La teoría del conocimiento es una parte importante de la filosofía. Pero es difícil precisar cuál es su objeto y más aún cuáles son los resultados a los que se






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que a él le funcionó (y así lo demuestra a través del último recurso utilizado, pues ni los estudios llevados a cabo en la Flèche, ni su experiencia en el “gran libro del mundo”, le sirvieron para encontrar el principio de conocimiento).  El método consiste en los siguientes pasos: 1) no admitir como cierto nada que no se presente clara y distintamente a la razón; 2) dividir las dificultades del problema en cuestión, en tantas partes como sea posible; 3) conducir de forma ordenada y sistemática el pensamiento, desde lo más simple a lo más complejo; y 4) hacer revisiones generales una y otra vez, hasta estar seguro de no omitir nada. “Como se ve, el propósito general es facilitar a la mente la nítida percepción de los asuntos, y la restricción de lo aprehendido claramente por ella.”[3]

 

Lo que se puede ver en la propuesta cartesiana, es una respuesta a un problema fundamental de su tiempo y una filosofía more geometrico: la emergencia por encontrar un método para la investigación científica. Es claro que los eventos propios de la modernidad influyeron de forma directa en la filosofía cartesiana; sin embargo, uno de los aspectos más notorios de ese contexto fue el la importancia de las matemáticas para la ciencia.  “Las matemáticas desempeñaron un papel muy importante a lo largo de toda la revolución científica del siglo XVII, tanto por los enormes avances a los que dieron lugar (…), como por haber representado una alternativa metodológica al escolasticismo”[4]. Este hecho se dio gracias a las corrientes de pensamiento matematizante, según las cuales el mundo material está formado e inscrito en caracteres matemáticos; y según la corriente mecanicista, que entendía el mundo como una compleja máquina que funciona del mismo modo que un fino mecanismo de relojería.

 

Del mismo modo que Descartes, también Pascal recibió una gran influencia de las matemáticas; aunque éste último, consideró otras posibilidades aparte de la razón y la geometría para explicar su filosofía.  Pascal –al modo cartesiano-, realiza un camino de interioridad para exponer su concepción acerca del hombre y su relación con el cosmos; con él llega también al borde de un abismo escéptico, pero logra salir de él con una propuesta que trasciende la visión cartesiana acerca del principio último (ego cogito) que garantiza la posibilidad de conocimiento de la realidad, a saber, dos elementos opuestos, pero necesarios y propios del hombre: el corazón y la razón.

 

El camino de interioridad seguido por Pascal puede entenderse en la medida en que se comprende, tanto el contexto histórico en el que se desarrolla (cosa que se ha tratado de seguir a lo largo de este ensayo), como su historia personal de vida.  En este sentido, hay que rescatar la profunda experiencia de fe que vive Pascal, y que surge del contacto con los jansenistas a través de la entrada de su hermana a la abadía de Port-Royal (conocida ésta como el foco más importante del jansenismo).  Este hecho marcó su posición como moralista (por cierto opuesta a la cartesiana, pues Descartes basó su moral en la concepción moral jesuita) en el ataque que hizo a la casuística y la moral jesuita, pues la primera, adaptaba los principios morales generales a casos particulares; y la segunda, resultaba muy relajada (esto fue conocido entre los jansenistas como “laxitud moral”).  “Pascal tenía razón al protestar contra el “laxismo”, que no concede importancia suficiente a las reglas generales. Pero cayó en el error contrario que puede llamarse “rigorismo”, que no presta ninguna atención a la situación concreta del individuo”.[5]

 

Por otro lado, Pascal concibe la vida en un sentido mucho más trágico que Descartes, pues la ve como una vida miserable en la medida en que el hombre se encuentra arrojado en el mundo, sin conocer por qué ni para qué.  Esta idea de la vida como tragedia constituye uno de los conflictos más grandes para Pascal, ya que “la vida es una condena a muerte”[6], y el fin de cada individuo se ve reflejado en el fin de los otros, cada uno ve en el otro que fallece lo que le espera cuando llegue su turno, la muerte.  Y en este sentido el hombre se pregunta desesperado por qué debe vivir, por qué puede vivir cien años y no mil, por qué esa vida y no otra; pero el universo se presenta hostil y mudo, “el universo es un silencio impenetrable para el hombre”.  Además esa condena es siempre recordada en la fragilidad humana; el hombre es tan frágil, que está en peligro todo el tiempo; cualquier evento natural puede matarlo.  Sin embargo, hay un elemento que engrandece  al hombre aún más que el universo, pues éste, a pesar de su infinita grandeza no es capaz de reconocer su naturaleza; en cambio el hombre, con todo y lo frágil que puede llegar a ser, reconoce su fragilidad por el pensamiento: “el hombre es una caña que piensa”.

 

El hombre, además de reconocer su fragilidad, se reconoce como punto medio entre el infinito y la nada, pues siendo realidad finita se encuentra suspendido entre dos infinitos: la grandeza y la pequeñez, el todo y la nada. 

 

Quiero pintarle no sólo el universo visible, sino también la inmensidad que de la naturaleza puede concebirse dentro de los límites de esa abreviatura de átomo.  Que vea ahí una infinidad de universos, de los cuales cada uno tiene su firmamento, sus planetas, su tierra, en la misma proporción que los contiene el mundo visible.[7]

 

Así como resulta incomprensible su existencia en la tierra, el hombre también encuentra incomprensible su propio ser, pues está compuesto por naturalezas completamente opuestas, alma y cuerpo; y no puede entender cómo existen a la vez y en un mismo lugar.  A esto, hay que agregar que Pascal –como Descartes- encuentra insegura la realidad que percibe, la ve en constante movimiento, y esto, genera una imposibilidad (escepticismo) de conocimiento que además, genera angustia en el hombre.  Esta incertidumbre es una condición propia de los humanos, y surge de la imposibilidad de saber que algo es real, porque “la vida es una vigilia algo menos inconstante que los sueños”.  A pesar de su concepción de la vida como algo cambiante, Pascal no cae en el abismo del escepticismo, éste es tan sólo uno de los pasos de su meditación; por el contrario, encuentra en dos elementos constitutivos del hombre, el punto de apoyo para salir de ese estado.  Sin embargo, estos elementos no son ese ser verdadero y subyacente en todo, hallado por Descartes; precisamente es ese logos apofántico propio del cartesianismo, lo que diferencia ambos proyectos filosóficos.

