Contra el postmodernismo Alex Callinicos (1989) Modernismo y capitalismo






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Contra el postmodernismo

Alex Callinicos (1989)



2. Modernismo y capitalismo




La lucidez me vino cuando sucumbí finalmente al vértigo de lo moderno

Louis Aragon


2.1 El vértigo de lo moderno




¿Qué es la modernidad? A menudo se cree que Baudelaire responde de manera definitiva a esta pregunta cuando escribe: “La modernidad es lo efímero, transitorio y contingente en la ocasión”.1 Por el contexto de esta observación, el ensayo titulado “El pintor de la vida moderna”, resulta evidente que refleja la preocupación específica de Baudelaire por caracterizar un arte que descubre lo eterno en lo transitorio, por oposición al culto abstracto y académico de la belleza atemporal. No obstante, tal definición parece captar una experiencia propia de los dos siglos precedentes, sintetizada por David Frisby como “la novedad del presente”.2

En relación con esta experiencia, y como generadora de ella, habría otro tipo de modernidad, concebida como una etapa diferenciada del desarrollo histórico de la sociedad humana. La sociedad moderna representa una ruptura radical con el carácter estático de las sociedades tradicionales. La relación del hombre con la naturaleza ya no está gobernada por el ciclo repetitivo de la producción agrícola. En su lugar, y particularmente desde el surgimiento de la revolución industrial, las sociedades modernas se caracterizan por el esfuerzo sistemático de controlar y transformar su entorno físico. Las permanentes innovaciones técnicas, transmitidas a través del mercado mundial en expansión, desatan un rápido proceso de cambio que se extiende por todo el planeta. Las relaciones sociales atadas a la tradición, las prácticas culturales y las creencias religiosas se ven arrasadas en el remolino del cambio. La famosa descripción que ofrece Marx del capitalismo en el Manifiesto Comunista es la formulación clásica del proceso incesante y dinámico de desarrollo inherente a la modernidad:
Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen anticuadas antes de llegar a osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.3
¿Qué podría ser más natural que ver el arte moderno como una respuesta estética a la experiencia de revolución permanente de la modernidad? Consideremos las afirmaciones que propone Marinetti en favor de este arte en el primer Manifiesto Futurista (1909):
Cantaremos a las grandes multitudes comprometidas en el trabajo, el placer o la sublevación: cantaremos a las olas multicolores y polifónicas de la revolución en las capitales modernas: cantaremos al estrépito y al calor de la noche en los astilleros y en los muelles, encendidos de serpientes humeantes, devoradoras y violentas; a las fábricas que cuelgan de las nubes, suspendidas por los torcidos hilos de sus estelas de humo.4
El estilo casi cinematográfico de Marinetti nos recuerda la celebración que hace Vertov de las energías desencadenadas por la Revolución de Octubre en la película El hombre con cámara. Pero incluso aquellos modernistas que dudan de la promesa de la modernidad pueden ser vistos como actores que reaccionan ante los cambios sociales experimentados por ellos mismos. El modernismo, se ha dicho a menudo, es un arte urbano: el París de Baudelaire y de Rimbaud, el de los cubistas y los surrealistas, pero también el Londres de Eliot, el Berlín de Brecht, la Praga de Kafka, la Nueva York de Dos Passos, la Viena de Musil.5 En un célebre ensayo titulado “La metrópolis y la vida mental”, Georg Simmel argumenta que la ciudad moderna produce un tipo particular de experiencia que implica “la intensificación de la estimulación nerviosa que resulta del cambio rápido e ininterrumpido de los estímulos externos e internos”. El flujo incesante de nuevas impresiones al que están sujetos los habitantes de las grandes metrópolis los lleva a adoptar una actitud blasée (hastiada) y disociada -el rechazo a registrar más cambios-, mientras que el temor al anonimato, a ser reducidos a una cifra, promueve tanto “la sensibilidad a las diferencias” como la adopción de “las más tendenciosas peculiaridades, esto es, las extravagancias específicamente metropolitanas del manierismo, el capricho y el preciosismo”.6 El modernismo como respuesta a la “ciudad irreal” de la vida moderna es un tema explorado sobre todo por Walter Benjamin en Passagen-Werk, su gran estudio inconcluso acerca del París de Baudelaire. La creencia de que el nuevo mundo urbano e industrializado requiere también un nuevo tipo de arte, muy diferente del culto romántico a la naturaleza, nunca fue expresada con tanta claridad como lo hizo el pintor David Bomberg en el catálogo de una exposición de su obra presentada en 1914: “Apelo a un sentido de la fuerza... Busco una expresión más intensa... Contemplo la naturaleza mientras vivo en una ciudad de acero. Si hay decoración, es accidental. Mi propósito es la construcción de la forma pura”’.

