Traducción de J. Rodolfo Wilcock






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Jack Kerouac

Los subterráneos
Traducción de J. Rodolfo Wilcock
EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA
Título de la edición original: The Subterraneans Grove Press Nueva York

Traducción del texto de Fernanda Pivano: Ignacio Martínez de Pisón

Diseño de la colección:

Julio Vivas

Portada de Ángel Jové

Primera edición en «Contraseñas»: 1986 Primera edición en «Compactos»: enero 1993 Segunda edición en «Compactos»: noviembre 1994 Tercera edición en «Compactos»: mayo 1996 Cuarta edición en «Compactos»: septiembre 1997 Quinta edición en «Compactos»: julio 1998 Sexta edición en «Compactos»: noviembre 1999

© Herederos de Jack Kerouac, 1958

© del Prólogo: Henry Miller, 1959

© de la Introducción: Fernanda Pivano

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1993 Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: 84-339-2062-6 Depósito Legal: B. 46069-1999

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona




PRÓLOGO

Es posible que nuestra prosa no se recobre jamás de lo que le ha hecho Jack Kerouac. Amante apasionado del lenguaje, sabe cómo utilizarlo. Siendo un virtuoso nato disfruta desafiando las leyes y los convencionalismos de la expresión literaria que estorban la auténtica comunicas, sin trabas entre el lector y el escritor. Tal como él mismo ha dicho en su artículo «Los principios fundamentales de la prosa espontánea»,1* «procura primero satisfacerte a ti mismo, que luego el lector no podrá dejar de recibir la comunicación telepática y la excitación mental, pues en su cerebro actúan las mismas leyes que en el tuyo». Y es tan íntegro que, a veces, parece estar actuando en contra de sus propios principios. Sus conocimientos, en modo alguno superficiales, aparecen en sus escritos como si tal cosa ¿Importa? Nada importa. Desde un punto de vista auténticamente creativo, todo da lo mismo, todo importa y nada importa.

Pero nadie puede decir de él que sea frío. Es cálido, esta siempre al rojo vivo. Y si está alejado, también está cerca muy próximo, como si se tratara de un hermano, de un alter ego. Está ahí, está en todas partes, es el señor Todo-el-mundo. Observador y observado a la vez. «Es un amable, inteligente y doliente santo de la prosa», como dice de él Ginsberg.

Suele decirse que el poeta, o el genio, se adelanta a su propia época. Es cierto, pero solamente debido a que también es un ser profundamente de su época. «¡No os detengáis!», nos va diciendo. «Todo esto ya ha ocurrido antes millones de veces.» («Siempre adelante», decía Rimbaud.) Pero los que se resisten a cambiar no entienden esta clase de palabras. (Todavía andan rezagados en relación con Isidore Ducasse.) ¿Qué hacen, pues? Le derriban de su alta percha, le matan de hambre, de una patada le hunden los dientes en la garganta. A veces son menos misericordio­sos incluso: hacen como si el genio no existiera.

Todos los temas acerca de los cuales escribe Kerouac —esos personajes fantasmagóricos, obsesivamente ubicuos, cuyos nombres se pueden leer del revés; todas esas encan­tadoras visiones nostálgicas, íntimas y grandiosamente estereoscópicas de los Estados Unidos; todos esos paseos de pesadilla en góndola y en coche— así como el lenguaje que utiliza (algo así como el estilo Gautier pero en negativo) para describir sus visiones «terrenocelestiales», todas esas extravagancias desmesuradas, tienen una estrecha relación con maravillas tales como El asno dorado, el Satiricen y Pantagruel, y esto es algo que no pueden dejar de percibir ni siquiera los lectores de Time y Life, de las Selecciones del Reader's Digest, y los tebeos.

El buen poeta, o en este caso «el prosista bop espontá­neo», siempre está atento al son de su época: el swing, el beat, el ritmo metafórico disyuntivo que brota tan veloz, tan alocada, tan peleonamente, y de forma tan increíble y tan deliciosamente salvaje, que nadie llega a reconocerlo una vez transcrito en el libro. Mejor dicho, sólo lo recono­cen los poetas. Kerouac «lo ha inventado», dirá la gente. Con lo cual estarán insinuando que no es real. Lo que la gente tendría que decir es: «Este sí que ha sabido pillarlo». El lo ha pillado, lo ha cultivado, lo ha sabido escribir. («¿Lo pillas tú, Nazz?»)

