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![]() ![]() Digitalizado por ![]() http://www.librodot.com VOLTAIRE El Siglo de Luis XIV CAPITULO 11 INTRODUCCIÓN No me propongo escribir tan sólo la vida de Luis XIV; mi propósito reconoce un objeto más amplio. No trato de pintar para la posteridad las acciones de un solo hombre, sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que haya habido jamás. Todos los tiempos han producido héroes y políticos, todos los pueblos han conocido revoluciones, todas las historias son casi iguales para quien busca solamente almacenar hechos en su memoria; pero para todo aquél que piense y, lo que todavía es más raro, para quien tenga gusto, sólo cuentan cuatro siglos en la historia del mundo. Esas cuatro edades felices son aquellas en que las artes se perfeccionaron, y que, siendo verdaderas épocas de la grandeza del espíritu humano, sirven de ejemplo a la posteridad. El primero de esos siglos, al que la verdadera gloria está ligada, es el de Filipo y de Alejandro, o el de los Pericles, los Demóstenes, los Aristóteles, los Platón, los Apeles, los Fidias, los Praxiteles; y ese honor no rebasó los límites de Grecia; el resto de la tierra entonces conocida era bárbara. La segunda edad es la de César y de Augusto, llamada también la de Lucrecio, Cicerón, Tito Livio, Virgilio, Horacio, Ovidio, Varrón y Vitruvio. La tercera es la que siguió a la toma de Constantinopla por Mahomet II. El lector recordará cómo por aquel entonces, en Italia, una familia de simples ciudadanos hizo lo que debían emprender los reyes de Europa. Los Médicis llamaron a Florencia a los sabios expulsados de Grecia por los turcos; eran tiempos gloriosos para Italia. Las bellas artes habían cobrado ya nueva vida; los italianos las honraron dándoles el nombre de virtud, como los primeros griegos las habían caracterizado con el nombre de sabiduría. Todo iba hacia la perfección. Las artes, trasplantadas de nuevo de Grecia a Italia, encontraron un terreno favorable en el que fructificaron rápidamente. Francia, Inglaterra, Alemania, España, quisieron a su vez poseer esos frutos: pero o no llegaron a crecer en esos climas, o degeneraron demasiado pronto. Francisco I estimuló a los sabios, que fueron meros sabios; tuvo arquitectos, pero no tuvo un Miguel Ángel o un Palladio; en vano quiso fundar escuelas de pintura: los pintores italianos que llamó no hicieron alumnos franceses. Nuestra poesía se reducía a unos cuantos epigramas y algunos cuentos libres. Rabelais era nuestro único libro de prosa a la moda en tiempos de Enrique II. En una palabra, sólo los italianos lo tenían todo, si se exceptúan, la música, que todavía no había llegado a su perfección, y la filosofía experimental, desconocida por igual en todas partes hasta que la dio a conoces Galileo. El cuarto siglo es el llamado de Luis XIV, y de todos ellos es quizá el que más se acerca a la perfección. Enriquecido con los descubrimientos de los otros tres, ha hecho más, en ciertos géneros, que todos ellos juntos. Es cierto que las artes no sobrepasaron el nivel alcanzado en tiempos de los Medicis, los Augusto y los Alejandro; pero la razón humana, en general, fue perfeccionada. La sana filosofía no se conoció antes de ese tiempo, y puede decirse que partiendo de los últimos años del cardenal de Richelieu hasta llegar a los que siguieron a la muerte de Luis XIV, se efectuó en nuestras artes, en nuestros espíritus, en nuestras costumbres, así como en nuestro gobierno, una revolución general que será testimonio eterno de la verdadera gloria de nuestra patria. Esta feliz influencia ni siquiera se detuvo en Francia; se extendió a Inglaterra, provocó la emulación de que estaba necesitada entonces esa nación espiritual y audaz; llevó el gusto a Alemania, las ciencias a Rusia; llegó incluso a reanimar a Italia que languidecía, y Europa le debe su cortesía y el espíritu de sociedad a la corte de Luis XIV. No debe creerse que esos cuatro siglos hayan estado exentos de desgracias y de crímenes. La perfección de las artes que ciudadanos pacíficos cultivan no les impide a los príncipes ser ambiciosos, a los pueblos sediciosos, a los sacerdotes y a los monjes revoltosos y bribones a veces. Todos los siglos se parecen por la maldad de los hombres; pero sólo conozco esas cuatro edades que se hayan distinguido por los grandes talentos. Antes del siglo que llamo de Luis XIV, y que comienza aproximadamente con la fundación de la Academia Francesa,2 