La idea de que la experiencia de la modernidad funciona como término medio entre el proceso dinámico de desarrollo económico fundamental para la historia de los dos siglos precedentes -de modernización- y el modernismo cultural, es elaborada ampliamente por Marshall Berman en su conocido libro Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Hay un modo de experiencia vital -experiencia espacio-temporal de la propia persona y de los otros, de las posibilidades y peligros de la vida- que en la actualidad comparten hombres y mujeres en todas partes del mundo. Llamaré a esta experiencia “modernidad”. Ser moderno es hallarnos en un ambiente que nos promete aventura, poder, alegría, desarrollo, transformación de nosotros mismos y del mundo, pero que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que sabemos, lo que somos. Los ambientes y experiencias modernos atraviesan todos los límites étnicos y geográficos, los límites de clase y nacionalidad, de religión y de ideología; en este sentido, puede decirse que la modernidad une a toda la humanidad. Se trata, sin embargo, de una unidad paradójica, una unidad de desunión: nos sume en un remolino de desintegración y renovación perpetuas, de lucha y de contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es hacer parte de un universo en el cual, como lo dijera Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.8
La tesis de Berman ha sido sometida a una crítica minuciosa aunque benevolente por parte de Perry Anderson en un ensayo que discutiremos en la próxima sección. Y aunque los argumentos de Anderson son convincentes, la afirmación central de Berman -desarrollada en una serie de análisis de casos particulares, prolíficos y sutiles, desde Goethe hasta Bely- en relación con la contradicción peculiar de la experiencia moderna es, a mi juicio, esencialmente correcta. El dinamismo del mundo social promete la felicidad y el desastre. Resulta más difícil, sin embargo, determinar si conceptos tales como los de modernidad y modernización son apropiados para caracterizar y explicar tal contradicción.

En primer lugar, estos conceptos tienen antecedentes filosóficos en el pensamiento de la Ilustración. Según Habermas, “el concepto profano de época moderna expresa la convicción de que el futuro ha empezado ya: significa la época que vive orientada hacia el futuro, que se ha abierto a lo nuevo futuro”.9 Esta orientación hacia el futuro presupone la formulación de aquello que Hans Blumenberg llama “el concepto de realidad de contexto abierto”, desarrollado de manera especial por los pensadores de la revolución científica del siglo XVII quienes, por su intermedio, rompieron con la concepción antigua y medieval de un mundo cerrado y finito. Según Blumenberg, el “concepto de realidad” de la filosofía moderna, esto es, postrenacentista, “legitima la calidad de lo nuevo, de lo sorprendente y desconocido, tanto en la teoría como en la estética”.10 Esta valorización de lo nuevo forma parte de una transformación más amplia. Ya no es posible justificar creencias, instituciones y prácticas por su vinculación con modelos y principios tradicionales. “La modernidad ya no puede ni quiere tomar sus criterios de orientación de modelos de otras épocas; tiene que extraer su normatividad de sí misma”; afirma Habermas.11

