Investigación histórica, al menos aquella que, por debajo de la espuma de los acontecimientos más o menos contingentes, se esfuerza en teorizar los movimientos de gran amplitud, las grandes continuidades y discontinuidades que miden el devenir humano.






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títuloInvestigación histórica, al menos aquella que, por debajo de la espuma de los acontecimientos más o menos contingentes, se esfuerza en teorizar los movimientos de gran amplitud, las grandes continuidades y discontinuidades que miden el devenir humano.
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VIOLENCIAS SALVAJES, VIOLENCIAS MODERNAS
Gilles Lipovetsky


La violencia apenas ha conseguido, casi, ganar los favores de la investigación histórica, al menos aquella que, por debajo de la espuma de los acontecimientos más o menos contingentes, se esfuerza en teorizar los movimientos de gran amplitud, las grandes continuidades y discontinuidades que miden el devenir humano. La cuestión con todo invita a conceptualizar basándose en los grandes períodos históricos: durante milenios, a través de las formaciones sociales más diversas, la violencia y la guerra siempre han sido valores dominantes, la crueldad se ha mantenido con tal legitimidad que ha podido funcionar como «ingrediente» en los placeres más preciados. ¿Qué nos ha cambiado hasta ese punto? ¿Cómo las sociedades de sangre han podido dejar paso a sociedades suaves donde la violencia interindividual no es más que un comportamiento anómalo y degradante, y la crueldad un estado patológico? Semejantes preguntas no tienen mucho prestigio hoy comparadas con las que suscita el poder desmultiplicado de los Estados modernos, por el equilibrio del terror y la carrera armamentista: ocurre como si después del momento todo económico y el momento todo poder, la revolución de las relaciones de hombre a hombre nacidas con la sociedad individualista quedase como un tema menor, privado de toda eficacia propia, que no mereciese nuevos desarrollos. Es como si, bajo el choque de las dos guerras mundiales, de los campos nazis y estalinistas, de la generalización de la tortura y en el momento actual el recrudecimiento de la criminalidad violenta o del terrorismo, nuestros contemporáneos se negaran a registrar esa mutación multisecular y retrocedieran ante la tarea de interpretar el irresistible movimiento de pacificación de la sociedad; la hipótesis de la pulsión de muerte y de la lucha de clases contribuyeron a acreditar la imagen de un principio de conservación de la violencia y retrasar la interrogación sobre su destino.
No era esta la indecisión de los grandes espíritus del siglo XIX que, como Tocqueville o Nietzsche, para citar dos pensamientos sin duda ajenos entre sí aunque igualmente fascinados por el auge del fenómeno democrático, no dudaban en plantear la cuestión con toda su brutal nitidez, insoportable para el pensamiento spot de nuestros días. Más cerca de nosotros, los trabajos de N. Elias y luego de P. Clastres, a niveles diferentes, han contribuido a revitalizar la interrogación. Ahora debemos proseguirla, prolongarla analizando la violencia y su evolución en sus relaciones sistemáticas con los tres ejes mayores: el Estado, la economía y la estructura social. Conceptuar la violencia: lejos de las lecturas mecanicistas, ya sean políticas, económicas o psicológicas, debemos establecer la violencia como un comportamiento dotado de un sentido articulado con el todo social. Violencia e historia: más allá del escepticismo erudito y el alarmismo estadístico periodístico, debemos remontarnos algo más atrás en el tiempo, poner al día las lógicas de la violencia, con el fin de delimitar, dentro de lo posible, nuestro presente, en el momento en que por todas partes se proclama con mayor o menor pertinencia la entrada de las sociedades occidentales en una era radicalmente nueva.

Honor y venganza: violencias salvajes
A lo largo de los milenios en que las sociedades han funcionado de un modo salvaje, la violencia de los hombres, lejos de explicarse a partir de consideraciones utilitarias, ideológicas o económicas, ha sido regulada esencialmente en función de dos códigos estrictamente corolarios, el honor, la venganza, de los que cuesta comprender el significado exacto, por haber sido eliminados de la lógica del mundo moderno. Honor, venganza, dos imperativos inmemoriales, inseparables de las sociedades primitivas, sociedades «holistas» aunque igualitarias en las que los agentes individuales están subordinados al orden colectivo y en las que, simultáneamente, «las relaciones entre hombres son más importantes, más altamente valorizadas que las relaciones entre hombres y cosas».1 Cuando ni el individuo ni la esfera económica tienen una existencia autónoma y están sometidos a la lógica del estatuto social, reina el código del honor, el primado absoluto del prestigio y de la estima social, como el código de la venganza que significa la subordinación del interés personal al interés de grupo, la imposibilidad de romper la cadena de alianzas y de generaciones, de los vivos y los muertos, la obligación de poner en juego la vida en nombre del interés superior del clan o linaje. El honor y la venganza expresan directamente la prioridad del conjunto colectivo sobre el agente individual.
