con una figuración programada. Esa licuación del deseo de aniquilamiento es sólo una de las caras del neonarcisismo, de la desestructuración del Yo y de la desubstancialización de lo voluntario. Cuando el narcisismo es preponderante, el suicidio procede ante todo de una espontaneidad depresiva, del flip efímero más que de la desesperación existencial definitiva. De manera que en nuestros días, el suicidio puede producirse paradójicamente sin deseo de muerte, algo así como esos crímenes entre vecinos que matan menos por voluntad de muerte que para librarse de ruidos molestos. El individuo posmoderno intenta matarse sin querer morir, como esos atracadores que disparan por descontrol; uno mira de poner fin a sus días por una observación desagradable, como se mata para poder pagarse una butaca en el cine; ese es el efecto hard, una violencia sin proyecto, sin voluntad afirmada, una subida a los extremos en la instantaneidad: la violencia hard está soportada por la lógica cool del proceso de personalización. Individualismo y revolución |