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Claves del proyecto sanmartiniano Aquí no haremos un desarrollo cronológico de las campañas sanmartinianas, sino apuntar algunos puntos clave que se desprenden de su actuación y que permiten ubicarlo en la línea delineada por la Revolución de Mayo. Lo primero es reconocer a San Martín como un actor político eminente, alejado de la imagen del “santo de la espada”. Él delineó un proyecto político en cuyo seno cobra sentido su preponderante actuación militar. Su primera actuación “pública” lo muestra en un golpe de mano contra el gobierno elitista del 1º Triunvirato. Se mueve allí junto a Alvear como miembro de una sociedad secreta (la Logia de los Caballeros Racionales) que ya se asociaba con la Sociedad Patriótica de Monteagudo. Los restos del morenismo se rearticulaban y la Asamblea del año XIII mostraría algo del viejo fulgor. Sin embargo, tanto el nuevo Triunvirato (y los gobiernos que lo sucederían) como la Asamblea no escapaban a esa tendencia al despotismo ilustrado que arrastraba insensiblemente a la elite porteña. El rechazo de los diputados orientales (artiguistas) que traían, entre otras instrucciones, el plantear la independencia del Río de la Plata y la organización federal –republicana del nuevo Estado, es un buen ejemplo. El ímpetu de movilización popular, que había sido alentado por Moreno, ya no residía en Buenos Aires sino en la Banda Oriental. También San Martín empezaría a quedar relegado dentro de la Logia, ante el ascenso fulgurante de la estrella de Alvear. El mismo que, como Director Supremo, trataría de destruir al artiguismo y propondría el protectorado británico sobre las provincias rioplatenses. En la cosmovisión de la elite dirigente porteña, la autonomía, y eventual independencia, de las provincias rioplatenses era disociada de la soberanía popular concreta, aunque se aludiera doctrinalmente a la misma. Se enajenaba al modelo metropolitano de la misma, especialmente a la monarquía constitucional o concibiendo una república de “notables”. El pueblo llano y los intereses de las economías del Interior estaban relegados por la nueva orientación política, que perpetuaba los “derechos” de Buenos Aires como antigua capital colonial. Para poder instaurar con viabilidad tal proyecto societario era necesario acabar con la insurgencia artiguista, que se expandía por las provincias del Litoral y pronto ejercería influencia en Córdoba. En esa dirección, lo esencial y prioritario era la “desactivación” de las masas, más que la guerra hispanoamericana de liberación. Aún cuando se llegara a un compromiso gravoso para la soberanía de las nuevas provincias con alguna potencia extranjera. El pueblo en armas Y en este punto fundamental se evidencia claramente la ruptura de San Martín con dicho proyecto político. Su actividad se subordinará totalmente al objetivo de la destrucción total del absolutismo en América y la independencia política de las nuevas repúblicas. El escenario de tal lucha era el conjunto de las ex colonias, no únicamente el ámbito inmediato de las provincias rioplatenses. San Martín sostendrá, como Bolívar, una política de Patria Grande. Opuesta en su orientación a la política de patria chica de la burguesía comercial porteña, que propiciaría recurrentemente la escisión de la Banda Oriental, con tal de librarse de la presión popular –federal del artiguismo. En la política de Patria Grande de San Martín existe una continuidad esencial con los objetivos primigenios que se había trazado Mariano Moreno. En su cargo del Ejército del Norte, San Martín comienza a delinear su estrategia para alcanzar el Perú; foco del absolutismo en América. En el desarrollo de ese plan estratégico se alumbran aristas importantes de la concepción política de San Martín. Uno de sus puntos clave era la defensa del concepto de pueblo en armas. Como participante de la resistencia española a la invasión francesa, había podido advertir las virtudes de la guerra de guerrillas llevada adelante por los pueblos. Formas de combate irregular para enfrentar tropas invasoras numerosas y bien equipadas. Su formación militar no enajenaba a San Martín a un molde prefijado de lucha. Pero además, lo sustancial era que esa era una forma de participación política de las masas en el proyecto emancipador. Y esto nos marca a un San Martín alejado del aristocratismo o el elitismo de la burguesía comercial porteña y sus prohombres. La guerra nacional no era una cuestión de la milicia, sino de todo el pueblo. San Martín concebía plenamente la participación del pueblo en la lucha, con sus propias modalidades. Concretamente: las partidas irregulares de gauchos de Güemes. En sucesivos intentos, los ejércitos de línea enviados desde Buenos Aires habían intentado ocupar las provincias altoperuanas (actual Bolivia). Parte de ese fracaso se debía a la prepotencia con que los ejércitos comandados por centralistas se movían por esas regiones. En cambio, se habían suscitado formas de lucha locales que manifestaban una eficacia mayor y eran expresión de la