Estructuras elementales de las sociedades salvajes, el honor y la venganza son códigos de sangre. Allí donde predomina el honor, la vida poco vale comparada con la estima pública; el valor, el desprecio de la muerte, el desafío son virtudes muy valoradas, la cobardía es despreciada en todas partes. El código del honor conmina a los hombres a afirmarse por la fuerza, a ganarse el reconocimiento de los demás antes de afianzar su seguridad, a luchar a muerte para imponer respeto. En el universo primitivo, la honra es lo que ordena la violencia, so pena de humillación nadie debe soportar una afrenta o un insulto; querellas, injurias, odios y celos, tienen un final sangriento, mucho más que en las sociedades modernas. Lejos de manifestar una impulsividad descontrolada, la belicosidad primitiva es una lógica social, un modo de socialización consustancial al código del honor.
La guerra primitiva no puede separarse del honor. En función de ese código cada hombre adulto debe ser un guerrero, valiente y decidido ante la muerte. Es más, el código del honor proporciona el motor, el estimulante social de las empresas guerreras; sin ninguna finalidad económica, la violencia primitiva es, en muchos casos, guerra para el prestigio, para adquirir gloria y fama, asociadas a la captura de signos y botines, cabelleras, caballos, prisioneros. El primado de honor puede dar lugar así, como ha demostrado P. Clastres, a esas cofradías de guerreros totalmente dedicados a las hazañas armadas, obligados a desafiar a la muerte constantemente, a competir en valentía, competición que los lanza a expediciones cada vez más audaces que les lleva ineluctablemente a la muerte.2
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Si la guerra primitiva está estrechamente vinculada al honor, lo está de la misma manera al código de la venganza: se es violento por prestigio o por venganza. Los conflictos armados se desencadenan para vengar un ultraje, una muerte o incluso un accidente, una herida, una enfermedad atribuidas a las fuerzas malignas de un brujo enemigo. Es la venganza lo que exige que se vierta sangre enemiga, que los prisioneros sean torturados, mutilados o devorados ritualmente, es ella la que decide en última instancia que un prisionero no debe intentar evadirse, como si sus padres o su grupo no fueran bastante valerosos para vengar su muerte. Asimismo, el miedo a la venganza de los espíritus de los enemigos sacrificados es el que impone los rituales de purificación del verdugo y su grupo. Más aún: la venganza no sólo se ejerce contra las tribus enemigas, exige también el sacrificio de mujeres o niños de la comunidad a modo de reparación del desequilibrio ocasionado, por ejemplo, por la muerte de un adulto en plena juventud. Debemos despsicologizar la venganza primitiva, que no tiene nada que ver con la hostilidad reprimida: entre los Tupinambas un prisionero vivía a veces decenas de años en el grupo que le había capturado, gozaba de gran libertad, podía casarse y era querido y cuidado por sus dueños y mujeres como uno del pueblo; eso no impedía que la ejecución del sacrificio fuera ineluctable.3 La venganza es un imperativo social, independiente de los sentimientos de los individuos y los grupos, independientes de las nociones de culpabilidad o de responsabilidad individuales y que fundamentalmente manifiesta la exigencia de orden y simetría del pensamiento salvaje. La venganza es «el contrapeso de las cosas, el restablecimiento de un equilibrio provisionalmente roto, la garantía de que el orden del mundo no va a sufrir cambios»,4 es decir, la exigencia de que en ninguna parte se pueda establecer de forma duradera un exceso o una carencia. Si existe una edad de oro de la venganza la debemos buscar en los salvajes: constitutiva del universo primitivo, la venganza impregna todas las grandes acciones individuales y colectivas, es a la violencia lo que los mitos y sistemas de clasificación son al pensamiento «especulativo», realizando la misma función de ordenación del cosmos y de la vida colectiva, en favor de la negación de la historicidad.