Cuando alguien pregunta: «¿De dónde saca todo eso?», la respuesta es: «De ti.» No hay que olvidar que Kerouac se ha pasado toda la noche despierto, escuchando con los ojos y las orejas. Toda una noche de mil años. Lo oyó en el útero, lo oyó en la cuna, lo oyó en la escuela, lo oyó pegando la oreja a la pared de la bolsa de la vida, allí donde un sueño vale oro. Y, además, ya está casi harto de oírlo. Quiere dar un nuevo paso adelante. Quiere reventar. ¿Vais a dejar que lo haga?

Esta es una época de milagros. Los días del asesino loco han quedado atrás; los maníacos sexuales están ahora en el limbo; los atrevidos artistas del trapecio se han roto el cuello. Estamos en una época de prodigios, en la que los científicos, con la ayuda de los sumos sacerdotes del Pentágono, enseñan gratuitamente las técnicas de la des­trucción mutua pero total. ¡Progreso! El que sea capaz, que lo convierta en una novela legible. Pero si eres un comedor de muerte no me vengas con literaturas. No nos vengas con literatura «limpia» y «sana» (¡sin lluvia radioactiva!). Deja que hablen los poetas. Puede que sean «beat», pero, como mínimo, no montan a caballo de un monstruo cargado de energía atómica. Creedme; no hay nada limpio, nada saludable, nada prometedor en esta época de prodigios; nada, excepto seguir contando lo que pasa. Kerouac y otros como él serán probablemente los que tengan la última palabra.

Big Sur, California

Henry Miller

INTRODUCCIÓN

Hace algún tiempo apareció en América un libro muy divertido titulado The In and Oul Book, una especie de prontuario para la gente á la page: estar in significa hacer las cosas adecuadas y estar oul significa hacer las cosas equivocadas. A propósito de la beal generation dice el libro: «Es Out decir que la beal generation es Out; pero la beal generation es Out».

No cabe duda de que la enorme campaña publicitaria llevada a cabo en América en torno al fenómeno de los beal ha perjudicado su movimiento del mismo modo que, en su momento, los fotógrafos desfloraron el mito de Marilyn Monroe a fuerza de inundar las revistas ilustradas con su imagen. Pero lo más curioso de esta saturación es que todos lo saben todo sobre ellos y que ya nadie tiene ganas de oír hablar de ellos, a pesar de que son poquísimos los que se han tomado la molestia de leer sus libros y sus poemas: por lo general el público se ha conformado con repetir los lugares comunes de la propaganda o los prejuicios y descuidos históricos de cierta crítica conservadora.

Los lugares comunes de la propaganda afectan sobre lodo a los beal en los aspectos más exteriores de su vida; y dado que estos aspectos están en continua transformación desde hace ya quince años, desde que el movimiento naciera, más que hacer una reconstrucción histórica de sus orígenes quisiera dirigir la atención hacia el escritor Jack Kerouac, autor de este Los subterráneos pero autor también de otros seis libros. Es el creador de la definición beat generation y es él quien distinguió las nuevas costumbres en cuanto aparecieron en América, recién acabada la guerra; en realidad es él quien las inventó en el acto mismo de distinguirlas y de describirlas más tarde en sus libros, ofreciendo un modelo de vida a la generación siguiente. Su función en la historia de la cultura americana presenta bastantes similitudes con la de Fitzgerald, quien también distinguió y recreó unas costumbres, y se convirtió en guía de la generación de la primera posguerra, la célebre lost generation. Durante un decenio los jóvenes se comportaron, pensaron y vivieron como Fitzgerald y los héroes de sus libros; y a su alrededor se formó pronto un séquito de imitadores que hizo las funciones de «grupo». La genera­ción de esta posguerra se llamó beat, y sus guías y héroes fueron Jack Kerouac y Alien Ginsberg.