 

Para Pascal, el hombre no es tan simple, ni siquiera es la cosa que piensa; la razón no es lo único constitutivo del hombre, pues también tiene un corazón.  Este último es incluso superior en muchas cosas a la razón: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. 

 

Conocemos la verdad no solamente por la razón sino también por el corazón.  Es de esta segunda manera como conocemos los primeros principios y es inútil que la razón, que no tiene nada que ver con esto, intente combatirlos.  Los pirronianos, que no tiene otro objeto más que éste, se esfuerzan en vano.  Sabemos perfectamente que no soñamos.[8]

 

El hombre posee además, dos espíritus que le permiten conocer la realidad de dos formas distintas, y sólo en la medida en que el hombre los sepa conducir, podrá hallar el justo medio que le permitirá escapar de los excesos: la exclusión de la razón y no admitir nada más que la razón; la cobardía y la osadía; la bondad y la maldad.  Por un lado, el espíritu de geometría (encargado del conocimiento de aquellos principios abstractos subyacentes en las distintas teorías y que no se encuentran en la cotidianidad), y por otro lado, el espíritu de sutileza (muy próximo al sentido común, es aquél que le permite al hombre conocer las consecuencias de ciertos principios que están en la cotidianidad).  “El uno es fuerza y rectitud del espíritu.  El otro es amplitud del espíritu”.

 

En este orden de ideas, la propuesta pascaliana va a consistir en dar un giro a la mirada para ver, no sólo los principios teóricos, sino también los principios más próximos a la experiencia humana: “es necesario ser geómetras y sutiles”.

 

Con base en sus concepciones filosóficas del hombre, la realidad y el conocimiento, Descartes y Pascal hicieron sus propias demostraciones acerca de la existencia de dios.  El primero, utiliza un argumento ontológico y racionalista y el segundo prefiere el argumento metodológico que atiende a la caridad (entendida ésta como un alejamiento de la vanidad, pues ésta es miseria; y un acercamiento a Dios mediante la oración y la obras benéficas), que sólo es perceptible mediante el corazón.

 

Ciertamente, estas dos propuestas filosóficas se distancian una de a otra en muchos aspectos, pero hay electos comunes entre ellas. A saber, los proyectos filosóficos de Pascal y Descartes, no son propuestas alejadas de la realidad; por el contrario, surgen de ella (son hijas de la modernidad), se sustentan en ella y van dirigidas a ella.  Cada propuesta fue una interpretación distinta de la realidad de la que hicieron parte.  Este hecho es posible, gracias al carácter abierto de la filosofía (del que ya se hizo mención anteriormente), y a las diferencias individuales a las que hace referencia la psicología.  Al respecto, Albert Bandura, propuso, desde la teoría del procesamiento de la información, que los individuos pueden percibir la realidad y los eventos de una forma diferente, aunque sean comunes a ellos.  Además, afirma que la interpretación (en la que se incluyen los procesos cognoscitivos) que cada individuo hace de la realidad, va en relación directa con la historia de aprendizaje y la historia personal de vida[9].

 

Finalmente, las teorías de Pascal y descartes, surgen como respuesta al escepticismo, buscan salir de la angustia que los invade;  y esa angustia, no es otra que la que surge de la imposibilidad de ver en las ciencias y en general el conocimiento de su tiempo, un método que sirva de apoyo para conocer la verdad.  Este hecho, es lo que hace esos proyectos valiosos para su época y las generaciones venideras; –al menos en el caso de Descartes- pues además, ayudan a sentar las bases, junto con Francis Bacon, para el desarrollo del método científico.

INNATISMO VS. EMPIRISMO Y LA EMERGENCIA DEL PENSAMIENTO CRÍTICO KANTIANO

Para comprender la importancia y necesidad de elaborar una filosofía crítica en los términos en que nos propone Kant, es necesario entender primero el problema que pretende responder un pensamiento de este talante, en relación con el contexto general en el que emerge tal asunto. El contexto, según lo expuesto por Kant en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura de 1781, se enmarca en la disputa entre dogmáticos  y escépticos, disputa que tiene en ciernes el asunto del estatuto científico de la metafísica, y en últimas, la posibilidad y legitimidad del conocimiento humano en general.

 

En la Crítica de la razón pura, Kant describe a la metafísica como el escenario de las disputas sin término, que habían hecho patente el detenimiento de la metafísica ante el emprendimiento de su marcha segura como ciencia. Por un lado, la metafísica se erigía como reina de las ciencias por la importancia preferente de su objeto, pero por otro lado, el reinado de la metafísica no había sido legitimado por los sabios de las escuelas, entre quienes verdaderamente tenía lugar este tipo de saber. En efecto, por una parte las oscuridades y contradicciones que llevan a la razón a colegir errores que no puede solucionar porque los principios que emplea exceden los límites de la experiencia posible, llevó a la metafísica, según Kant, a iniciarse bajo un dominio despótico en manos de los dogmáticos. Por otro lado, siendo objeto de demoledores ataques por parte de los escépticos, la metafísica fue descomponiéndose poco a poco, hasta que las luces   -aún dogmáticas- de la modernidad, encendieron de nuevo la esperanza en una posible “rehabilitación metafísica”, con una “cierta fisiología del entendimiento”.

 

El dogmatismo y el escepticismo, posiciones adoptadas por los eruditos de la época en las discusiones acerca del estatuto de la metafísica como ciencia, y que Kant menciona en los prólogos de la Crítica de la razón pura, corresponden a las corrientes filosóficas del innatismo y empirismo, respectivamente. Estas corrientes tenían una manera propia de resolver el problema general moderno del conocimiento humano. En lo que sigue se expondrán los planteamientos de cada una de estas posturas que servirán para el propósito del presente escrito.