resistencia de los pueblos. Tales las “guerras de Republiquetas” del Alto Perú, comandadas por figuras como Manuel Asencio Padilla, Juana Azurduy, Arenales, y otros. En cambio el ímpetu centralista de las comandancias porteñistas contribuiría a generar resquemores con Buenos Aires, y alentar el autonomismo local. En el territorio salteño operaban por su parte las partidas gauchas de Martín Güemes que hacían guerra irregular y de recursos a las tropas realistas que episódicamente ingresaban desde el norte. San Martín mantuvo contacto con Güemes, recorrió el territorio, y recibió informes de otros oficiales como Manuel Dorrego y Manuel Álvarez Prado. Así se formó una opinión de conjunto favorable acerca de la eficacia de las guerrillas salteñas. A punto tal que confió en éstas para la defensa de la frontera norte de las provincias rioplatenses, lo que lo liberaba para comenzar la ejecución del eje central de su Plan. Antes de pasar a eso, no será ocioso resaltar que de esa manera San Martín refrendaba implícitamente a un caudillo popular como era Martín Güemes. Este último era hombre de la elite salteña, pero se había salido del círculo inmediato de su sector social de origen, operando una ruptura existencial que lo convertía en dirigente popular. Como “caudillo” sería conocido, con la carga negativa que eso adquiría en la cosmovisión de la burguesía comercial porteña y sus gobiernos; aunque nunca llegarían al extremo de calificarlo de “montonero” (reservado para Artigas y sus “secuaces”). En cierta medida, Güemes es un precursor del federalismo del Interior aunque no se definiera doctrinariamente como tal2. La “autonomía” (que podía fundarse doctrinalmente en la soberanía de los pueblos) aparecía en el norte salteño como consecuencia de la incapacidad del gobierno central para encarar la guerra contra los realistas, y exacerbada por los impulsos centralistas de Buenos Aires. Güemes será designado gobernador por el cabildo de Salta, rompiendo así con el anterior sistema legal. Se trataba de una autonomía de hecho. La confianza que San Martín dispensaba a Güemes demuestra que no tenía problemas en tratar con caudillos populares. Movilización total de los recursos económicos: la creación del Ejército de los Andes La gestación del Ejército de los Andes revelaría, amén de las capacidades organizativas del Libertador, otra importante faceta de su proyecto emancipador. Esa faceta podría resumirse en la fórmula de la movilización total de los recursos económicos en función del proyecto hispanoamericano de liberación. Aquí también existe una identidad (no formal desde luego) entre el proyecto morenista y las iniciativas puestas en práctica por San Martín. Moreno había señalado en su Plan de Operaciones la necesidad de desarrollar formas de economía pública para la modernización del ex virreinato. Con lo cual rompía implícitamente con la cosmovisión privatista, que era omnipresente en la elite de la época. Difícilmente pudiera ser de otro modo, en la medida en que se estaba ante el ascenso del industrialismo capitalista en aquellas regiones del mundo que eran consideradas como modelos a imitar, especialmente Inglaterra. Lo cual resalta aún más la audacia y la originalidad intelectual de los planteos de Moreno. En ese documento Moreno apunta la necesidad de emprender esa “modernización” recurriendo a la intervención directa del Estado en la economía. Una problemática con la que se toparían todos los movimientos de liberación nacional del siglo XX. Era menester, señalaba, el desarrollo de “fábricas, artes e ingenios” por parte del Estado, recurriendo para la formación del capital público necesario a la expropiación directa. También discriminaba claramente quiénes serían objeto de esa expropiación: los ricos mineros del Alto Perú. Aquellos que habían amasado su fortuna sobre la sangre y la vida de los siervos indios y mestizos. Complementaban su propuesta central algunas otras como la prohibición de las importaciones suntuarias, etc. San Martín obviamente no conoció este documento. Pero su práctica en Cuyo (1814 -16) parece una aplicación en escala regional de lineamientos similares a los del Plan. Es interesante apreciar, en las propias palabras de San Martín, cuál era la idea básica que guiaba dichas actividades. Así dirá: “Mis recursos eran escasos… pero conocí la buena voluntad de los cuyanos y emprendí a formar [el ejército] bajo un plan que hiciera ver hasta qué grado puede apurarse la economía para llevar a cabo grandes empresas”. Sugestivo planteo este de “apurar” la economía, que implica desligarse de las presuntas lógicas “espontáneas” del mercado y hacer actuar la planificación conciente. En la creación del ejército de los Andes lo decisivo será el trabajo y la movilización de los recursos cuyanos, más que los aportes insuficientes que el gobierno central hará llegar a partir de la asunción de Pueyrredón como Director Supremo. La fabricación de los elementos e insumos necesarios se realiza en una serie de empresas “sanmartinianas” (por así decirlo), creadas ex profeso. Fabricación