los italianos llamaban bárbaros a todos los trasalpinos, y hay que confesar que en cierto modo los franceses se merecían esta injuria. Sus antepasados unían la galantería novelesca de los moros a la rudeza gótica. Casi no poseían artes amables, prueba de que las artes útiles estaban descuidadas; porque, cuando se ha perfeccionado lo que es necesario, se encuentra en seguida lo hermoso y lo agradable; y no es de extrañar que la pintura, la escultura, la poesía, la elocuencia, la filosofía, fuesen casi desconocidas por una nación que, teniendo puertos sobre el Océano y sobre el Mediterráneo, carecía sin embargo de flota, y que, amando excesivamente el lujo, contaba apenas con algunas toscas manufacturas. Judíos, genoveses, venecianos, portugueses, flamencos, holandeses e ingleses, hicieron alternativamente el comercio de Francia, la cual ignoraba sus principios. Luis XIII, al subir al trono, no tenía un solo barco: París no llegaba a las cuatrocientas mil almas, y apenas la adornaban cuatro hermosos edificios; las demás ciudades del reino se asemejaban a esas villas que se ven más allá del Loira. La nobleza, acantonada en el campo, vivía en torres rodeadas de fosos y oprimía a los que cultivaban la tierra. Los caminos reales eran punto menos que intransitables; las ciudades carecían de policía, el estado de dinero, y el gobierno rara vez tenía crédito en las naciones extranjeras. No hay por qué ocultar que Francia, que rara vez gozó de un buen gobierno, languideció de esa debilidad desde la decadencia de la familia de Carlomagno. Para que un estado sea poderoso, es menester que la libertad del pueblo esté fundada en las leyes, o que la autoridad soberana sea indiscutible; En Francia, el pueblo fue esclavo hasta los tiempos de Felipe Augusto, los señores, tiranos hasta el reinado de Luis XI, y los reyes, ocupados constantemente en mantener su autoridad sobre sus vasallos, jamás tuvieron tiempo de pensar en la felicidad de sus súbditos, ni el poder de hacerlos felices. Luis XI, que hizo mucho por el poder real, no hizo nada, en cambio, por la felicidad y la gloria de la nación. Durante el reinado de Francisco I nacieron el comercio la navegación, las letras y todas las artes; pero no tuvo la suerte de hacerlos arraigar en Francia y todo desapareció con su muerte. Enrique el Grande, que comenzaba a sacar a Francia de las calamidades y la barbarie en que la habían hundido treinta años de discordia, fue asesinado en su capital, en medio del pueblo cuya dicha comenzaba a hacer. El cardenal de Richelieu, absorbido por la tarea de abatir la casa de Austria, el calvinismo y la fuerza de los grandes, no gozó de un poder lo bastante pacífico para reformar la nación.; pero inició, cuando menos, esa obra feliz. Así, pues, durante novecientos años el genio de los franceses se vió casi siempre oprimido por un gobierno gótico, a merced de las divisiones y las guerras civiles, sin leyes ni costumbres fijas, y con un idioma que no obstante ser renovado cada dos siglos seguía siendo grosero;3 sus nobles indisciplinados no conocían más que la guerra y el ocio; los eclesiásticos vivían en la relajación y la ignorancia; y el pueblo, sin industria, estaba sumido en su miseria. Los franceses no participaron ni en los grandes descubrimientos ni en los inventos admirables de las demás naciones; la imprenta, la pólvora, los espejos, los telescopios, el compás de proporción, la máquina neumática, el verdadero sistema del universo, no se les pueden atribuir en lo absoluto; celebraban torneos, mientras los portugueses y los españoles descubrían y conquistaban nuevos mundos al oriente y al occidente del mundo conocido. Carlos V prodigaba en Europa los tesoros de México, antes de que algunos súbditos de Francisco I descubrieran la región inculta del Canadá; pero incluso por lo poco que realizaron los franceses a comienzos del siglo XVI, se vió todo de lo que son capaces cuando se les guía. Nos proponemos mostrar lo que fueron durante el gobierno de Luis XIV. Al igual que en el cuadro de los siglos anteriores, no debe esperarse encontrar aquí sino la relación sin cuento de las guerras, de los ataques a ciudades, tomadas y recuperadas por las armas, entregadas y devueltas por tratados. Mil circunstancias interesantes para los contemporáneos se pierden a los ojos de la posteridad, y desaparecen para dejar ver tan sólo los grandes acontecimientos que han fijado el destino de los imperios. No todo lo acontecido merece