 

Por una parte, los innatistas deslegitimaron a la metafísica al provocar una escisión tajante entre las verdades espirituales y abstractas, y las verdades de experiencia, provocando con ello la imposibilidad de toda explicación metafísica de ciertos fenómenos experienciales.

 

Según la postura epistemológica innatista, la mente humana dista mucho de ser un mera tábula rasa lista para serle impresos conocimientos de todo tipo. La mente humana, por el contrario, nace con determinados conocimientos comunes a toda alma racional, que constituyen fundamentos demostrativos y justificativos de los conocimientos ulteriores que pueda alcanzar tal alma. Así, cualquier intento de justificación del conocimiento humano se hace en términos de autoconocimiento del sujeto. Antes de cualquier objeto de conocimiento externo a la subjetividad misma del sujeto, se encuentra el sí mismo con independencia de cualquier otro objeto. Siendo esto así, permanece sin embargo un punto oscuro en la explicación innatista del conocimiento, pues si bien queda el objeto claramente fundado por el sujeto, no es clara la fundación que debe hacer el sujeto de sus propias facultades y los “nobles” conocimientos con los que cuenta de manera innata. En efecto, a la pregunta -que se hará posteriormente- por el por qué de los principios innatos que la mente posee, o a la pregunta de por qué conocemos de la manera en que lo hacemos y por qué no puede ser otra, el innatista respondería simplemente aludiendo a la naturaleza del alma humana y, en últimas, al diseño divino de ésta. Así, al estar involucrada la voluntad e intencionalidad divinas, la demanda explicativa llega a su término, y queda en vilo una respuesta epistemológica que dé cuenta de todos los momentos del conocimiento humano en general.

 

Ahora bien, el problema no sólo radica en esta deficiencia explicativa, sino también en la equiparación o confusión que se enmascara aquí entre el origen y la legitimidad del conocimiento. Hasta donde pueden dar solución de los hechos, las explicaciones innatistas aducen razones en favor de la explicación del origen o causa de los conocimientos en el ser humano, y hasta cierto punto, de los conocimientos innatos arriba señalados. Sin embargo, con tales explicaciones intentan, de manera accidental, dar cuenta de la legitimidad de tales conocimientos arguyendo, de manera dogmática, que no puede haber error en el conocimiento si se tiene en cuenta que las facultades y datos que participan en el conocimiento deben reflejar de manera fiel el orden de las cosas del mundo, pues, de no ser así, la perfección divina se vería cuestionada con un Dios que haría más la veces de genio maligno que de Padre bonísimo y perfectísimo.

 

Por otra parte, el empirismo del siglo XVII logró ubicar, de manera exitosa, su respuesta al problema del origen del conocimiento en términos de experiencia. Si bien poseía dos grandes ventajas -un objeto limitado: la naturaleza; y un método bien establecido- que le otorgaban la claridad requerida para comprender el origen del conocimiento, carecía sin embargo de la claridad explicativa respecto de la legitimidad de ese tipo de conocimiento. Pues viendo la incapacidad de la razón para dar cuenta de la experiencia, tal y como lo demostraron los innatistas, el empirismo se atrevió a pensar la experiencia como la única manera de legitimación del conocimiento.

 

Con todo, este intento explicativo de los orígenes de la metafísica no ayudó, según Kant, en mucho al resurgimiento de este saber. Más adelante la experiencia, como origen del conocimiento de lo trascendente, fue pensada como falsa, lo cual provocó el desprestigio total de esta ciencia. Pero Kant no sólo  le reprocha a la metafísica, tal como la entienden los empiristas, la imposibilidad para rectificar sus principios y el continuo rechazo al conocimiento a priori de, incluso, las leyes ya  confirmadas por la experiencia ordinaria. También se les reprocha la inexactitud en el método que emplean, pues éste no ha sido más que un tanteo entre meros conceptos que la ha llevado por encima de todo conocimiento de experiencia. En otras palabras, es el desacuerdo entre académicos sobre los principios, resultados y el objeto de la metafísica, lo que ha conducido a las conflictivas opiniones entre ellos, y el consiguiente hastío e indiferencia en torno al conocimiento metafísico, por parte de académicos y no académicos.

 

Sin embargo, para Kant esta indiferencia no es sólo una actitud hostil digna de reproche entre todos los humanos, pues a todos les concierne por igual este asunto en tanto seres racionales, sino que es más bien la evidencia del estado maduro que caracteriza a la modernidad: De todas formas, esa indiferencia, que se da en medio del florecimiento de todas las ciencias y que afecta precisamente a aquéllas cuyos conocimientos –de ser alcanzables por el hombre- serían los últimos a que éste renunciaría, representa un fenómeno digno de atención y reflexión. Es obvio que tal indiferencia no es efecto de la ligereza, sino del juicio maduro de una época que no se contenta ya con un saber aparente.

 

La indiferencia es, en últimas, la intimación a la razón de que establezca un tribunal que le permita legitimar sus pretensiones, iniciar su propio conocimiento y acabar con las posiciones erradas que se confrontan en el conflicto en torno a la metafísica. Someter este saber metafísico a un tribunal significa recuperar su reputación de exactitud y permitirle emprender la marcha segura de una ciencia. Pero, ¿qué entiende Kant por tribunal y cómo se relaciona éste con su filosofía crítica? Según Kant, la crítica no es una entre muchas salidas a la disputa entre dogmáticos y escépticos, sino el único camino que queda libre para corregir los errores a que ha conducido la naturaleza de la razón misma, pues es ella quien se ve avocada a responder cuestiones de las que no puede dar cuenta porque rebasan sus propias facultades.