de pólvora en Mendoza, fábrica de armas en El Plumerillo, manufactura de textiles, empresas agro –ganaderas públicas (sementeras) etc. ¿De dónde salían los recursos para financiar tal despliegue? Ya consignamos la existencia de aportes del gobierno central. Pero también se instrumentarán contribuciones extraordinarias y empréstitos internos; apropiamiento de los diezmos eclesiásticos, expropiaciones directas. Los españoles y aquellos americanos pudientes identificados con el realismo eran los principales afectados. También parecieron existir ciertas modificaciones del régimen tributario, como la extensión de la alcabala3. Los aportes “voluntarios” de las clases acomodadas fueron ínfimos, y la difundida imagen de las damas de sociedad desprendiéndose de sus joyas no puede compensar el esfuerzo anónimo de los hombres y mujeres de los sectores populares cuyanos. El propio San Martín lo advertiría claramente: “…todo se va aprontando gracias a los buenos deseos y ayuda que me dan estos buenos vecinos. Con otra provincia como esta, todo estaría concluido en breve”. El trabajo del pueblo cuyano, de sus hombres y mujeres, fue el “recurso” primordial de la construcción sanmartiniana. Las mujeres trabajaban en la rama textil; confeccionaban las ropas y otros enseres para las tropas del Ejército. También trabajaban en la producción de alimentos. Y aún en funciones de espionaje sobre el enemigo realista, como es el caso de la figura de Eulalia Calderón. Los aportes voluntarios fueron innumerables; como aquel del tropero Sosa que viaja a Buenos Aires a buscar pertrechos, regresando más rápido del tránsito habitual y sin aceptar ninguna remuneración. Ya también la capacidad creativa de los hombres del pueblo, como el “inventor” Tejeda, que sin gran instrucción realiza efectivas mejoras en aparejos y herramientas. Todo esto nos muestra claramente que San Martín no se enajenaba unilateralmente a la cosmovisión privatista. El interés privado debe subordinarse a los intereses de conjunto de la lucha emancipadora. Y para el triunfo en esa lucha deben movilizarse todos los recursos y el trabajo disponibles. Es una concepción revolucionaria que se asienta en el esfuerzo colectivo de un pueblo. Y en efecto, San Martín pudo apreciar que la capacidad de trabajo de pueblo cuyano, sus aportes voluntarios y creativos, fue la clave esencial de la gestación del Ejército de los Andes. Esa confianza de San Martín en el pueblo nos introduce en el contenido “democratizador” del proyecto sanmartiniano. San Martín y la soberanía popular La sociedad colonial previa a la Revolución de Mayo, como la propia España borbónica, era de tipo “Antiguo Régimen”. No existía un poder público basado en la soberanía del pueblo, sino en el principio del absolutismo dinástico. Las grandes masas no solo estaban excluidas de la participación política, sino que eran objeto de una suerte de segregación “estamental”. La pureza de “sangre” fue un principio importante durante los siglos coloniales, reforzando la frontera clasista. Así negros e indios ocupaban los peldaños inferiores; pero también los mestizos eran objeto de exclusión, debiéndose probar pureza de sangre para los estudios superiores. Por su parte, los criollos, aún los ricos, tenían vedado el acceso a los más altos cargos de la superestructura colonial, como ya hemos apuntado. En el escenario del Río de la Plata sin embargo ese equilibrio empieza a quebrarse aún antes del desencadenamiento de la revolución democrática. La primera invasión inglesa derrumbó sin mayores esfuerzos el gobierno burocrático colonial. Pero la resistencia de los sectores populares a la ocupación extranjera logró derrotarla y también a un sucesivo ensayo posterior. En ese marco “nacieron” los diversos cuerpos de milicias rioplatenses: patricios; arribeños; etc. Formadas predominantemente por criollos y sectores populares (aunque sus oficiales pertenecieran a la elite o la pequeña burguesía) apuntaron la primigenia formación de un poder “democrático”. Es decir, que escapaba al ordenamiento absolutista de cuño tradicional. Esa movilización militar de los sectores populares, aunque subordinada, implicó un primer grado de participación de las masas de la vida política. Para cuando llegó San Martín, como ya vimos, existía en el ámbito rioplatense un movimiento popular con programa propio: el artiguismo. La autoridad del caudillo Artigas estaba basada en su representatividad y apoyo de las masas rurales. Así como de la inclusión de sus demandas dentro del programa integral de organización republicana y federal. La soberanía popular se manifestaba en verdaderos “plebiscitos” como fue el éxodo oriental: miles de familias siguieron al caudillo en su retirada a Ayuí. Artigas no poseía ningún poder coercitivo para imponer tal situación, pues sus tropas estaban integradas por las mismas masas gauchas, mestizas e indias. Ellos eran justamente la base de su poder. Por tanto, el escenario que San Martín conocería estaría delineado no solo por el doctrinarismo iluminista de las elites, sino por la