ser escrito. En esta historia me interesaré sólo por lo que merece la atención de todos los tiempos, que puede pintar el genio y las costumbres de los hombres, servir de ejemplo y fomentar el amor a la virtud, a las artes y a la patria. Ya hemos visto lo que eran Francia y los demás estados de Europa antes del nacimiento de Luis XIV; describiré ahora los grandes acontecimientos políticos y militares de su reinado. El gobierno interior del reino, el tema de mayor importancia para el pueblo, será tratado aparte. Hablaré ampliamente de la vida privada de Luis XIV, las particularidades de su corte y su reinado. Dedicaré otros capítulos a las artes, las ciencias y los progresos del espíritu humano en ese siglo. Por último, hablaré de la Iglesia, ligada desde hace tanto tiempo al gobierno, que tan pronto lo inquieta como lo fortalece, y que, instituida para enseñar la moral, se deja arrastrar frecuentemente por la política y las pasiones humanas. CAPITULO II DE LOS ESTADOS DE EUROPA ANTES DE Luis XIV Desde hacía mucho tiempo la Europa cristiana podía considerarse (incluyendo Rusia)1 como una especie de gran república dividida en varios estados, unos monárquicos, los otros mixtos; éstos aristocráticos, aquéllos populares, pero relacionados todos los unos con los otros; con un mismo fundamento religioso, a pesar de estar divididos en diversas sectas, e iguales principios de derecho público y de política, desconocidos en las demás partes del mundo. Gracias a estos principios, las naciones europeas no esclavizan a sus prisioneros, respetan a los embajadores de sus enemigos, se ponen de acuerdo acerca de la preeminencia y de algunos de los derechos de ciertos príncipes, así como de los del emperador, de los reyes y de los demás potentados menores, y, sobre todo, es común a todas la sabia política de mantener entre ellas, mientras sea posible, el equilibrio del poder, establecido mediante negociaciones, en medio de la' guerra inclusive, y por el mantenimiento en los distintos países de embajadores, o espías menos honorables, cuya tarea consiste en advertir a las demás del curso de los propósitos de una sola, dar oportunamente la alarma a Europa, y proteger a los más débiles de las invasiones que el más fuerte está siempre dispuesto a emprender. Desde Carlos V la balanza se inclinaba del lado de la casa de Austria. Esta casa poderosa era, hacia el año de 1630, dueña de España, de Portugal y de los tesoros de América; los Países Bajos, el Milanesado, el reino de Nápoles, Bohemia, Hungría, hasta Alemania (si puede decirse) se habían convertido en su patrimonio; y cuando tantos estados habían sido reunidos bajo el gobierno de un solo jefe de esta casa, podía temerse el avasallamiento final de Europa. DE ALEMANIA El imperio de Alemania es el vecino más poderoso que tiene Francia; es más extenso, menos rico quizá en dinero, pero más fecundo en hombres robustos y laboriosos, La nación alemana está gobernada, sobre poco más o menos, como lo estaba Francia en tiempos de los primeros reyes capetos, que eran jefes, con frecuencia mal obedecidos, de algunos grandes vasallos y de un gran número de pequeños. Hoy en día, sesenta ciudades libres, llamadas imperiales, otros tantos soberanos seculares, cerca de cuarenta príncipes eclesiásticos, abates u obispos, nueve electores, entre los que se cuentan actualmente cuatro reyes,2 y por último el emperador, jefe de todos esos potentados, constituyen el gran cuerpo germánico, que la flema alemana ha hecho subsistir hasta nuestros días con tanto orden casi como confusión hubo en otro tiempo en el gobierno francés. Cada miembro del Imperio tiene sus derechos, sus privilegios, sus obligaciones; y lo difícil del conocimiento de tantas leyes, frecuentemente discutidas, da lugar a lo que en Alemania se llama estudio del derecho público, de que tanta fama goza la nación germánica. El emperador, por sí solo, no sería, en verdad, mucho más poderoso ni más rico que un dux de Venecia. Es sabido que en Alemania, dividida en ciudades y principados, sólo le queda al jefe de tantos estados la preeminencia, con extremados honores, pero sin dominios y sin dinero y, por consiguiente, sin poder. No posee, a título de emperador, un solo pueblo. Sin embargo, esta dignidad, a menudo tan vana como suprema, se tornó tan poderosa en las manos de los austríacos que más de una vez se temió que convirtieran en monarquía absoluta esa república de príncipes. Dos partidos dividían entonces, y