Por eso hablar de los escritores beat (los auténticos, los que dieron origen al movimiento) como de escritores de vanguardia hace sonreír: su figura pertenece ya a la historia de la cultura americana. Por lo demás, la vanguar­dia cultural americana está constituida desde hace unos años por el new dada, un movimiento de fondo anárquico pero de carácter europeo que tiene a sus exponentes más importantes en los compositores (John Cage, por ejemplo), en los escultores (Stankiewicz y Nevelson, por ejemplo), en los pintores (Rauschenberg, por ejemplo). Igual que los beat «calientes» de principios de la posguerra eligieron como uniforme los téjanos, las grandes cazadoras de piel y las sandalias, e igual que los beat «fríos» que se les sumaron en la Costa Oeste prefirieron como divisa prendas muy serias, oscuras y bien cortadas, con camisa azul y corbata negra, también los new dada han adoptado un uniforme; con cuellos almidonados (en homenaje a los viejos dada), brillantina en el cabello y ligeros zapatos franceses, fre­cuentan la alta sociedad y se comportan como snobs sin remedio. Los beat les detestan, por falsos y parásitos; y sin embargo el Museo de Arte Moderno de Nueva York ha tomado el asunto lo bastante en serio como para organizar una exposición, titulada Sixteen Americans, en la que precisamente están presentes diez artistas beat y seis new dada.

Pero estos movimientos han sido siempre aceptados por la crítica con gran lentitud. Los libros de los beat son acogidos con severidad y a menudo con acritud, del mismo modo que, en el primer decenio, fueron acogidos con severidad y acritud los libros de Fitzgerald; como, en general, fueron acogidos con severidad y acritud los prime­ros intentos de todos los escritores que abrieron una fisura en tradiciones literarias y arraigadas en la historia. La explosión que acogió la aparición de la novela En el camino de Kerouac y el poema Aullido de Ginsberg fue digerida por los críticos como un fenómeno curioso y una cuestión de costumbres; se habló de desgramaticalización y de prosa descompuesta, de verbosidad a lo Thomas Wolfe y de antipoesía; se hicieron las más funestas previsiones sobre el futuro de los dos muchachos, clasificándolos preventiva­mente de autores de un solo libro. Quien los tomó en serio, al menos como escritores de costumbres, dijo que su tipo de anarquía era un fenómeno antiguo, que los beat no habían descubierto nada nuevo, que no había ninguna diferencia entre su rebelión y la rebelión de la «generación perdida». Luego empezó la nueva confusión entre los beat calientes de principios de la posguerra y los beat fríos de la generación posterior; y cuando Kerouac hizo declarada profesión de budismo Zen, se volvió a decir que estas religiones no presentan ninguna novedad y que todo el asunto de los beat era un fenómeno exclusivamente publici­tario: no se acaba de entender si organizado por los editores de Kerouac y Ginsberg para lanzar sus libros o si aprovechando por ellos para este lanzamiento.

Entre tanto Kerouac y Ginsberg seguían escribiendo o publicando las cosas que habían escrito en los largos años pasados a la espera de un editor que las publicara. Y sus libros llegaron a Europa, donde los críticos adoptaron por su parte la actitud típica entre nosotros, que es la de juzgar la literatura americana en relación exclusivamente con la literatura europea. Mientras en América se había dicho que no había diferencias entre la beat y la lost generation, entre nosotros se dijo que no había diferencias entre el movi­miento de los beat y el existencialismo francés de la segunda posguerra; se dijo que la prosa espontánea de Kerouac no era sino la repetición de cierto automatismo surrealista; se dijo naturalmente que la anarquía de los beat era tan vieja como el mundo y se la comparó con la del dadaísmo; se acudió a los expresionistas, y el nombre de Céline, prototipo europeo de las más prohibidas rebeliones, fue aducido con frecuencia para explicar ciertas irreveren­cias de Kerouac y Ginsberg hacia el conformismo. En ocasiones fueron incluso críticos americanos de derivación dadaísta o en todo caso europea quienes indicaron estas proximidades.

Sólo después de varios años se ha ido definiendo la perspectiva histórica en América y se han escrito volúme­nes enteros para explicar las diferencias entre los lost y la beat generation, revolución activa la una y pasiva la otra, y para explicar la relación entre esta pasividad y el misticis­mo contemplativo de la religión Zen; a su vez, los críticos europeos comienzan ahora a vislumbrar la posible autocto­nía de un movimiento que es, en realidad, el único fenómeno verdadera y típicamente americano que se ha producido en los Estados Unidos después del de la lost generation. No falta mucho ya para que se concluya que el dadaísmo tenía una función social absolutamente ajena a la de los beat, del mismo modo que les es ajena la función política del expresionismo; que la prosa surrealista estaba basada en un problema de desvinculación de lo irracional con respecto a lo racional, mientras que la prosa de Kerouac ni siquiera considera la posibilidad de lo racional y se sustenta sobre una realidad exclusivamente biológica y fisiológica; que la rebelión existencialista se basaba en ideologías morales firmemente arraigadas en fundamentos filosóficos, mientras que el abandono de los beat a la desesperación no se asienta siquiera en la más embrionaria de todas las ideologías, que es el hedonismo.