presencia efectiva de un movimiento popular con proyecto propio. Ya anotamos que su fragua personal había sido la de la revolución democrática española. En ese sentido, San Martín se identificaría con los valores del liberalismo revolucionario: “Mi campaña no fue una guerra de conquista y de gloria, sino tan solo de opinión, guerra de principios nuevos y liberales contra el prejuicio, la beatería y la tiranía”. En la vinculación respetuosa con Güemes, caudillo popular, y su aceptación de las milicias gauchas evidenciaba su concepción democrática. San Martín también ofrecería su mediación y la del gobierno de Chile, en 1819, en el enfrentamiento entre las fuerzas popular –litoraleñas y el gobierno centralista de Buenos Aires. Enviaría sendas cartas a Artigas y Estanislao López, donde pedía un sacrificio en pos de la unión contra el absolutismo español y aclaraba que su espada “no saldría de la vaina por cuestiones políticas”. Con el último mantendría luego correspondencia, así como con las figuras de Bustos (Córdoba) y Facundo Quiroga (La Rioja). En determinado momento se convertiría en una figura expectable para los caudillos federales, como hombre que podría asegurar la organización nacional con respeto a los intereses del Interior. Correlativamente, sería objeto de las sospechas y la hostilidad abierta del grupo rivadaviano que llega al poder con Martín Rodríguez. Un momento esencial dónde queda en evidencia la postura de San Martín es cuando se produce la crisis de 1820. Urgido recurrentemente por el Directorio para que retorne desde Chile con el Ejército de los Andes a enfrentar la insurgencia federal, San Martín se niega e incurre en desobediencia. Su objetivo esencial es la campaña hispanoamericana de liberación, a la cual se halla consagrado. Y sobre todo la inminente y decisiva avanzada sobre Perú. No se prestará al aplastamiento violento de las provincias federales. Claro que de allí no podríamos desprender una simpatía doctrinaria de San Martín por el federalismo. Por el contrario, él como Bolívar consideraban el centralismo una de los elementos fundamentales para la victoria sobre España. Y tampoco se identificaba con una “democracia inorgánica” como la que veían los hombres de la elite en el artiguismo. Si embargo, sus opiniones sobre los caudillos distaban mucho de las de gobernantes como Pueyrredón o incluso su amigo O’Higgins. No consideraba deseable la erradicación violenta de los caudillos, ni a éstos como necesaria expresión de la “anarquía”. Más de una vez se admiraría con las capacidades militares de los mismos. No sólo de Güemes, sino incluso de Artigas del que consideraba que podría poner en “serios aprietos” a los portugueses si les “hace la guerra a los que los tiene acostumbrados”. San Martín era un liberal revolucionario de la época, como lo fue Bolívar. Su concepción del ordenamiento político pos –independentista consideraba necesaria un alto grado de centralización para conjurar el “desorden” que se avecinaba. Desorden que no estaba dado determinado sin embargo por las posturas autonomistas y federales de los pueblos, sino por la hegemonía en ascenso de los bloques proto –oligárquicos. Es decir, las clases comerciales y productivas vinculadas crecientemente al mercado exterior y al capital británico. En el Río de la Plata sería Rivadavia, adversario acérrimo de San Martín, quien encarnaría ese proyecto centrífugo. Esas fracciones proto –oligárquicas, de las cuales el mismo Directorio había sido parte, abjuraban en los hechos de la noción de soberanía popular. Y se complicaron en sucesivas combinaciones políticas a fin de “coronar” un príncipe extranjero en el Río de la Plata. De lo que se trataba era de instaurar un poder “extraño” al medio social. Una figura distante que enajenara las conciencias y pacificara a las Provincias Unidas4. Tal fetiche solo podía proveerlo una figura ajena al medio: un príncipe europeo. Es decir, el monarquismo de los centralistas derivaba de colocar al “orden social” como el principio constituyente fundamental; y eso se traducía en el aplastamiento de las montoneras y la marginación política de las grandes multitudes. Orden social que era el de los grandes propietarios, y el que asegurara la preeminencia regional de Buenos Aires como antigua capital. En cambio el monarquismo que también exhibiría San Martín en ocasiones nacía del convencimiento de que el centralismo era indispensable para el triunfo de la independencia nacional de Hispanoamérica. Y de la necesidad de dotar de puntales políticos sólidos a las nuevas organizaciones nacionales. Es decir, no partía de un prejuicio sobre los pueblos americanos como proclives “naturalmente” a la anarquía. Tal es así, que miraría con simpatía el proyecto de Belgrano (1816) de instaurar una monarquía “americana” con la coronación de un descendiente de los Incas. No le parecía deshonroso un monarca indio. En todo caso, de lo que se trataba en última instancia era de una monarquía constitucional. Un monarca que reina pero no gobierna; donde ese gobierno se asienta sobre el