Esta concepción de la modernidad, orientada al futuro en lugar del pasado y, además, autolegitimadora, puede verse como el instrumento mediante el cual algunos intelectuales europeos de los siglos XVII y XVIII buscaron comprender las creencias teóricas y los procedimientos de la nueva física, poco conocidos pero extraordinariamente exitosos, así como cambios análogos en otros ámbitos culturales y en especial la querelle des anciens et des modernes en las artes. No obstante, dicho concepto se incorpora a una filosofía de la historia cuando los philosophes comienzan a argumentar que el tipo de innovación teórica al que Newton había conferido respetabilidad es el motor del progreso social en general, una creencia que exige concebir el desenvolvimiento del tiempo como algo que registra, no la decadencia de un mundo condenado, ni la eterna repetición cíclica de lo mismo o las operaciones de la voluntad divina, sino más bien el continuo mejoramiento de la condición humana gracias al desarrollo y difusión del conocimiento científico. La noción de Ilustración no se limita a suministrar un nombre a esta filosofía de la historia: ofrece una explicación y una medida del progreso humano, mientras su ausencia da razón de los obstáculos al cambio, interpuestos en especial por el clero, aquel agente social responsable de preservar a las masas en la noche de la superstición.

La modernidad llegó a ser concebida como la sociedad en la cual se realiza el proyecto de la Ilustración, y donde la comprensión científica de los mundos físico y humano regula la interacción social.12 Saint-Simon, influido por la teoría de la historia de Condorcet, concibió la sociedad industrial, cuyo surgimiento anticipó, precisamente en estos términos. Los grandes teóricos sociales de comienzos del siglo XIX no compartían el optimismo de Saint-Simon y de Condorcet acerca del futuro, pero todos veían la sociedad contemporánea como algo moldeado por la aplicación práctica del tipo de conceptos y procedimientos teóricos comprendidos en la revolución científica del siglo XVII. Una serie de instrumentos de análisis -la distinción de Weber entre las formas de dominación tradicional y la racional-burocrática, la trazada por Durkheim entre solidaridad mecánica y orgánica, la propuesta por Tonies entre comunidad y sociedad- fueron utilizados para establecer un contraste general entre dos formas radicalmente distintas de organización social, separadas esencialmente por los efectos disolutorios y dinamizantes de la racionalidad científica moderna y de sus realizaciones prácticas.

La teoría weberiana de la racionalización -quizás la obra fundamental de la teoría social no marxista- ofrece la más importante explicación individual de la configuración de la modernidad. La modernización implica, en primer lugar, la diferenciación de prácticas sociales originalmente unitarias y, en particular, la diferenciación entre la economía capitalista y el Estado moderno. “Sólo en las sociedades occidentales”, escribe Habermas, la “diferenciación de estos dos subsistemas complementarios e interrelacionados llegó tan lejos que la modernización pudo distinguirse de su constelación inicial y continuar de manera auto-regulada”. En segundo lugar, este proceso diferenciador implica la institucionalización de un tipo específico de acción, que Weber denomina racionalidad orientada a fines (Zweckrationalitüt) o racionalidad instrumental, dirigida a seleccionar los medios más eficaces para la realización de un objetivo predeterminado. La racionalización de la vida social consiste para Weber en la creciente regulación de la conducta por parte de una racionalidad instrumental que sustituye las normas y valores tradicionales, un proceso acompañado por el uso cada vez más difundido de los métodos de la ciencia postgalileana para determinar el curso de acción más eficaz disponible en la prosecución de los fines. Weber analiza aquello que Habermas llama “racionalización de las concepciones del mundo” y que consiste, por una parte, en romper el hechizo del mundo, despojar a la naturaleza de todo propósito y, por la otra, en diferenciar, a partir de una cultura originalmente unitaria, ámbitos particulares (ciencia, arte, moralidad), cada uno gobernado por la misma racionalidad formal. La clave para comprender el proceso de modernización es “la transformación de la racionalización cultural en racionalización social”, aquel proceso, por ejemplo, mediante el cual la concepción calvinista de la vida como vocación contribuye a institucionalizar la acción económica instrumental.13