 

En este orden de ideas, la metafísica es cuestionada, mediante la crítica, teniendo en cuenta aspectos que no había sido considerados por dogmáticos y escépticos: primero, en sus resultados, porque no cumple con los requisitos de certeza y claridad que son esenciales para una empresa tan espinosa, y que la conducirían a la unidad que se supone debe poseer la razón, pues no se han definido las presuntas verdades metafísicas. Segundo, en sus principios, que son lo que propiamente la habilitan para ocuparse de las verdades trascendentes frente a las cuales se ve fracasada en sus respuestas. En últimas, es el carácter puro de los principios y su legitimidad lo que está en ciernes. De ahí que la crítica sea el camino opuesto a los intentos fallidos seguidos hasta Kant para fundar la metafísica como ciencia: en la experiencia se busca la posibilidad de un consenso y unidad metafísica. Cabe preguntarse entonces: ¿Es Kant un empirista?

 

Kant no hace una crítica de los libros y de los sistemas, sino de la facultad de la razón en general y de la condición de posibilidad del conocimiento Con ella, se determinan las fuentes, extensión y límites de la metafísica, pero no elaborando un sistema de ésta, sino un tratado sobre el método, que permita establecer los límites de la ciencia en relación con su articulación interna. Tal método se determina en el estudio de la razón y su pensar puro, esto es, de la razón pura especulativa; objeto aún más específico del primer trabajo crítico. En principio no puede decirse de Kant que sea un empirista, pero en su regreso a las fuentes empíricas del conocimiento radica el carácter trascendental que le otorga al conocimiento, viendo en el sujeto cognoscente ya no un mero receptor de representaciones, sino un agente cuya estructura cognoscitiva (y los principios que la rigen) desempeña un papel determinante y constitutivo de la realidad de la que tiene experiencia:

Pues lo propio de la razón pura especulativa consiste en que puede y debe medir su capacidad según sus diferentes modos de elegir objetos de pensamiento, en que puede y debe enumerar exclusivamente las distintas formas de proponerse tareas y bosquejar así globalmente un sistema de metafísica. Por lo que toca a lo primero, en efecto nada puede añadirse a los objetos, en el conocimiento a priori, fuera de lo que el sujeto pensante toma de sí mismo.

 

El objeto de la crítica es, pues, la razón y su pensar puro; el conocimiento detallado que pretende construirse no puede tener lugar sino en el sujeto mismo. Así, el proyecto crítico es justificado en tanto es propio de la razón misma medir su facultad. No se trata entonces de un conocimiento detallado que tiene por fundamento un propósito arbitrario, sino más bien, un conocimiento impuesto por la naturaleza del conocimiento mismo.

PROPUESTA EPISTEMOLÓGICA DE KANT.

El enfoque inédito de Kant y su renovadora concepción del conocimiento humano

 

Como se ha expuesto hasta aquí, y como Kant bien lo supo ver, el problema causado durante siglos por las interminables disputas entre empiristas y racionalistas (en su vertiente innatista), radica en un único asunto: la cuestión del origen del conocimiento, del cual se desprende el asunto de la legitimidad, pero que, como se ha visto, los antecesores del filósofo de Könisberg ni siquiera vislumbraron, en sentido estricto. En reducir a un problema las grandes disputas que dieron lugar a la gritería en las escuelas y el indiferentismo y descreimiento en los espacios no académicos de la modernidad respecto de la metafísica, radica el valor y primera originalidad en el pensamiento de Kant. En efecto, la tesis de que todo conocimiento comienza con la experiencia y, sin embargo, no todo él se origina en ella, llevó a Kant a emprender la tarea de distinguir entre conocimientos puros (en los que no se mezcla nada empírico) y empíricos, a priori y a posteriori, y juicios analíticos y sintéticos, introduciendo en cada uno de estos conceptos matices que le permitieron luego derivar los juicios sintéticos a priori y a posteriori. En este sentido, y como veremos en lo sucesivo, el análisis de la relación entre el sujeto y el predicado en la proposición, constituyó la clave de la solución dada por Kant al asunto del estatuto de la metafísica y, en últimas, al problema del conocimiento humano en general. La primera cuestión a la cual debe dar tratamiento la razón en su uso puro, se reduce a una fórmula cuyo planteamiento y correspondiente solución, es capaz de eliminar toda inseguridad y contradicción dada hasta Kant en la metafísica: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? 

 

De las distinciones entre puro y empírico, a priori y a posteriori, analítico y sintético

 

La experiencia es entendida por Kant como el proceso mediante el cual el entendimiento elabora la materia bruta de las impresiones sensibles, comparando, enlazando y separando las representaciones generadas por los sentidos, a través de su inicial afectación dada por objetos sensibles. La experiencia es el primer paso en el conocimiento humano, y los conocimientos que sólo son posibles a través de ella, reciben el nombre de conocimientos a posteriori. Sin embargo, hay una clase de conocimientos que se dan independientemente de toda experiencia y de toda impresión sensorial, a saber, los conocimientos a priori.

 

Dado que ambos tipos de conocimiento son expresados lingüísticamente mediante proposiciones, éstas reciben el nombre, según el origen de sus contenidos, de juicios a priori y juicios a posteriori. Los primeros se caracterizan por ser pensados simultáneamente como necesarios (en estos juicios el concepto del sujeto encierra el concepto de necesidad del enlace con el predicado); los segundos, en cambio, no se piensan simultáneamente como necesarios. Del primer tipo de juicios se dice que son absolutamente a priori, si: 1) son juicios derivados de juicios que, a su vez, son a priori, es decir, que son pensados como necesarios, y 2) si son juicios pensados con estricta universalidad, sin excepción. Dicha universalidad hace referencia a los elementos sobre los cuales puede ser predicado un juicio. Así, un juicio universal es aquel que por su naturaleza es apto para ser predicado de todos los elementos de un conjunto.