principio de la soberanía popular tal como se lo entendía en la época. Su confianza en los pueblos ya la hemos retratado en párrafos anteriores. Esa confianza implicaba que se requería su participación en el proyecto hispanoamericano de liberación. Y esa participación no sería posible sin aceptar la modificación de ciertos equilibrios sociales; es decir, sin propiciar cierta elevación de las masas populares. San Martín lo entendía así, y de allí sus posiciones frente a los indios y los esclavos negros: los últimos escalones de la pirámide social. Promover la “dignificación” de estas masas populares era abrir paso a una modificación de las estructuras sociales de incalculables consecuencias. La modificación de las estructuras sociales Otro de los grandes obstáculos de un desarrollo capitalista autocentrado en la Hispanoamérica de entonces, era el complejo entramado de relaciones sociales serviles y esclavistas que aún persistía. Indios y negros no eran ciudadanos ni tampoco productores libres, sino que se hallaban encadenados en variables relaciones coercitivas. Situación que limitaba sustancialmente la creación de amplios mercados internos basados en productores y consumidores libres. En el ciclo “clásico” de la revolución europea de los siglos XVIII -XIX la remoción de esas “rémoras” del precapitalismo fue una de las tareas esenciales. Y le dio entidad concreta a la dimensión democrática de la revolución burguesa. En la América española existían sectores comerciales y productivos que podían clasificarse netamente como capitalistas. Pero las fracciones señoriales de las clases dominantes eran muy poderosas. Amos de esclavos, señores absolutos de las multitudes indígenas y mestizas. Se orientaban, junto a las burguesías comerciales de los puertos, a la producción para el exterior. La modificación de las estructuras internas era para ellos perniciosa o indiferente en el mejor de los casos. Por cierto, también existían fracciones productivas y comerciales orientadas hacia los mercados internos. Constituían un entramado de artesanos, transportistas, productores agropecuarios, comerciantes, y la mano de obra que trabajaba para esas fracciones. Desde los tiempos de la colonia se fueron desarrollando sectores productivos locales para abastecer las necesidades de las sociedades hispanoamericanas en rubros como alimentación, vestido, transporte, etc. En algunos de esos rubros “competían” con los “efectos” introducidos por el comercio monopolista oficial, y cada vez más desde el siglo XVIII con la producción manufacturera británica. Esos sectores entraban en colisión con las políticas librecambistas impulsadas por las burguesías portuarias y las elites posindependentistas. Persistieron durante gran parte del siglo XIX, protegidos por las distancias que encarecían los precios de los productos extranjeros, y sobre todo en la medida en que promovieron resistencias políticas y aún proyectos alternativos (como el de parte del federalismo argentino). Aún así debe anotarse la debilidad de estas fracciones de propietarios, en contraposición a las emergentes oligarquías vinculadas al exterior. Muchos de estos sectores productivos también trabajaban con mano de obra servil o estaban subordinados al capital comercial. Éste último se apropiaba de gran parte de la riqueza creada por los productores directos a los que tenía encadenados por deudas, configurándose así como un sector parasitario que limitaba la reinversión del capital. Para promover un rumbo alternativo al que propiciaban las elites portuarias, indudablemente hacía falta mucho más que políticas proteccionistas (que eran condición necesaria pero no suficiente). Resultaba imprescindible modificar las anquilosadas estructuras internas heredadas de la colonia; especialmente emancipar a los productores directos de la riqueza. Varias de las medidas que intentaron impulsar los grandes Libertadores y los caudillos populares más lúcidos se orientaron tendencialmente en esa dirección. Y allí chocaron con los intereses de las clases señoriales y las burguesías comerciales. San Martín era celoso defensor de esa dignificación popular; una de las vías “políticas” para la emancipación de los trabajadores directos. En la medida en que el racismo “encubría” las relaciones de clase, combatirlo y sostener la igualdad de los indios y la libertad de los esclavos era apuntar al corazón de ese entramado clasista. El núcleo inicial del cuerpo de Granaderos a caballo, fundado por San Martín, estaba integrado en gran medida por jóvenes mestizos e indios de las Misiones5. El gran capitán de la Independencia abjuraba de los prejuicios elitistas. En Cuyo promueve la libertad de los esclavos. Consideraba incompatible la pertenencia a un ejército libertador con la condición de esclavo. Los arengará diciendo: “Aquí me avisan que si nos derrotan, los godos van a vender a nuestros negros libres en los mercados de Lima… Pero no podrán vender a los que sepan combatir”. El interés inmediato de los propietarios debía subordinarse al gran objetivo de la campaña emancipadora. También