Parece bastante evidente que lo suyo no es dadaísmo, porque en el rechazo global del consorcio humano no se preocupan los beat de destruir mitologías o superestructu­ras; no es expresionismo, porque en la absoluta desconfian­za ante una realidad social no afrontan el problema de agredir la inmoralidad del ejército, la política, la guerra, la burguesía o el conformismo; no es surrealismo, porque en la negación total de la supremacía racional no se plantean el problema de sustituir la conciencia por el subconsciente; no es existencialismo, porque en la negación del concepto mismo de norma no pueden admitir los imperativos cate­góricos, ni siquiera los de la angustia sartreana. Para convencerse de ello, basta con pensar en la insistencia con que, en las entrevistas, los beat «gordos» han afirmado que el decenio de los 50 ha sellado con la bomba atómica el final de los tres monstruos que en estos últimos treinta años han destruido a la juventud: los tres monstruos son Freud, Marx y Einstein.

En consecuencia, será por fuerza necesario considerar­los según otras claves, que no sean únicamente europeas, y rastrear sobre todo en los filones más autóctonos de su tradición literaria los puntos de referencia, en el supuesto de que sean necesarios, en torno a los cuales habrá que hacer girar sus experiencias literarias. Los nombres que más a menudo recorren —y recorrían— sus discuros son los de Walt Whitman, Edgar Poe y Hart Crane; y si las biografías de estos poetas pueden haber influido en la inquietud, el nomadismo y la desaparición de los jóvenes beat (especialmente la de Hart Crane, desarraigado, alcoho­lizado, homosexual y suicida a los treinta y tres años), está claro que también sus versos les impresionaron por lo que de dinámico e independiente, de atormentado y metafísico, de intenso y sobreentendido hay en el trasfondo de Whit­man, Poe y Crane. De los poetas vivos, aquel al que preferentemente escuchó Ginsberg fue William Carlos Wi­lliams, un viejo ex imaginista al que los críticos no cesaron nunca de reprochar su excesivo amor por las cosas y los hechos de cada día y la capacidad para descubrir las bellezas de los aspectos más escuálidos y sórdidos de la realidad cotidiana. Ginsberg se distanció mucho de él cuando escribió Aullido, pero fue el mismo Williams quien escribió el prólogo al más polémico y revelador poema de estos últimos años.

Si hay una característica inconfundible en las primeras obras de Kerouac y de Ginsberg es precisamente su adhesión entusiasta a los hechos más menudos de la vida como fuente de inspiración. Bastaría esto para garantizar su autenticidad dentro de la tradición literaria americana; basta por lo menos para garantizar su independencia con respecto a los fenómenos literarios europeos, que siempre han estado basados en experiencias intelectuales o ideoló­gicas, antes que en experiencias prácticas o mecánicas. Esto explica por ejemplo la diferencia entre cierta poesía beat y los fulgores de Rimbaud o las iluminaciones de Blake, aun habiendo sido reconocidos por los beat como los más cercanos, entre los europeos, a su poética: Rimbaud y Blake nos resultan demasiado familiares como para que merezca la pena comparar su mundo, aureolado de trans­cendencia y recogido en su ámbito totalmente intelectual, con los versos basados en la carne y en la sangre —si se quiere, con la vulgaridad, grosería y sordidez que a menu­do derivan de la carne y la sangre— en los que Ginsberg describe sus alucinaciones. Sus visiones metafísicas no son conceptuales como las de Rimbaud, sino deformaciones de imágenes absolutamente concretas, absolutamente carna­les, que pueden ir desde un semáforo hasta un neón indicativo; y no creo necesario recordar cuan distinta es la naturaleza de las visiones de Rimbaud o de Blake.

A una conclusión bastante semejante se llega cuando se examina la prosa de Kerouac, con o sin la ayuda de sus teorizaciones estilísticas. Cuando los reflectores de la cele­bridad —y de la publicidad— se volvieron hacia él, se dejó inducir a publicar en la revista que hace tiempo promovió su movimiento una especie de decálogo de su «prosa espontánea» y una «lista de elementos esenciales» de la prosa moderna. Es una ingenuidad en la que cayeron muchos literatos americanos, alargando sus bibliografías con algún que otro tratado o tratadillo teórico; y en verdad es siempre peligroso «descubrirse»: la sagacidad profesio­nal europea casi siempre evitó que nuestros literatos hicieran gestos tan inocentes.