dividen todavía hoy, la Europa cristiana, y sobre todo Alemania. El primero es el de los católicos, más o menos sometidos al papa; el segundo es el enemigo de la dominación espiritual y temporal del papa y de los prelados católicos. Designamos a los de este partido con el nombre general de protestantes, aunque estén divididos en luteranos, calvinistas y otros, que se odian entre sí casi tanto como odian a Roma. En Alemania, Sajonia, una parte de Brandeburgo, el Palatinado, una parte de Bohemia, de Hungría, los estados de la casa de Brunswick, Virtemberg, Hesse, profesan la religión luterana, que se llama evangélica. Todas las ciudades libres imperiales abrazaron esta secta, que parece ser más conveniente que la religión católica para pueblos celosos de su libertad. Los calvinistas, esparcidos entre los luteranos, que son los más fuertes, constituyen un partido mediocre; los católicos encabezados por la casa de Austria constituyen el resto del Imperio, y eran, sin duda, los más poderosos. No sólo Alemania, sino todos los estados cristianos, sangraban, todavía por las heridas recibidas en tantas guerras de religión, violencia propia de los cristianos, ignorada de los idólatras, y consecuencia desgraciada del espíritu dogmático, que se ha apoderado desde hace tanto tiempo de todas las condiciones. Son raros los puntos de controversia que no hayan causado una guerra civil; a las naciones extranjeras -quizá a nuestra posteridad- les será difícil comprender que nuestros padres, durante tantos años, se degollaran mutuamente mientras predicaban, paciencia. Ya hemos visto cómo* Fernando II3 estuvo a punto de cambiar el régimen aristocrático alemán en una monarquía absoluta, y cómo le faltó poco para ser destronado por Gustavo Adolfo. Su hijo, Fernando III, que heredó su política e hizo, como él, la guerra desde su gabinete, reinó mientras Luis XIV fué menor de edad. Alemania no era tan floreciente como lo fué después; no se conocía el lujo y las comodidades de la vida eran muy raras, aun en casa de los más grandes señores. No fueron llevadas, sino hasta el año 1686, por los refugiados franceses que establecieron en ese país sus manufacturas. Este país, fértil y poblado, carecía de comercio y de dinero; la gravedad de las costumbres, y la lentitud particular a los alemanes, los privaban de esos placeres y de esas artes agradables que la sagacidad italiana cultivaba desde hacía tantos años, y que la industria francesa comenzaba a perfeccionar. Los alemanes, ricos en su país, eran pobres fuera de él, y esa pobreza, agregada a la dificultad de reunir en poco tiempo, bajo los mismos estandartes, a tantos pueblos diferentes, los colocaba, sobre poco más o menos como hoy, en la imposibilidad de llevar, y sostener durante largo tiempo, la guerra en los países vecinos. Por eso, ha sido casi siempre en el imperio donde los franceses han hecho la guerra contra los emperadores. Las diferencias de gobierno y de genio parecen hacer a los franceses más aptos para el ataque, y a los alemanes para la defensa. DE ESPAÑA España, gobernada por la rama primogénita de la casa de Austria, había inspirado, después de la muerte de Carlos V, más terror que la nación germánica. Los reyes de España eran incomparablemente más absolutos y más ricos. Las minas de México y Potosí parecían suministrarles con qué comprar la libertad de Europa. Nadie ignora ese proyecto de monarquía, o más bien, de hegemonía universal sobre nuestro continente cristiano, comenzado por Carlos V y continuado por Felipe II. La grandeza española no fué, durante el reinado de Felipe III, más que un vasto cuerpo sin sustancia, con más prestigio que fuerza. Felipe IV, heredero de la debilidad de su padre, perdió Portugal por su negligencia, el Rosellón por la poca fuerza de sus armas y Cataluña por los abusos de su despotismo. La fortuna no podía favorecer durante mucho tiempo a reyes semejantes en sus guerras contra Francia. Si las divisiones y los errores de sus enemigos les hacían obtener algunas ventajas, perdían el fruto de ellas por su incapacidad. Además, mandaban a pueblos cuyos privilegios les daban el derecho de servir mal: los castellanos tenían la prerrogativa de no combatir fuera de su patria; los aragoneses defendían sin cesar su libertad contra el consejo real, y los catalanes, que miraban a sus reyes como enemigos, no les permitían siquiera reclutar milicias en sus provincias. Sin embargo España, unida al Imperio, ponía un peso temible en