Bolívar, luego de amargas derrotas y reflexiones, y de su experiencia en Haití, promueve decididamente la libertad de los esclavos y la incorporación de los mismos en los ejércitos libertadores. La fortaleza y el poder que iban luego a exhibir los sectores señoriales pueden inducir a subestimar estas medidas, considerando que sólo se trataba de obtener carne de cañón. No es tan simple. La rebeldía secular que anidaba en las masas explotadas del continente aspiraba a la concreción soñada de la libertad: individual o colectiva. Indios, negros y mestizos se arrojaron al torrente de la lucha para lograrla. Engrosaron así los contingentes de los ejércitos libertadores y de los caudillos. El gobernador realista de Montevideo se quejaba en 1811 que sólo podía contarse con 25 esclavos sobre 800 fugados para incorporarse a las filas artiguistas6. Las masas buscaba trabajosamente el camino hacia la libertad. Con referencia a los indios se verifica la misma impronta dignificadora en las actitudes del Libertador. Conocida es su expresión acerca de supeditar todo bienestar al triunfo en la lucha emancipadora, ya que si fuera necesario: “andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios”. Esto podría pasar como una afirmación aislada o puramente retórica. Sin embargo, existen más indicios de una actitud reivindicativa en San Martín. Cuando ultimaba los detalles para iniciar el tránsito de la Cordillera hacia Chile con el Ejército de los Andes, San Martín se reúne con caciques indios del sur de Mendoza. Allí les solicita permiso para utilizar sus territorios para pasar a Chile, como auténticos dueños del país. Y añade que “yo también soy indio”. Pudiera integrarse esta conferencia en el marco de las “tácticas” de la guerra de zapa que San Martín hacía a las autoridades realistas de Chile. Y en ese sentido, ser solo una “avivada”. Sin embargo, San Martín informa de esta reunión y su resultado auspicio en su correspondencia con Guido y también con el Director Supremo Pueyrredón. Con ellos sería innecesario mantener una ficción. Lo cual nos indica que se trata de una auténtica posición del Libertador, que cobra sentido en el marco integral de su concepción liberal revolucionaria7. Los indios también debían ser ciudadanos en el marco de los nuevos Estados independientes. Asimismo ya en el Perú, y en el tiempo que le toca actuar como Protector de dicho país, San Martín impulsa una serie de medidas y reformas de inequívoco signo modernizador y pro –democrático. En lugar destacado puede citarse la eliminación del tributo y del servicio personal de los indios (servidumbre). Traba precapitalista a la formación de un mercado integrado. Pero además se los reconoce taxativamente como peruanos, con igual status que los otros ciudadanos, siendo indigno referirse a ellos como “naturales” o “indios”. Esta medida era audaz en una región hispanoamericana dónde la mayoría de la población era india o mestiza, y dónde el poder de las clases altas se basaba en gran medida en la explotación cuasi –servil de la mano de obra. Lo mismo decreta la libertad de vientres para los hijos de los esclavos, e incorpora a muchos de ellos a los Ejércitos libertadores al cabo de cuyo servicio se retirarían como hombres libres. Y continúa una serie de decretos, emparentados con las medidas de la Revolución de Mayo y la Asamblea del Año XIII en el Río de la Plata. Tales la abolición de los castigos físicos, el derecho a la libertad de expresión, y otros. Estas medidas parecían sentar las bases de un proyecto societario diferente al que impulsarían las nacientes oligarquías. Más adelante veremos cuáles serían los condicionantes que finalmente frustraron en esa encrucijada histórica el proyecto de los Libertadores. Digamos aquí que el poder real de San Martín en el Perú era escaso. Contaba con la apenas disimulada hostilidad de las clases altas. Las mismas que resultarían afectadas de concretarse efectivamente el proyecto sanmartiniano, y que habían sostenido al absolutismo en América en esa primera década de revolución democrática y guerra nacional. La base del poder sanmartiniano, como en el caso de Bolívar era el Ejército hispanoamericano de liberación que había gestado. Ambos Libertadores alcanzaron el pináculo de su influencia con esa herramienta estratégica y en función de la lucha contra el absolutismo español. Cuando éste se hundía irremisiblemente las elites dominantes se aprestarían a cubrir el escenario político, desplazando a los Libertadores. Pero veamos antes cómo se concreta esa creación del Ejército de los Andes, base del poder de San Martín. Ejército hispanoamericano de liberación Ya nos hemos referido a los aspectos que hacen a la movilización del trabajo y los recursos económicos en la creación del Ejército de los Andes. Avanzamos ahora en la caracterización del mismo como Ejército hispanoamericano. En efecto, no se trataba de una fuerza armada “argentina” que ingresara en terreno de otro país (Chile, Perú) para enfrentar a un tercero (España). Se trata de una fuerza armada integrada por