Es por eso que las recientes teorías de R. Girard sobre la violencia5 nos parecen basadas en un contrasentido radical; en efecto, decir que el sacrificio es un instrumento de prevención contra el proceso interminable de la venganza, un medio de protección al que recurre la comunidad entera ante el ciclo infinito de las represalias y contra represalias, es omitir una realidad primera del mundo primitivo: a saber, que la venganza, lejos de ser lo que hay que frenar, es a lo que deben ser obligados imperativamente los hombres. Ni la venganza es una amenaza, un terror a eliminar, ni el sacrificio es un medio de frenar la violencia pretendidamente disolvente de las venganzas intestinas gracias a un sustituto cualquiera. A esa visión pánico de la venganza, debe oponerse la de los salvajes, entre los cuales resulta un instrumento de social¡zación, un valor tan indiscutible como la generosidad. Inculcar el código de la venganza, devolver golpe por golpe, esa es la regla fundamental: en los Yanomami si un niño tira al suelo a otro por descuido, la madre de este último le intima a que pegue al otro: «¡véngate, vamos, véngate!».6 Lejos de ser, como para R. Girard, una manifestación no histórica, bioantropológica, la violencia vengativa es una institución social; no es un proceso «apocalíptico» sino una violencia limitada que mira de equilibrar el mundo, de instituir una simetría entre los vivos y los muertos. No debemos concebir las instituciones primitivas como máquinas para rechazar o desviar una violencia trans histórica, sino como máquinas para producir y normalizar la violencia. En esas condiciones, el sacrificio es una manifestación del código de la venganza, no lo que impide su despliegue: ni substitución ni desplazamiento, el sacrificio es el efecto directo del principio de venganza, una exigencia de sangre sin disfraces, una violencia al servicio del equilibrio, de la perennidad del cosmos y de lo social.
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La perspectiva clásica de la venganza, tal como se expresa en la obra de M. R. Davie por ejemplo, no es mucho más satisfactoria: los grupos primitivos «no poseen ni un sistema desarrollado de legislación, ni jueces ni tribunales para el castigo de los crímenes y sin embargo sus miembros viven generalmente en paz y seguridad. En este caso, ¿qué es lo que reemplaza el procedimiento judicial de los civilizados? Encontraremos la respuesta a esta pregunta en la práctica de la justicia personal o de la venganza privada».7 ¿La venganza como condición de la paz interior, y equivalente de la justicia? Concepción muy discutible ya que la venganza acostumbra a la violencia, legitima las represalias, arma a los individuos, mientras que la institución judicial tiene como objetivo prohibir el recurso a las violencias privadas. La venganza es un dispositivo que socializa por la violencia; nadie puede dejar impune la ofensa o el crimen, nadie tiene el monopolio de la fuerza física, nadie puede renunciar al imperativo de verter la sangre enemiga, nadie se remite a otro para afianzar su seguridad. ¿Qué decir si no que la venganza primitiva está en contra del Estado, que su acción apunta a impedir la constitución de sistemas de dominio político? Al hacer de la venganza un deber imprescriptible, todos los hombres son iguales ante la violencia, nadie puede monopolizar la fuerza o renunciar a ella, nadie es protegido por una instancia especializada. De manera que no sólo es por la guerra y su obra centrífuga de dispersión como la sociedad primitiva llega a conjurar el advenimiento del dispositivo estatal;8 también es desde dentro, por el código de honor y de la venganza, que contrarresta el deseo de sumisión y de protección, como se impide la emergencia de una instancia que acapare poder y derecho a matar.
Simultáneamente el código de la venganza sirve para impedir el surgimiento del individuo independiente, replegado sobre su propio interés. Aquí se lleva a cabo la prioridad del todo social sobre las voluntades individuales, los vivos se encargan de afirmar en la sangre su solidaridad con los muertos, de afirmar su pertenencia al grupo. La venganza de sangre está en contra de la división de los vivos y los muertos, contra el individuo separado, y por ello es un instrumento de socialización holista como la regla del don, que instituye no tanto el paso de la naturaleza a la cultura como el funcionamiento holista de las sociedades, la preeminencia de lo colectivo sobre lo individual por la obligación de la generosidad, del don de las hijas y hermanas y la prohibición de la acumulación y el incesto.