 

Ahora, dentro del tipo de conocimientos a priori hay además conocimientos puros, en los que no se mezcla ningún elemento empírico, y conocimientos no puros, dentro de los cuales se mezclan elementos obtenidos mediante la experiencia. En este sentido, los juicios correspondientes a estos conocimientos, pueden combinarse según sea el origen de sus contenidos y el número de elementos a los que estos últimos se refieren. Por ejemplo, las proposiciones matemáticas son juicios puros a priori por cuanto se originan de un modo independiente a la experiencia, son universales y además son necesarios. La necesariedad de un juicio se refiere a la forzosa e inevitable imposibilidad de sustraer de su sujeto determinadas características. Pero la experiencia en este sentido, no puede decir mucho, pues mediante ella podemos ver qué características tiene un determinado objeto, pero no por qué son esas las características de éste y no otras. De ahí que los juicios que implican necesidad sean del tipo de conocimientos a priori, distintos de los conocimientos a posteriori que son contingentes. Con todo, el conocimiento de experiencia requiere dos elementos básicos para su realización: reglas empíricas (contingentes) y principios puros a priori (necesarios). De regirse sólo por tales reglas, el conocimiento de experiencia no tendría certeza más que para el caso concreto al cual se refiere, de ahí que necesite de principios que permitan su progreso. Tales principios puros a priori son los conceptos, y sirven de fundamento para el uso puro de la facultad de conocimiento porque tienen lugar en ella independientemente de toda experiencia. Así las cosas, es posible afirmar que Kant no es un empirista, a pesar de que alegue de que el conocimiento parte de la experiencia, pero tampoco un innatista del cual pueda provenir una posición dogmática que tengamos que asumir como verdadera.

 

Hemos descrito hasta aquí el funcionamiento general  del conocimiento de experiencia. Nos queda por ver si es posible el conocimiento meramente conceptual, esto es, el conocimiento sin referencia alguna a objetos empíricos. Esto nos permitirá determinar si es posible, y la manera en que lo es, el conocimiento metafísico, teniendo en cuenta que su propósito consiste en establecer los límites de la razón, aunque ésta se vea impulsada por necesidad a responder a tres problemas fundamentales: Dios, la libertad y la inmortalidad del alma.

 

Para abordar las condiciones de posibilidad del conocimiento científico y el metafísico, Kant establece la distinción entre juicios analíticos y sintéticos, pensada a través de los tipos de relación que entablan entre sí, sujeto y predicado. Cuando en el juicio, el predicado (término B) se encuentra contenido en el concepto del sujeto (término A), incluso de manera oculta, el juicio es analítico. Éste podría recibir el nombre de juicio de explicación, pues como el enlace del predicado con el sujeto es pensado en él mediante identidad, no añade nada al concepto del sujeto con su predicado. En un juicio analítico, el sujeto puede dividirse en los conceptos que lo constituyen mediante análisis; por tanto, sin salir del concepto del sujeto es posible deducir el predicado de tal juicio. En otras palabras, en el concepto del sujeto están dadas, de antemano, las condiciones para pensar el predicado de éste, y puede hacerse sólo mediante el principio de contradicción. Así las cosas, la experiencia no es fundamento para los juicios analíticos, pues no se sale del concepto del sujeto para formular su predicado.

 

En los juicios sintéticos, en cambio, el predicado se encuentra enteramente fuera del concepto del sujeto, por lo que el enlace de ambos términos es pensado sin identidad. Los juicios sintéticos podrían recibir el nombre de juicios de ampliación, dado que añaden al concepto del sujeto un predicado que no estaba de antemano incluido en él, y no hubiera podido deducirse mediante análisis alguno. Así pues, en el caso de los juicios sintéticos, la experiencia constituye el fundamento de la síntesis del predicado y el concepto del sujeto, pues el primero pertenece al segundo de manera contingente.

 

Ejemplo de juicio analítico es el siguiente: “Los cuerpos son extensos”. Como es sabido en el marco del pensamiento racionalista, el predicado extenso es inseparable de todo sujeto considerado cuerpo; el cuerpo es inseparable de la idea misma de extensión. Ejemplo de juicio sintético es el siguiente: “Los cuerpos son pesados”; donde  pesado es añadido sintéticamente como predicado al sujeto cuerpo. En otras palabras, la pesantez de los cuerpos no está ligada a estos de manera necesaria sino posible. Se comprende, pues, que haya en el conocimiento juicios analíticos a priori, y juicios sintéticos a posteriori, con lo cual  se sumarían dos tipos de juicio a los dos juicios básicos ya mentados. Con todo, hay una clase de juicios no estudiada, siquiera someramente, antes de la filosofía kantiana, a saber, los juicios sintéticos a priori. Estos carecen de la ayuda de la experiencia para establecer el enlace entre el sujeto y el predicado, aunque según Kant son los únicos que amplian el conocimiento de los objetos sobre los que versan –y por ello constituyen los juicios de conocimiento, propiamente dichos-.

 

¿Qué es lo que constituye aquí la incógnita X en la que se apoya el entendimiento cuando cree hallar fuera del concepto A un predicado B extraño al primero y que considera, no obstante, como enlazado con él? No puede ser la experiencia, pues el mencionado principio no sólo ha añadido la segunda representación a la primera aumentando su generalidad, sino incluso expresando necesidad, es decir, de forma totalmente a priori y a partir de meros conceptos. El objetivo final de nuestro conocimiento especulativo a priori se basa por entero en semejantes principios sintéticos o extensivos. Pues aunque los juicios analíticos son muy importantes y necesarios, solamente lo son con vistas a alcanzar la claridad de conceptos requerida para una síntesis amplia y segura, como corresponde a una adquisición realmente nueva.

 

En la posibilidad de los juicios sintéticos a priori se funda la posibilidad de la metafísica y, en general, la posibilidad de todas las ciencias teóricas de la razón, pues en éstas sus principios son formulados mediante este tipo de juicios, y en la metafísica no solamente se analizan y explican analíticamente los conceptos que nos formamos a priori, sino que se busca en ella la ampliación de estos conocimientos. En el caso de ciencias como la matemática pura, la física pura y la geometría, su posibilidad se demuestra por su realidad; pero en la metafísica, su marcha defectuosa, la inseguridad y las contradicciones que presentaba, fundaban la gran duda frente a su posibilidad.