contingentes de distintas regiones hispanoamericanas, alcanzando como veremos relativa prescindencia del gobierno rioplatense (jurisdicción original bajo la que se formó). Y que no se subordinaba sino al fin último de la independencia nacional del conjunto de las ex colonias españolas. De manera destacada revisten en su composición originaria chilenos emigrados luego de la derrota de la revolución en dicha región. Empezando por O’Higgins (futuro Director Supremo de Chile), que comandaría una de las columnas en el cruce de la cordillera. La misma bandera del Ejército de los Andes refleja esta situación. Ya existía la bandera argentina, ratificada por el Congreso de 1816. Pero esta fuerza aliada rioplatense –chilena no podía marchar con la bandera de las Provincias Unidas; sino que el estandarte reflejaba esa composición y orientación hispanoamericana. Más importante aún es su “emancipación” del gobierno rioplatense (que pretendía instrumentarlo en la lucha anti –federal) y su conversión en una fuerza armada con soberanía flotante8. En abril de 1819 se inicia el reclamo del Directorio porteño para que el Ejército de los Andes participe en la lucha contra las montoneras artiguistas. Se evidenciaría así una actitud recurrente en las minorías del poder y la riqueza latinoamericanas: el intento de instrumentar a las tropas de línea para reprimir a los movimientos populares. En la concepción despótica de las minorías ilustradas el ejercicio sustantivo de la soberanía popular (que doctrinariamente afirmaban sostener) se transformaba en sinónimo de anarquía. Arturo Jauretche advertiría claramente que estos “defensores” de la democracia se convertían en sus opositores en cuanto ésta comenzaba a funcionar9. San Martín se negó sistemáticamente, con diferentes argumentos, a concurrir a tal fin. Ya nos hemos referido a su correspondencia con los caudillos federales y su intento de mediación, que significaba en la práctica reconocerlos como actores políticos legítimos. Ante estas negativas, el Directorio destaca finalmente una misión política a Cuyo en julio de 1820, dirigida por Balcarce. Éste traía sus instrucciones en pliego cerrado, y presumiblemente se trataba de la destitución de San Martín para, con nueva comandancia, dirigirlo hacia la lucha contra las montoneras. Pero una partida federal interviene y apresa dicha comitiva, frustrando su propósito faccioso. Este acontecimiento demuestra de manera clara tanto las “prioridades” del gobierno centralista como el alcance de la “desobediencia” sanmartiniana. Cuando finalmente se produce en 1820 la caída del gobierno centralista de Buenos Aires, por el avance de las montoneras litoraleñas, lo que sucede en Ejército de los Andes viene a ratificar lo anterior. Ante la caducidad de la autoridad que lo había designado, San Martín reúne a su oficialidad y pone a su disposición la renuncia al cargo que detentaba. Es el encuentro del 2 de abril de 1820, en Rancagua, de donde se deriva el Acta de mismo nombre. En el escrito que presenta, el Libertador sostiene: “El Congreso y Director Supremo de las Provincias Unidas no existen; de esas autoridades emanaba la mía de General en Jefe del Ejército de los Andes y por consiguiente, creo de mi deber y obligación el manifestarlo al cuerpo de oficiales del Ejército de los Andes, para que ellos por sí y bajo su espontánea voluntad, nombren un general en jefe que deba mandarlos y dirigirlos y salvar, por este medio, los riesgos que amenazan a la libertad de América”. Los oficiales reunidos rechazan esa renuncia y ratifican a San Martín en su cargo, expidiéndose en Acta, cuya copia es enviada al Cabildo porteño. De esa manera, el Ejército de los Andes se convierte en una fuerza autónoma consagrada únicamente a la independencia de Sudamérica. Esa autonomía de los gobiernos regionales lo preservaba de su participación en conflictos facciosos y confirmaba su carácter de ejército hispanoamericano de liberación. Su escenario no se hallaba delimitado por las aún indecisas fronteras heredadas de las divisiones administrativas españolas. Porque el proyecto nacional que tanto Bolívar como San Martín delineaban trabajosamente alcanzaba a los confines extremos del imperio español en América, aún cuando lógicamente se hicieran las máximas concesiones al ordenamiento estatal en los marcos de los ex –virreinatos. Cuando Bolívar escribe a Sucre criticando la posibilidad de avalar un congreso altoperuano que impulsara la secesión de dicha región del resto de las Provincias Unidas, sostiene justamente eso: “Ni usted, ni yo, ni el Congreso mismo del Perú, ni de Colombia, podemos romper y violar la base del derecho público que tenemos reconocido en América. Esta base es, que los gobiernos republicanos se fundan entre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales, o presidencias como la de Chile”10. Claro que el fundador de la Gran Colombia no podía sospechar hasta que límites llegaría la “balcanización”. Ambos Libertadores eran emergentes del frustrado proyecto de la libertad en la unidad. Independencia y unidad de