Desde luego, Weber no manifiesta mayor entusiasmo frente al proceso de modernización descrito, tanto por la naturaleza subjetiva de la Zweckrationalitüt, incapaz de ofrecer criterios objetivos para seleccionar los fines de la acción -por oposición a los medios para alcanzar algún fin previamente determinado-, como porque el resultado de su institucionalización parece ser el de aprisionar a la humanidad en la “jaula de hierro” de unas estructuras burocráticas que, si bien formalmente racionales, tienen poco que ofrecer en lo referente a la libertad o al sentido. Estas dudas no desempeñan papel alguno en la versión de la teoría de Weber utilizada por los sociólogos de la posguerra en el mundo de habla inglesa, como Talcott Parsons. Como señala Habermas, esta “teoría de la modernización... desgaja a la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados respecto del espacio y del tiempo”.14 Parsons concibe la modernización como un proceso evolutivo en el cual los sistemas sociales, gobernados por la “ley de la inercia” que los orienta hacia la estabilidad, se ven motivados, debido a factores perturbadores exógenos y endógenos, a iniciar un proceso de diferenciación estructurales. Dicha diferenciación, y en especial el surgimiento de una economía de mercado autónoma, posibilita a su vez la “adaptación ascendente” del sistema social y el aumento de la capacidad de controlar su entorno por parte de la sociedad, particularmente a partir de la Revolución Industrial, y a través de ella. No obstante, este proceso diferenciador exige la transformación del patrón de valores prevaleciente y es, al mismo tiempo, una consecuencia de ella; por otra parte, exige la sustitución de aquellas características de la sociedad tradicional, como el “patrón particular-adscriptivo”, que combinan lealtades específicas con el desempeño de las funciones sociales en virtud de mecanismos semejantes a la herencia, y su reemplazo por el “patrón universal de desempeño” que predomina en la sociedad moderna, donde los agentes llegan a compromisos valorativos de carácter cada vez más general y son asignados a sus posiciones sobre la base de su desempeño. “El desarrollo moderno de la sociedad,” argumenta Parsons, “se dirige principalmente hacia un patrón esencialmente nuevo de estratificación”, en el cual “la legítima inequidad” ya no se basa en la adscripción sino en las funciones desempeñadas por los miembros de la sociedad dentro del sistema altamente diferenciado exigido por la industrialización.16

Los matices claramente apologéticos que imparte Parsons a la teoría de la modernización hicieron vacilar incluso a quienes comparten de manera general la misma problemática. Habermas, por ejemplo, objeta que Parsons establece “una relación analítica entre un alto nivel de complejidad sistémica, por una parte y, por la otra, formas universales de integración social y un individualismo institucionalizado de manera no coercitiva”, lo cual le impide abordar las “patologías que surgen en la época moderna”.17 Habermas, como lo veremos en el capítulo cuarto, busca remediar estas fallas al subsumir la teoría de la modernización dentro de la explicación más amplia de la racionalidad comunicativa. Independientemente de las críticas que formulo en contra de tal explicación, creo que hay buenas razones para abandonar la problemática de la modernización. En primer lugar, establecer el contraste entre la sociedad moderna y la tradicional sólo conduce a una parodia ahistórica del alcance, diversidad y complejidad de las formaciones sociales anteriores a la Revolución Industrial. El profundo sentido histórico de Weber, que despliega con grandes resultados al discutir las diferentes formas de dominación en Economy and Society, se ve debilitado por una epistemología que hace de la estilización y de la caricatura una virtud, y por su preocupación con el problema de la racionalización. En segundo lugar, la teoría misma de la racionalización, en especial cuando se trivializa bajo la forma de las “variables de patrones” de Parsons, implica una teoría idealista del cambio social en la cual la modificación de las creencias subyace a la transformación histórica. El cambio tecnológico tiende a ser concebido como la materialización de descubrimientos teóricos, y el conflicto social como la consecuencia de “tensiones” producidas por algún desequilibrio dentro del sistema prevaleciente de valores.