 

De esta manera, el problema propio de la razón pura no es otro que la pregunta por la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, y en su solución radica a su vez la clave de la comprensión del problema de la posibilidad del uso puro de la razón, en relación con sus productos, a saber, las ciencias cuyo conocimiento es teórico y a priori. En consecuencia, la crítica de la razón es una investigación que no trata de los objetos de esta facultad, que son infinitos, sino de sí misma y de los problemas que surgen en ella y que le son impuestos en virtud de su propia naturaleza, y no de la naturaleza de las cosas que son externas a ella. En este sentido, la crítica de la razón determina la extensión y límites del uso de la facultad de conocimiento, previendo en ella su disposición natural para exceder los límites de la experiencia posible. Con todo, hay que aclarar que la crítica de la razón es entendida por Kant como una ciencia de los juicios de la razón proferidos en su uso puro; de las fuentes y los límites de ésta, pero sólo como propedéutica del sistema de la razón pura. No se trata pues, de una doctrina de la razón pura en la que hay ampliación de los conocimientos de ésta; más bien, su utilidad es negativa: procura la depuración de la razón, guardándola de sus posibles errores. La investigación desarrollada por Kant es, en este orden de ideas, una crítica trascendental, en la medida en que tiene como propósito fundamental no la ampliación, sino la rectificación de los conocimientos. Este tipo de conocimiento trascendental se ocupa de nuestro conocimiento de objetos en cuanto posibles a priori, más que de los objetos mismos (esto sería tema de la física y otras ciencias de objetos).

El giro copernicano de Kant: El conocimiento a priori como eje de su crítica trascendental

En el prólogo de 1781, Kant en la Crítica de la razón pura establece una analogía con Copérnico para intentar dar un giro a la comprensión del conocimiento humano, y con él a la metafísica, cambiando de posición al sujeto cognoscente, al modo como Copérnico se centró en la posición del observador frente a los objetos celestes.

 

Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos –algo que ampliara nuestro conocimiento- desembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes de que nos sean dados. Ocurre aquí como con los primeros pensamientos de Copérnico.

 

Kant vio cómo las matemáticas y la física se encaminaron como ciencias, en la medida en que desarrollaron una revolución del pensamiento: Entendieron que no es en la observancia de las figuras u objetos y sus conceptos, en tanto dados, como aprendemos sus propiedades, sino en la manera misma como se construyen los números, figuras y objetos; mediante la construcción, en las matemáticas, y mediante el experimento, en la física. Lo que se ve en tal revolución, es el establecimiento del carácter a priori de ambas disciplinas. Este carácter radica en que el objeto no es meramente dado, sino que es tal, en tanto en cuanto hace parte de un diseño elaborado por el sujeto cognoscente, según su modo de pensar y percibir.

 

Teniendo en cuenta lo anterior, Kant decide dar el paso de la constitución de lo a priori  en la metafísica, de modo semejante a como fue dado en las matemáticas y en la física, adoptando para ello, a modo de ensayo, la segunda de las siguientes posibilidades: 1) Admitir que el conocimiento se rige por los objetos; o 2) suponer que los objetos se rigen por nuestro conocimiento. La primera posibilidad, ensayada ya a lo largo de la historia del pensamiento, impide decidir algo sobre los objetos mediante conceptos, siendo esta decisión lo que extendería nuestro conocimiento de ellos. La segunda posibilidad parece concordar de manera adecuada con el pretendido conocimiento a priori de objetos. Se trata entonces, de hacer regir el objeto (en cuanto objeto sensorial) por la constitución de nuestra facultad de intuición. Esto, en analogía con el giro copernicano, correspondería a la suposición de que es la Tierra la que gira sobre su propio eje, y en sentido contrario de como nos parece que gira el firmamento (en lugar de suponer que es el firmamento el que gira alrededor de la Tierra). Pero el ensayo de Kant procura, específicamente, referir las intuiciones (en tanto conocimientos) como representaciones al objeto, determinándolo mediante ellas. Para lograrlo, aparecen de nuevo dos posibilidades: 1) Admitir que los conceptos mediante los cuales se determina el objeto, se rigen a su vez por el objeto, o 2) admitir que los objetos en tanto conocidos (dados) se rigen por los conceptos del entendimiento. De lo primero se diría: ¿cómo saber algo a priori del objeto?, lo cual nos arrojaría fuera del propósito del giro emprendido por Kant, dado que su ensayo apunta a sostener la tesis de que a los objetos sensibles sólo les puede ser atribuido aquello que el sujeto, en cuanto ser pensante, toma de sí mismo. De lo segundo se concluiría que la experiencia no es otra cosa que un modo de conocimiento que exige la participación del entendimiento, cuyas reglas han de suponerse en el sujeto de manera a priori, y las cuales han de regir necesariamente todo objeto de experiencia.

 

En la trascendentalidad, entendida como condición de posibilidad, radica la originalidad de la filosofía de Kant: Lo que se conoce de manera a priori a través de los objetos, es lo que de forma previa se ha puesto en ellos, tal como en Astronomía los movimientos percibidos en el firmamento hacen parte del producto del movimiento del observador en síntesis con el movimiento de la Tierra. La investigación emprendida por Kant se entiende como una crítica eminentemente trascendental, porque trata, en general, del conocimiento de objetos, no en cuanto constituidos por la naturaleza de las cosas, sino en cuanto productos de un entendimiento capaz de juzgar la naturaleza misma de las cosas, tomando en consideración sólo los conocimientos que posee de manera a priori.

HEGEL Y MARX

Marx consideraba a Hegel como la máxima expresión teórica de aquella concepción ideológica de la filosofía entendida como «interpretación» del mundo pero, como dicha interpretación es ideológica, es también la máxima expresión de la conciencia mistificada o invertida propia del mundo cristiano-burgués, según la cual todo lo real es el fruto del despliegue del Espíritu o la Idea.

 

No obstante, si bien el sistema hegeliano debe ser invertido o «puesto sobre sus pies», considera que la dialéctica, previamente desbrozada de su idealismo, es potencialmente revolucionaria al destacar el carácter dinámico e histórico de lo real.