Y a pesar de que tanta ingenuidad provoca la sonrisa, de esa lista y ese decálogo se extrae una afirmación plenamente coherente con la posición poética de Ginsberg y reveladora de la actitud antiintelectual de la narrativa de Kerouac. El hecho de que Kerouac sea ya un profesional sagaz y haya leído a todos los autores racionalísimos o intelectualísimos que sus críticos le han atribuido como inspiradores y maestros no le impide dar como cuarto elemento esencial de la prosa moderna esta sugerencia: «Amad vuestra vida»; y como vigésimo: «Creed en las líneas santas de la vida»; y como primero: «Escribid para vuestra personal felicidad». Henry Miller ha vivido dema­siado tiempo en París como para escribir un decálogo de este tipo, pero quienes mantienen correspondencia con él saben que sus cartas son una especie de himno ininterrum­pido a la belleza no tanto de la vida como de la intensidad de la vida; y son cartas que ayudan mucho a comprender libros que en ocasiones han sido interpretados en clave de pesimismo o de derrotismo por críticos distraídos, deso­rientados por las experiencias expresionistas europeas. Kerouac ha expresado este himno a la intensidad de la vida de una forma más ingenua que el sapientísimo y expertísi­mo Miller (no en vano considerado el santón de los beat y el protector de Kerouac) en sus novelas y en esos decálogos; pero el mensaje no es diferente.

En el decálogo que alude a su verdadera técnica estilística se rastrea un sentimiento fundamental de adhe­sión a la realidad física, entendida como entusiasmo y expansión vital. Este decálogo (que, entre otras cosas, revela que para Kerouac la escritura automática no es en ningún caso la de los surrealistas franceses, sino la se-mihipnótica de Yeats) se cierra con la sugerencia de escribir «con excitación, a toda prisa, hasta sentir calam­bres, de acuerdo con las leyes del orgasmo». Es una sugerencia que, aparte la referencia precisa a las Funciones del orgasmo y a la orgone box del doctor Wilhelm Reich, el científico que ha sido el héroe de los beat igual que Freud lo fue de los lost, subraya aún más que el fundamento de la poética de Kerouac no pertenece ni a lo racional ni a lo irracional, sino a la realidad física exclusivamente.

Si ésta es la postura de Kerouac con respecto al acto de escribir, no menos apegado a la vida es su procedimiento estilístico, que nuevamente regresa a un elemento típica­mente americano y con toda seguridad ajeno, al menos como inspiración literaria, a la cultura europea. Es en el jazz donde busca la base de su estilo, de su técnica e incluso de su punto de vista. En el decálogo de la prosa espontánea del que antes he hablado, Kerouac escribió bajo la voz «Procedimento»: «Dado que el tiempo es la esencia de la pureza del discurso, el lenguaje es un libre fluir de la mente en secretas ideas-palabras personales, un expresar (como hacen los músicos de jazz) el objeto de la imagen»; y bajo la voz «Método» escribió entre otras cosas: «No hagáis períodos que separen frases-estructuras ya confundidas arbitrariamente por falsos puntos y comas y por tímidas comas, en realidad inútiles, y servios en cambio de una enérgica abertura que separe la respiración retórica (igual que el músico de jazz toma aliento entre las distintas frases ejecutadas)».

Del revelador contenido de estas confidencias se han percatado de repente ciertos críticos progresistas america­nos, y uno de ellos ha escrito ya un ensayo (hoy por hoy, el más penetrante de la bibliografía de Kerouac), titulado La expresión de Kerouac, en el que demuestra haber compren­dido con exactitud lo que Kerouac entiende por «lenguaje». Está claro que ahora, cuando se habla de su lenguaje, no se alude ya a su lengua, a su slang, relegado como sus contenidos a la historia de las costumbres. Que los beat calientes de posguerra aceptaran el dialecto de los jazzmen más o menos drogadictos y más o menos negros del mismo modo que adoptaron su indumentaria y costumbres, y que Kerouac se erigió en portavoz de ellos, es cosa ya conocida y que interesa sobre todo a los traductores europeos de los libros beat, inmersos a menudo en dificultades casi insupe­rables debido a que aún no se ha publicado un auténtico diccionario de lengua beat2.' Pero esta lengua sólo es, para Kerouac, un medio expresivo: aludir a su lenguaje significa en realidad hablar precisamente de su método descriptivo, de su punto de vista, de su tono, de su sonoridad.