la balanza de Europa. DE PORTUGAL Portugal convertíase por aquel entonces en reino. Juan, duque de Braganza, príncipe que pasaba por ser débil, le había arrebatado esta provincia a un rey más débil que él. Los portugueses cultivaban por necesidad el comercio, que España descuidaba por soberbia; y acababan de aliarse con Francia y Holanda, en 1641, contra España. Esta revolución portuguesa fué más valiosa para Francia que las más notables victorias. El gobierno francés, que en nada contribuyó a este acontecimiento, dedujo fácilmente de él la mayor ventaja que pueda obtenerse sobre el enemigo, la de verlo atacado por una potencia irreconciliable. Portugal, sacudiendo el yugo de España, extendiendo su comercio y aumentando su poder, nos recuerda a Holanda, que gozaba de las mismas ventajas pero de muy diferente manera. DE LAS PROVINCIAS UNIDAS El pequeño estado de las siete Provincias Unidas, fértil en pastos pero pobre en granos, malsano y casi cubierto por el mar, era, desde hacía cerca de medio siglo, un ejemplo, casi único sobre la tierra, de lo que pueden el amor a la libertad y el trabajo infatigable. Esos pueblos pobres, poco numerosos, mucho menos aguerridos que las menores milicias españolas y que no contaban para nada en Europa, resistieron a todas las fuerzas de su amo y tirano, Felipe II, eludieron los propósitos de varios príncipes que querían socorrerlos para avasallarlos, y fundaron una potencia que hemos visto hacer vacilar el poder de la propia España. La desesperación que inspira la tiranía los armó rápidamente: la libertad elevó su valor, y los príncipes de la casa de Orange hicieron de ellos excelentes soldados. Apenas vencedores de sus amos, establecieron una forma de gobierno que conserva, en la medida de lo posible, la igualdad, el derecho más natural de los hombres. Este estado, de especie tan nueva, estuvo desde su fundación íntimamente ligado a Francia; el interés los unía, tenían los mismos enemigos, y Enrique el Grande y Luis XIII habían sido sus aliados y protectores. DE INGLATERRA Inglaterra, mucho más poderosa, ambicionaba la soberanía de los mares y pretendía equilibrar las fuerzas de Europa; pero Carlos I, que reinaba desde 1625, lejos de poder sostener ese equilibrio, sentía que el cetro se le escapaba de las manos. Había querido emancipar su poder de las leyes de Inglaterra y cambiar la religión de Escocia. Demasiado obstinado para desistir de sus propósitos y demasiado débil para realizarlos; buen marido, buen soberano, buen padre, hombre honrado, pero monarca mal aconsejado, se empeñó en una guerra civil que le hizo perder por último, como ya lo hemos dicho, el trono y la vida sobre el cadalso, a consecuencia de una revolución casi inaudita. Esta guerra civil, comenzada durante la minoridad de Luis XIV, impidió por un tiempo a Inglaterra ingerirse en los intereses de sus vecinos: perdió su consideración junto con su ventura; su comercio se interrumpió; las demás naciones la creyeron sepultada bajo sus ruinas, hasta el momento en que se hizo, de pronto, más formidable que nunca, durante la dominación de Cromwell, que la sometió llevando el Evangelio en una mano, la espada en la otra y la máscara de la religión sobre el rostro, y que cubrió durante su gobierno con las cualidades de un gran rey los crímenes de un usurpador. DE ROMA Este equilibrio que Inglaterra, durante tanto tiempo, se jactó de mantener entre los reyes por su poder, la corte de Roma trataba de mantenerlo por su política. Italia estaba dividida, como hoy, en varias soberanías: la que posee el papa es lo bastante grande para hacerlo respetable como príncipe, y demasiado pequeña para hacerlo temible. La naturaleza de su gobierno dificulta el poblamiento del país, que, por otra parte, posee poco dinero y comercio; su autoridad espiritual, un tanto mezclada siempre de autoridad temporal, es desconocida y aborrecida por la mitad de la cristiandad; y si en la otra es considerado como un padre, tiene hijos que le resisten a veces con razón y con éxito. La máxima de Francia es mirarlo como persona sagrada, pero atrevida, a la cual hay que besar los pies y atar algunas veces las manos. Se pueden ver todavía, en todos los países católicos, las huellas de los pasos dados, en otro tiempo, por la corte de Roma, hacia la monarquía universal. Al advenimiento de un nuevo papa, todos los príncipes de religión católica le envían embajadas llamadas de |
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