 

Para Hegel el Espíritu es el sujeto de la historia, y ésta es la realización de la libertad que culmina en el Estado. Marx ataca esta concepción idealista y declara que la esencia humana no surge del Espíritu, sino del trabajo, es decir, de las condiciones materiales de vida y de transformación de la naturaleza. El hombre es un ser natural, pero es hombre porque trabaja, lo que le diferencia de los animales. En la actividad material de transformación de la naturaleza se transforma también el hombre. Por esta razón, «lo que los individuos son depende de las condiciones materiales de su producción». La esencia no está en las ideas, sino en las condiciones de vida material, y más concretamente, en la producción de los medios de subsistencia.

 

Así, la historia es la lucha del hombre para satisfacer sus necesidades que se desarrollan en un medio social determinado. Entonces, en lugar de la concepción idealista que afirmaba que el sujeto de la historia es el Espíritu, la concepción materialista de Marx afirma que es el trabajo humano concreto, históricamente determinado. Puesto que en la producción social se engendran clases sociales, el auténtico sujeto de la historia es la clase social trabajadora. No se trata, pues, de de hacer la historia de las ideas, sino que es preciso estudiar las condiciones reales de la producción.

 

Según Marx, pues, toda la historia es la historia de las contradicciones reales (no entre ideas, como en la filosofía hegeliana) entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. El factor determinante de la historia lo constituye esta contradicción dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, expresada en la lucha de clases, que se convierte en el motor de la historia.

 

Así se engendra la base económica sobre la cual se edifica la superestructura, que está formada por el conjunto de leyes, ideas, filosofías, arte, religiones, etc., que expresan la conciencia que cada época tiene de su realidad social y configuran la «ideología». Pero, en la medida en que está edificada sobre unas determinadas relaciones de producción, en cada época, la ideología dominante es la ideología de la clase dominante. Así, las concepciones ideológicas son formas invertidas o falsa conciencia que tienden a esconder el verdadero fundamento sobre el que reposan, y deforman la conciencia de la realidad, considerando como naturales hechos, ideas y sistemas sociales que son solamente producto de los distintos modos de producción.

 

En la sociedad capitalista, los elementos ideológicos fundamentales los suministra la economía política burguesa que, como en la teoría política de Locke, parte de considerar la propiedad privada como un dato «natural», como si existiese una naturaleza humana inmutable (que Marx ya criticaba en Feuerbach), y como si fuese un hecho «natural» la apropiación de la fuerza de trabajo de unos hombres por otros y no un acto de fuerza e injusticia. Este es el carácter deformador e ideológico de la economía política burguesa, a la que Marx se apresta a combatir. Pero esta crítica no puede realizarse sin tomar simultáneamente en consideración las categorías de análisis económico y las categorías de análisis político. En el combate contra la deformación ideológica, Marx no es axiológicamente neutral, como le reprochan sus antagonistas, ya que la crítica que efectúa a las categorías económicas burguesas de autores como A. Smith, T. Malthus o D. Ricardo, por ejemplo, es simultáneamente una crítica a sus bases ideológicas.

 

Dado que en el marxismo son inseparables sus análisis económicos, sociológicos, históricos y filosóficos de su voluntad de emancipación social, algunos autores, por ejemplo Popper, lo critican como una forma de pseudociencia, que no sólo no es verificable, sino que no es axiológicamente neutral. Pero, desde las filas del marxismo se rechaza esta objeción criticando el carácter ideológico de la concepción burguesa del saber, y señalando que ninguna ciencia es realmente neutral.

 

Es el caso de la interpretación dada por Reich, por los miembros de la Escuela de Francfort y, con matices diferentes, por Lukács. Autores que, en muchos casos se opusieron también a la esclerotización del marxismo convertido en una escolástica dogmática en los llamados países del «socialismo real».

 

La crisis de estos regímenes manifestada desde finales de 1989, y que ha supuesto la desmembración de la URSS y el paso a la economía de mercado de los anteriormente llamados países socialistas, ha sido interpretada como una definitiva crisis del marxismo. No obstante, es preciso distinguir entre el pensamiento de Marx y las realizaciones políticas que posteriormente se llevaron a cabo bajo el nombre de «marxismo». A este respecto vale la pena señalar que Marx mismo dijo en una ocasión: «yo no soy marxista», indicando con ello que su pensamiento no debía entenderse como un sistema absoluto ni como un dogma, sino, bien al contrario, una contribución crítica a la filosofía, la economía, la política y la teoría de la historia, desde la perspectiva de las clases oprimidas. Por ello, son también muchos los autores que consideran que es preciso considerar el pensamiento y la obra de Marx independientemente del uso que, posteriormente, se le ha dado bajo numerosos «ismos» (marxismos).

EL POSITIVISMO CIENTÍFICO DEL S. XIX.

¿Qué es el positivismo?

 

El término “positivismo” fue popularizado por Comte, y con él se refería al conocimiento positivo de la ciencia moderna frente al negativo de la filosofía. En sentido estricto ese positivismo en general lo asociamos con figuras del pasado como: Hume (1739), Comte (1830-1842), el positivismo lógico (1920-1940); y con figuras actuales como: van Fraassen (1980). Se suelen diferenciar por lo menos tres positivismos: el positivismo filosófico de Comte, Hume, etc., inspirador del positivismo científico decimonónico del siglo XIX, el positivismo científico denominado como “positivismo lógico” y un cierto positivismo científico crítico contemporáneo.[1]

 

Las principales doctrinas directas del positivismo científico decimonónico han sido las siguientes:

 

 Su oposición a la metafísica, entendida como todas las proposiciones no contrastables, las entidades no observables, las causas y las explicaciones profundas;

 

 Su defensa de la observación, que restringe o reduce lo real a lo observable;

 

 Su hincapié en la inducción y en la verificación;

 

 Su crítica a la causalidad y la búsqueda de regularidades, de lo cuantificable;

 

 La creencia en un solo método científico (monismo metodológico);

 

 La afirmación de cierto historicismo humano y científico que cree en un progreso por etapas, de la mano de la ciencia y de la tecnología;

 

 La confianza de que todos los fenómenos están sujetos a leyes naturales invariables y cuantificables.[2]

 

La concepción más clásica de la ciencia moderna comparte muchas de las anteriores características. La ciencia moderna no es igual al positivismo, ni todos de sus valores surgen del positivismo, pero sí lo hacen la mayoría de sus valores, de una manera directa o indirecta, con todo lo que puede asociarse o desprenderse de él. Y de esa manera se puede hablar de un cierto sentido paradigmático.