Probablemente, la próxima misión de los críticos será examinar las fases a través de las cuales la lengua se ha transformado en él en lenguaje. Porque es fácil comprobar que las palabras de la jerga beat son siempre violentas, incisivas, encerradas y seleccionadas entre vocablos mono­silábicos, con efectos infalibles de tensión y de potencia alusiva; pero esto no sería suficiente para indicar cuál ha sido la participación que el escritor ha tenido en la manipulación que, en su página, las ha hecho convertirse en «estilo» ya inconfundible. En este sentido, pueden representar alguna ayuda ciertas revelaciones localizables en Los vagabundos del Dharma, una novela en la que Kerouac quiso teorizar la filosofía Zen y que escribió con anterioridad a este decálogo. De esta novela se colegía que Kerouac había extraído de cierta literatura china el gusto de valorar las imágenes descarnando las frases y las palabras hasta el punto de llevar a los simples vocablos a tensiones y vibraciones casi simbólicas. El esfuerzo por eliminar todas las partes del discurso que no fuesen rigurosamente indispensables y que dificultaran, por tanto, la adhesión a la validez de la imagen, conducía a una intensidad más propia del poeta que del novelista: no en vano Kerouac componía por aquella época los versos que más tarde publicaría en México City Blues.

Fue entonces cuando la lengua (hecha, como se ha dicho, de vocablos violentos, incisivos, encerrados, monosi­lábicos, rebeldes sobre todo a efectos de tensión y de potencia alusiva) se fue delineando —al menos teóricamen­te— como un lenguaje (en el que todo elemento tenía la función de operar exclusivamente en la profundidad, hun­diéndose en los significados secretos de las imágenes hasta alcanzar esos mismos efectos de tensión y de potencia alusiva, pero con una economía en la página infinitamente mayor). La teoría de Los vagabundos del Dharma se convir­tió en experiencia en los versos de México City Blues; y obsérvese que esta evolución en lengua y lenguaje llegó a formularse teóricamente mucho después de su manifesta­ción práctica.

De la estructura jazzística del «estilo» en el que lengua y lenguaje fueron proyectados hacia esos efectos de intensi­dad y de vibración que son las características más connatu­rales a Kerouac, fue en cambio consciente seguramente desde las primeras obras. No hay que olvidar que, durante cierto período, participó en la existencia de un grupo de jazzmen alternando la lectura de sus poemas con eventuales exhibiciones: acaso fuera entonces cuando distinguió en la estructura de la improvisación jazzística, con sus desvia­ciones y sus retornos con respecto a un tema central, el planteamiento general de esa prosa suya que él llamó «espontánea», creando una conspicua confusión entre los críticos, que rápidamente se lanzaron a esbozar compara­ciones entre esta espontaneidad y la espontaneidad querida por los surrealistas.

En realidad, cuando Kerouac habla de «espontáneo», se refiere precisamente a las possibilidades de improvisación del jazz. Obsérvese que su «jazz» es el bop: Kerouac no es cool sino hot, y de ello se percatarán los lectores de Los subterráneos divirtiéndose con la deliciosa sátira que Ke­rouac hace de los cool de la Costa Oeste vistos con ojos de un hot recién llegado de Nueva York.3 Y así como Fitzge-rald, además de ser el héroe de la lost generation, fue el cantor de la era del jazz, del mismo modo Kerouac está considerado como el cantor de la bop generation, de la que fue creador y adalid el idolatrado Charlie Bird Parker, que estableció las reglas fundamentales y fijó las leyes del gusto jazzístico que imperaron durante más de diez años. Una de las características del bop era el distanciamiento con respecto a la melodía convencional, que procede según reglas sintácticas bien preestablecidas, para probar la vía de una improvisación en sí misma, de modo que absorbiera melodías ya existentes: era esta improvisación la que fue definida por los jazzmen como «creación espontánea»; y es de aquí de donde Kerouac tomó el término, con tanta frecuencia vinculado a la terminología crítica europea.