la Patria Grande Tal el objetivo esencial del proyecto nacional de San Martín. Como liberal revolucionario se había plegado a la gigantesca conmoción que sacudió a España en 1808. Pero ya en América como muchos otros, se opero en él esa evolución que lo llevó a sopesar profundamente las consecuencias últimas de la revolución democrática en las periferias del imperio: la independencia nacional. Su defensa ardiente de la misma, como condición “previa” el cruce de los Andes, se traduce en la presión que realiza al Congreso de Tucumán para la declaración de la Independencia. En su correspondencia con Godoy Cruz insiste en el tema: “¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último, hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta para decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes pues nos declaramos vasallos”. La declaración de Independencia liberaría de trabas la posibilidad de llevar el proyecto de liberación hasta el final11 Nos hemos referido en otro apartado a ese proceso que llevó de la revolución democrática a la guerra nacional. Digamos ahora que en el marco de esa guerra comenzaron ya a “competir” distintos proyectos nacionales para comunidades territoriales que, efectivamente, no eran naciones. Los fundamentos a que recurrieron los contemporáneos para esa “creación” eran lingüísticos y culturales por una parte. También “históricos”, reelaborando la larga lista de “agravios” registrados desde los tiempos coloniales, e incluso una recuperación parcial del pasado prehispánico. Y sobre todo políticos. En el momento de producirse la crisis del imperio español, en las elites hispanoamericanas era conocida la concepción moderna de la nación, asentada en el universo iusnaturalista que era trasfondo común del pensamiento político de la época12. Es decir, la nación concebida como cuerpo político o como comunidad de hombres reunidos bajo un mismo gobierno o Estado. Incluso se identificaba frecuentemente nación con Estado. Concepción que avanzaba a pasos agigantados desde la revolución francesa, gran agitadora de los espíritus de ese momento. La soberanía de los pueblos, “recuperada” en Hispanoamérica ante la caducidad de la monarquía, sólo podría mantenerse bajo la forma de la autonomía total de esa soberanía. Es decir, la independencia nacional de la comunidad política que se fundaba en el trance revolucionario. Claro que nuevas contradicciones se agitarían bajo este manto. Ya que pueblos no era aún tanto la comunidad general de ciudadanos como las distintas provincias y ciudades que conformaban el entramado regional de los virreinatos. En la vertiente específicamente sanmartiniana existía como señalamos cierta pulsión centralista, pero de orientación diferente al centralismo porteño. Y sobre todo, como en Bolívar, sobre el reconocimiento de las entidades políticas a fundar en las viejas demarcaciones españolas, anidaba el proyecto de “enlazarlas” en un nivel superior a través de la confederación de los Estados hispanoamericanos. San Martín, así como había impulsado la independencia de las provincias rioplatenses, también promueve activamente las independencias de Chile y Perú. Pero no se trataba de la instauración de Estados desconectados, sino asentados en una identidad compartida: los americanos, ciudadanos de la Patria Grande. Y esa identidad genérica no se agotaría en la alusión al patrimonio cultural común, sino que debía traducirse en los acuerdos integradores entre los nuevos Estados. Esa es la política que intenta llevar a la práctica desde la alta magistratura del Perú. Expresión de esta concepción es el Tratado entre Colombia y Perú. La misión de Mosquera, representante colombiano que se reúne con Bernardo de Monteagudo, se afirmaba en el compromiso de lograr “la asociación de los cinco grandes Estados de América para formar una ‘nación de repúblicas’…”. Concordaba esta intención con la línea estratégica bolivariana de la confederación de Estados hispanoamericanos. Finalmente se firma el Tratado el 6 de julio de 1822. Allí se afirma la unión y alianza en paz y guerra; y también medidas tan avanzadas como la ciudadanía común para colombianos y peruanos, que podrían gozar de los mismos derechos civiles respectivamente en cada Estado. Esta voluntad soberana de establecer un camino común para las ex colonias se definía en términos de una nación extendida por ese extenso conjunto territorial. Aunque claramente no se trataría en esa instancia de un único “Estado”, sino más bien de una confederación de los mismos. Sin embargo, el proyecto de la libertad en la unidad se toparía con serios escollos. La autoridad de los grandes capitanes de la Independencia era aceptada a regañadientes por las oligarquías regionales, opositoras a sus medidas modernizadoras. Las consecuencias últimas del proyecto de los Libertadores: creación de un espacio económico –político común hispanoamericano no interesaba a aquellos sectores que “miraban hacia fuera”. Lo cual naturalmente convergía con el interés de las potencias metropolitanas, especialmente Inglaterra. |