 

Augusto Comte, el positivismo y el origen de las ciencias sociales

Augusto Comte nació en Montpellier, Francia, en una familia modesta y muy católica. Fue discípulo del pensador Saint-Simon, de quien recibió un interés por los asuntos sociales y la idea inicial sobre el positivismo. Tuvo una buena formación científica y técnica en la famosa École Polytechnique, que le daría las bases para su programa cientificista con las ciencias sociales.

 

Como ya se expresó en los apartados anteriores Comte fue el creador del movimiento llamado “positivismo” que enmarca todo su pensamiento y su aporte para la consolidación de las ciencias sociales. Quien definió por primera vez las ciencias sociales como ciencias fue Augusto Comte, en el siglo XIX. Esta afirmación comúnmente se expresa en las historias de las ciencias sociales, pero para poder entenderla necesita explicarse.

 

En efecto, como se planteó en la introducción, ello es cierto si se acepta como supuesto que la concepción de ciencia por excelencia es la de la ciencia moderna, desde el punto de vista del positivismo. Y Comte fue el teórico del positivismo.

 

Antes de Comte las reflexiones sociológicas, políticas, antropológicas, etc., se asumían como reflexiones inscritas dentro de la antigua tradición filosófica y humanística. Pero a él se le ocurrió que podían estructurarse dentro de la tradición naciente de la ciencia de Galileo y Newton. El quiso hacer de la sociología una especie de física de lo social, emulando la física natural, y de la mano de la sociología debían seguir por esa misma ruta todas las demás ciencias sociales, que todavía no tenían una clara configuración.

 

Esa intención programática para la sociología esperaba lograr para la disciplina una estructura lógico – matemática similar a la física, donde se aplicara la condición de poder contrastar empíricamente todos sus enunciados. Ello a su vez, tiene relación con otra serie de supuestos que se explicitan en la perspectiva positivista definida por Comte. Sólo que Comte aportó más como inspirador que como desarrollador de ese programa. En cambio, Emile Durkeim lograría dar forma inicial a ese programa.

 

Es propio de Comte el haber asignado al conocimiento científico el papel de motor fundamental de la sociedad, y a partir de ello pensar que el progreso social dependía fundamentalmente de la adopción del espíritu positivo que caracterizaba ese conocimiento. Desde el entusiasmo por las características epistemológicas y metodológicas de las ciencias naturales modernas, Comte formuló su famosa “ley de los tres estadios”, que enmarca su pensamiento general sobre la evolución de la vida humana.

 

En palabras del mismo Comte los tres estadios son los siguientes:

 

De acuerdo con esta doctrina fundamental todas nuestras especulaciones, cualesquiera que sean, tienen que pasar sucesiva e inevitablemente, tanto en el caso del individuo como en el de la especie, por tres estados teóricos diferentes que podrán ser calificados aquí suficientemente por las denominaciones habituales de teológico, metafísico y positivo, al menos para quienes hayan entendido bien el verdadero sentido general de las mismas. El primer estado, aunque en principio indispensable en todos los aspectos, siempre debe concebirse en adelante como puramente provisional y preparatorio; el segundo, que no constituye en realidad más que una mociificación disolvente del anterior, no posee nunca más que un simple destino transitorio, para conducir gradualmente al tercero, es en éste; el único plenamente normal, donde radica, en todos los géneros, el régimen definitivo de la razón humana. (Comte, 1981, p. 15)

 

En el primer estadio, el teológico, todos los fenómenos son vistos como productos de seres sobrenaturales, de acuerdo con las explicaciones de la religión, la magia y el mito. En el segundo estadio, el metafísico, los fenómenos se conocen a partir de explicaciones racionales, pero sólo en el sentido especulativo y metafísico de la filosofía y de la teología. Sólo en el tercer estadio, el positivo los fenómenos se conocen como realmente son, porque de la mano de ciencia se pueden establecer sus relaciones causales y contrastarlas empíricamente.

 

Al estadio teológico corresponde el dominio del poder militar o el dominio por la fuerza (para el caso concreto de Europa, el feudalismo); al estadio metafísico corresponde la revolución (que en el caso europeo comienza por la reforma protestante y acaba con la revolución francesa); y al estadio positivo corresponde la sociedad industrializada.

 

Para Comte el conocimiento y la sociedad, de la mano del conocimiento, deben pasar evolutiva y progresivamente por estos tres estadios, como lo hace una persona que pasa de la niñez, hacía la juventud y hacía la vida adulta. De esta evolución dependía en todo sentido el progreso social, tanto como para decir que una sociedad científica debía ser también una sociedad civilizada. Sin embargo, esa confianza excesiva en el conocimiento científico ha sido desmentida por los mismos avances de la historia y de la ciencia. Para nosotros en esta época es evidente la ingenuidad de Comte y de buena parte de los modernos, pues sabemos que los avances científicos no conducen necesariamente a los avances sociales, sino que incluso, pueden traer nuevos problemas sociales.

 

Sin embargo, este optimismo y entusiasmo por la ciencia moderna fue muy importante para que Comte fundara la primera ciencia social en sentido estricto, es decir la sociología. Para Comte se necesitaba que el espíritu de la ciencia moderna se introdujera en el conocimiento de lo social y no se limitara al conocimiento de lo natural. Fue así entonces como propuso crear una disciplina científica de lo social llamada sociología, pensada como una especie de “fisica de lo social”, que al igual que la física que establece las leyes de los fenómenos físicos, estableciera las leyes de los fenómenos sociales. Esta disciplina era necesaria, para lograr, en virtud de la confianza que se tenía en el conocimiento, avanzar en la solución de los problemas sociales.

SIGLO XX

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