Así como el bop descarta el planteamiento melódico para centrar el interés compositivo sobre los distintos pasajes de las improvisaciones, del mismo modo la estruc­tura estilística de Kerouac se basa en una serie ininterrum­pida de variaciones sobre el tema fundamental que hace de perno y sostén de un período. Los lectores de Faulkner no quedarán sorprendidos por este discurso, ya que están acostumbrados a seguir a lo largo de páginas y páginas (hasta veinte en algunos casos, y sin interrupción alguna) el fluir de una imagen a través de reconstrucciones y conexio­nes laterales, retrospectivas e hipotéticas. El procedimiento de Faulkner, rigurosamente fiel a las pautas del monólogo interior de cuño europeo, no se basa sin embargo tanto en las aberturas como en la reconstrucción o en la conexión de estados psíquicos o emocionales, a diferencia de Kerouac, a quien importan poco las conexiones y reconstrucciones. Sus períodos se basan en una imagen que rebota como un tema musical de una variación a otra y que a menudo es trabajoso encontrar en el mar de imágenes laterales que constituyen el período. Un lector no avisado puede extra­viarse en esta lectura del mismo modo que, en su momento y por otras razones, podía extraviarse en la lectura de Faulkner; e igual que los profanos pueden extraviarse escuchando cierta música. Pero por pequeño que sea el esfuerzo que se haga para educar el oído a esa estructura compositiva, se conseguirá distingir las innumerables va­riaciones, modulaciones, desviaciones del tema fundamen­tal y captar la afinidad entre esa estructura y la de una composición jazzística. Se percibirán entonces las pausas, entendidas en un sentido musical, de sus períodos: esas que Kerouac en su decálogo llamó «aberturas» y, para los jazzmen, «tomas de aliento entre las distintas frases»; y la intensidad del tema central sólo será subrayada por las distracciones, las suspensiones, las dilataciones creadas por los temas laterales.

Entonces todo resulta facilísimo, del mismo modo que facilísimo es para el lector avisado de Faulkner abandonar­se al apremiante flujo de su monólogo interior. Se com­prende no sólo lo que Kerouac entiende por ritmo, sino sobre todo lo que entiende por la «joya central del interés» de una imagen, de la que habla en el decálogo («No partáis de una idea preconcebida de lo que se dice sobre la imagen, sino de la joya central del interés en el objeto de la imagen en el momento de escribir»); y se acepta la enorme importancia otorgada por él al «momento» de escribir, concebido como instante creativo y a la vez como la única posible realidad global de un mundo poético basado en la desintegración del mundo más que en la desintegración del átomo.

Se le considere como se le considere, el problema de Kerouac conduce por tanto a una cuestión de costumbres. Su vida, como la de su generación, no acaba arruinada como la de los dadaístas, los expresionistas o los surrealis­tas europeos, sino que comienza arruinada: la suya y la de su generación no es tanto una negación de normas morales como una ignorancia de normas morales. No es que Kerouac sea anarquista, porque ser anarquista implica creer en un movimiento; ni que sea antimilitarista, porque para ser antimilitarista hace falta creer en la guerra o en la paz. No hay que olvidar que, mientras el mundo entero se afanaba en tomar una posición en pro o en contra de la boma atómica, Ginsberg pronunció por la radio la famosa frase: «Idos a tomar por..., vosotros y vuestra bomba atómica»; y Kerouac, sin duda, estaba de acuerdo. No existe futuro, no existe pasado en el caos de su mundo; existe sólo un extraño e instanáneo presente, inexplicable y hostil, que sólo gracias a la liberación de las dimensiones espaciales y temporales se puede llegar transitoriamente a superar. Los instrumentos para esta superación son sobre todo fisiológicos (como el orgasmo), místicos (como las visiones), pasionales (como el jazz) o artificiales (como la droga); pero sólo de esta superación puede surgir una realidad poética a la par que una realidad vital. Evidente­mente, se trata de una realidad destinada a durar única­mente lo que el instante de liberación ofrecido por esos elementos: destinada, en el caso de Kerouac, a durar sólo lo que dure el «momento» de escribir.

Cuando Kerouac trata de salir de esta realidad y se esfuerza por «hacer de escritor francés» y por «pensar», sus páginas explotan ingenuamente, carentes de consistencia lógica y de energía creativa: por fortuna, amenaza con hacer eso muchas más veces de las que llega a hacerlo. No es un escritor de ideas: todas sus ideas se concentran y manifiestan en el esfuerzo de distinguir y recrear las costumbres descritas; su calidad no se halla en el pensa­miento sino en la intensidad emotiva. Dependa o no de su lengua, de su lenguaje o de su estilo jazzístico, o dependa simplemente de su vigor expresivo, el hecho es que la vida y las imágenes evocadas por Kerouac son densas y vibran­tes como en pocos escritores de la historia literaria ameri­cana.