La comparación puede proseguirse tal vez con otra institución, ésta de tipo violento, las ceremonias iniciáticas que marcan el paso de los jóvenes a la edad adulta y que van acompañadas de torturas rituales intensas. Hacer sufrir, torturar, procede del orden holista primitivo, ya que lo que se trata de manifestar de manera ostensiva, en el propio cuerpo es la subordinación extrema del agente individual al conjunto colectivo, de todos los hombres sin distinción a una ley superior intangible. El dolor ritual, medio último de significar que la ley no es humana, que se debe recibirla, y no discutirla o cambiarla, es la manera de marcar la superior¡dad ontológica de un orden venido de fuera y como tal sustraído a las iniciativas humanas que miran de transformarlo. Por el aplastamiento del iniciado bajo la prueba del dolor, se trata de inscribir en el cuerpo la heteronomía de las reglas sociales, su preeminencia implacable y, en consecuencia, impedir el nacimiento de una instancia separada del poder que se otorgase el derecho de introducir un cambio histórico.9 La crueldad primitiva es como la venganza, una institución holista, contra el individuo que se autodetermina, contra la división política, contra la historia: así como el código de venganza exige a los hombres que arriesguen su vida en nombre de la solidaridad y del honor del grupo, también la iniciación exige de los hombres una sumisión muda de su cuerpo a las reglas trascendentes de la comunidad.
Como la iniciación, la práctica de los suplicios revela el significado profundo de la crueldad primitiva. La guerra salvaje no sólo consistía en la organización de incursiones y masacres, se trataba además de capturar enemigos a los que se infligía, tanto por parte de los hombres como por parte de los jóvenes o las mujeres, unos suplicios de una ferocidad inaudita que sin embargo no inspiraban el menor horror o indignación. Esa atrocidad de las costumbres ha sido desde siempre conocida pero, a partir de Nietzsche que las interpretaba como una fiesta de las pulsiones agresivas y luego de Bataille, que las consideraba un derroche improductivo, la lógica social y política de la violencia ha sido ocultada mucho tiempo por las problemáticas «energéticas». La crueldad primitiva nada tiene que ver con el «placer de hacer sufrir», no puede asimilarse a un equivalente pulsional de un daño sufrido: «Hacer sufrir causaba un placer infinito, en compensación del daño sufrido proporcionaba a las partes dañadas un contraplacer extraordinario».10 Independientemente de los sentimientos y emociones, el suplicio salvaje es una práctica ritual exigida por el código de la venganza, con el objeto de instaurar un equilibrio entre vivos y muertos: la crueldad es una lógica social, no una lógica del deseo. También es cierto que Nietzsche entrevió lo esencial del problema al relacionar la crueldad con la deuda, aunque dotase a ésta de un significado moderno, materialista, basado en el intercambio económico.11 De hecho, la atrocidad de las torturas salvajes sólo tiene sentido si se relaciona con esa deuda específica y extrema que une vivos y muertos: deuda extrema, primero por el hecho de que los vivos no pueden prosperar sin conciliarse con sus muertos dotados de un poder particular que representaba una de las mayores amenazas posibles, luego por el hecho de que esa deuda concierne a dos universos siempre amenazados de disyunción radical, el visible y el invisible. De modo que se necesita un exceso para compensar el déficit de la muerte, se necesita un exceso de dolor, de sangre o de carne (en el festín antropofágico) para cumplir el código de la venganza, es decir para transformar la disyunción en conjunción, para restablecer la paz y la alianza con los muertos. Venganza primitiva y sistemas de crueldad son inseparables como medios de reproducción de un orden social inmutable.
De ello se deduce que el exceso de los suplicios no es ajeno a la lógica del intercambio, por lo menos la que relaciona vivos y muertos. Hay que seguir sin duda los análisis de P. Clastres que ha sabido demostrar que la guerra no era en absoluto un fracaso accidental del intercambio sino una estructura básica, una finalidad central del ser social primitivo que determinaba la necesidad del intercambio y de la alianza;12 sin embargo, una vez «rehabilitada» la significación política de la violencia, debemos cuidar de no transformar el intercambio en instrumento indiferente de la guerra, en simple efecto táctico de la guerra. La inversión de las prioridades no debe ocultar lo que la violencia debe aún al intercambio y el intercambio a la violencia. En la sociedad primitiva, guerra e intercambio están en consonancia, la guerra es inseparable de la regla del don y esta es apropiada para el estado de guerra permanente.