Es característica de esta vibración, de esta intensidad, la uniformidad del tono: Kerouac, si se quiere, es un escritor monocorde y a la vez monótono. En sus libros no hay fortissimi ni pianissimi, usando la terminología musi­cal que tanto le gusta, del mismo modo que no hay decelerando ni rallentando: todas sus páginas evolucionan en un mezzo forte y con un ritmo constante (endiablado en verdad) que han hecho a algunos críticos hablar de caren­cia de fantasía' estilística. Es posible que sea ésta la limitación de Kerouac pero, si se acepta su posición de escritor del «momento», no se pueden esperar alteraciones del tiempo-espacio en una porción de realidad exterior por naturaleza al tiempo-espacio, como lo es precisamente el momento. Una posición idéntica en pintura es la de Jackson Pollock o Mark Tobey, a quienes remite como ejemplo.

Por otro lado, su vinculación con el lenguaje jazzístico es tan específica y definida que se podría incluso pensar en una precisa intención suya de uniformar su estilo de acuerdo con los planteamientos expresivos del jazz. No hay crescendo en las ejecuciones de cierto jazz frío de los más recientemente practicados: la ejecución debe dar una im­presión general de laxitud, los ejecutantes deben ahogar toda veleidad exhibicionista en la más absoluta opacidad de los sonidos. Esto es sólo una hipótesis, y muy discutible, porque Kerouac, como ya he dicho, no se presenta como un «frío» sino como un «caliente», pero, si hay alguna posibili­dad de justificar o de condenar sus cualidades y sus defectos, sólo cabe buscarla en la terminología y en la sintaxis del jazz. No cabe duda de que Kerouac ha entrado en la historia literaria americana no sólo como el cantor de la beat generation sino también como el exponente literario de la bop generation. Que éstos sean títulos de mérito o de demérito no nos corresponde a nosotros juzgarlo, de la misma manera que no podemos ahora predecir si su lugar en la historia literaria se limitará a estas clasificaciones o si se alineará con los más típicos cantores de los distintos momentos de la civilización americana, como Thomas Wolfe o Fitzgerald. En la actualidad, el panorama de su producción literaria se ha alargado y continúa alargándose a un ritmo preocupante. Después de haber esperado siete años a que le publicaran En el camino (en el 50 había aparecido The Town and the City, un libro acogido por la crítica con más favor del deseado por Kerouac), empezó a publicar la multitud de libros que había escrito durante, la espera: seis en total (aunque uno de éstos, Visions of Neal, que tiene por protagonista al mismo protagonista de En el camino, no será publicado en su versión íntegra durante otros veinte años, por deseo del autor). En el 58 aparecie­ron Los subterráneos y Los vagabundos del Dharma, en el 59 Doctor Sax, México City Blues y Maggie Cassidy; y ya está la publicidad anunciando otros nuevos. Esto sirve al menos para demostrar que Kerouac puede ser considerado un profesional; una definición que le resultaría odiosa y que escribo un poco a mi pesar recordando una afirmación suya: «Haced que brote de vosotros el canto de vosotros mismos... A vuestra manera, que es la única manera posible, buena o mala pero siempre honesta, espontánea ya que no profesional. La profesión es profesión.»

Pero si los libros futuros no igualaran en intensidad a las dos novelas que le han dado fama, creo que ya se puede decir que bastarían estos dos, En el camino y Los subterrá­neos, para hacerle ingresar en la historia literaria, menos como un imitador de Joyce y de todos los demás iniciado­res de la narrativa moderna que como aportador de un elemento, modesto si se quiere pero original y personal, al desarrollo de esa narrativa. En el camino quedará como el retrato más intenso y dramático de los beat calientes de la segunda posguerra americana, y Los subterráneos como el retrato igualmente intenso y vagamente satírico de los beat fríos de cinco años después (En el camino está ambientado en el 48, Los subterráneos en el 53). La intensidad alusiva v la capacidad evocadora de estas dos novelas son datos atestiguados de hecho por miles de jóvenes que se han reconocido en esas páginas y que a través de esas páginas se han comprendido a sí mismos y han entendido proble­mas que no habían sido capaces de formular por sí mismos; y esta realidad, a pesar de todo, me parece más vital que la complacencia erudita con la que críticos de muchas generaciones de más edad disertan sobre las eventuales imitaciones estilísticas o incapacidades estilísti­cas o groserías estilísticas de un autor obstinadamente considerado en relación a una cultura que no le pertenece y que, en último término, no le interesa.
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