En la medida en que la violencia primitiva corre paralela con la venganza, los lazos que la unen a la lógica de la reciprocidad son inmediatos. Así como hay una obligación de ser generoso, de dar bienes, mujeres, comida, asimismo existe la obligación de ser generoso con la propia vida, de donar la propia vida conforme al imperativo de venganza; así como cualquier bien debe ser devuelto, así la muerte debe ser correspondida, la sangre exige, como los dones, una contrapartida. A la simetría de las transacciones corresponde la simetría de la venganza. La solidaridad de grupo que se manifiesta por la circulación de las riquezas, se manifiesta de la misma manera por la violencia vengativa. De modo que la violencia no es antinómica con el código de intercambio, la ruptura de la reciprocidad se articula también en el marco del intercambio recíproco entre vivos y entre vivos y muertos.
Pero si la violencia presenta un parentesco de estructura con el intercambio, éste, por su parte, no puede asimilarse pura y simplemente a una institución de paz. Sin duda es por la regla del don y la deuda consiguiente por lo que los primitivos instituyen la alianza,13 pero eso no significa que el intercambio no tenga nada que ver con la guerra. Mauss ha subrayado en páginas ya célebres la violencia constitutiva de la reciprocidad a través de esa «guerra de propiedad» que constituye el potlatch. Incluso cuando el desafío, la rivalidad no tienen esa amplitud, Mauss observa ese hecho capital, insuficientemente señalado, de que el intercambio «lleva a querellas súbitas cuando a menudo su objetivo era evitarlas».14 El intercambio produce pues una paz inestable, frágil, siempre al borde de la ruptura. El problema, entonces, es entender por qué fracasa el intercambio cuando su objetivo es establecer relaciones pacíficas. ¿Debemos volver a la interpretación de Lèvi Strauss según la cual la guerra no es más que un fracaso contingente, una transacción desgraciada, o debemos ver en la reciprocidad una institución que, por su misma forma, es propicia a la violencia? Es esa segunda hipótesis la que nos parece acertada: sólo hay fracaso en apariencia, el don participa estructuralmente de la lógica de la guerra, en tanto que instituye la alianza sobre una base necesariamente precaria. La regla de reciprocidad, por funcionar como lucha simbólica o prestigiosa y no como medio de acumulación, provoca un cara a cara siempre al borde del conflicto y del enfrentamiento: en los intercambios económicos y matrimoniales que presiden las alianzas de las comunidades ynomami, «los participantes se mantienen en el extremo límite del punto de ruptura, pero es precisamente ese juego arriesgado lo que agrada, ese gusto por el enfrentamiento».15 Hace falta muy poco para que los amigos se vuelvan enemigos, para que un pacto de alianza degenere en guerra: el don es una estructura potencialmente violenta ya que basta con negarse a entrar en el ciclo de las prestaciones para que ello se entienda como una ofensa, como un acto de guerra. En tanto que estructura fundada en el desafío, el intercambio prohíbe las amistades duraderas, la emergencia de lazos permanentes que soldarían de manera indisoluble la comunidad con tal o cual de sus vecinos, perdiendo así su autonomía. Sí hay una inconstancia en la vida internacional de los salvajes, si las alianzas se hacen y deshacen de manera tan sistemática, ello no se debe tan sólo al imperativo de la guerra, sino igualmente a los tipos de relaciones que mantienen mediante el intercambio. Al unir a los grupos no por el interés sino por una lógica simbólica, la reciprocidad rompe las amistades con la misma facilidad que las crea, ninguna comunidad está a salvo del desencadenamiento de hostilidades. Lejos de identificarse con una táctica de guerra, la regla de la reciprocidad es la condición social de la guerra permanente primitiva.
Más indirectamente, el intercambio participa aún de la violencia primitiva en tanto que adiestra a los hombres en el código del honor, prescribiendo el don y el deber de generosidad. Como el imperativo de guerra, la regla de reciprocidad socializa a través del honor y por lo tanto de la violencia. Guerra e intercambio son paralelos; efectivamente, como decía P. Clastres, la sociedad salvaje es «para la guerra» incluso las instituciones cuya función es crear la paz sólo lo consiguen instaurando simultáneamente una belicosidad estructural.
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