Finalmente, la teoría de la modernización, en la forma funcionalista y evolucionista que le da Parsons, es implícitamente teleológica, pues trata a la sociedad existente más “desarrollada”, la estadounidense, como la meta hacia la cual no sólo sus contrapartes en otros lugares del bloque occidental, sino también las sociedades “menos desarrolladas” del Tercer Mundo habrán de tender cada vez más. Como dice John Taylor,
puesto que la teoría funcionalista del cambio establece -mediante una generalización ex post facto- una correlación evolutiva entre industrialización y diferenciación, sólo puede resolver el problema de las posibles direcciones del cambio en las sociedades del Tercer Mundo refiriéndolas a un estadio final particular, a saber, el alcanzado por los sistemas sociales contemporáneos más diferenciados. Sus postulados evolutivos generan un camino histórico universal hacia la mayor diferenciación, que debe ser seguido por todos los sistemas sociales si han de industrializarse... Por consiguiente, el sesgo “eurocéntrico”, evidente en las teorías funcionalistas de la modernización, no es, como lo han sugerido algunos autores, un simple reflejo de los intereses ideológicos de los teóricos individuales, sino un efecto necesario de la teoría dentro de la cual operan.18
El materialismo histórico, que analiza aquellos fenómenos de los que se ocupan Weber, Parsons y Habermas a través del concepto de modo de producción capitalista, principalmente, ofrece, a mi juicio, una perspectiva teórica superior de la problemática de la modernización. En primer lugar, el concepto de modo de producción, una combinación específica de fuerzas productivas (fuerza de trabajo, medios de producción) y de relaciones de producción (relaciones eficaces de control sobre las fuerzas productivas), permite una cuidadosa discriminación entre diferentes formaciones sociales, incluidas aquellas que preceden al capitalismo: la esclavista, la feudal y los modos tributarios de producción. Algunos de los mejores escritos históricos del marxismo contemporáneo, en efecto, se ocupan de las formaciones sociales precapitalistas. En segundo lugar, la teoría marxista del cambio social es materialista, pues concede primacía explicativa a las contradicciones estructurales que surgen entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, así como a la lucha de clases generada por las relaciones inequitativas y explotadoras, en el sentido económico del término. En tercer lugar, el materialismo histórico no es una teoría teleológica de la evolución social, y no sólo niega que el capitalismo sea el último estadio del desarrollo histórico, sino que el comunismo, la sociedad sin clases, que según Marx sería el resultado de la revolución socialista, no es la consecuencia inevitable de las contradicciones del capitalismo, pues existe otra alternativa, lo que Marx llamó “la perdición mutua de las clases en conflicto” y Rosa Luxemburg “barbarie”.19

La superioridad del materialismo histórico como teoría social no implica que en él no haya lugar para el vocabulario de la modernidad. Términos tales como “modernización” pueden servir para caracterizar descriptivamente los cambios involucrados en el desarrollo del capitalismo industrial. Más aún, tales cambios implican un modo radicalmente nuevo de vivir en comparación con las formaciones sociales precapitalistas: con respecto, por ejemplo, a la relación activa y transformadora entre el hombre y la naturaleza característica del capitalismo, al desarrollo de formas de vida urbana cualitativamente nuevas y al surgimiento de una concepción del tiempo lineal y homogénea.20 Fernand Braudel argumenta que el concepto de civilización, de “un orden que reúne miles de posesiones culturales ciertamente diferentes entre sí y, a primera vista, incluso ajenas unas a otras, y que se extiende desde los bienes del espíritu y del intelecto hasta las herramientas y objetos de la vida cotidiana”, es “una categoría de la historia, una clasificación necesaria”.21 Quizás debamos pensar la modernidad como un tipo de civilización configurada por el desarrollo del modo de producción capitalista y por el dominio global del mismo.

El materialismo histórico reclama nuestra atención en cuanto explicación de los cambios que preocupan a los teóricos de la modernización. Las características que definen las relaciones de producción capitalistas -la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía y el control de los medios de producción por parte de capitales en competencia- son responsables de la tendencia al acelerado desarrollo de las fuerzas productivas. Los capitales rivales buscan derrotar a sus adversarios introduciendo innovaciones tecnológicas que aminoren los costos, y la sujeción de los obreros al mercado de trabajo permite a los capitalistas desarrollar incentivos sistemáticos diseñados para aumentar la productividad laboral.22 De allí la importancia que atribuye Marx en el Manifiesto al dinamismo del capitalismo, a la realización de “maravillas muy superiores a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas”: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales”.23

Marx no se limitó, desde luego, a celebrar los logros productivos del capitalismo, y en alguna ocasión describió la modernización capitalista de la India bajo el dominio británico, en su opinión históricamente necesaria, como el caso de un tipo de progreso “que se asemeja al horrendo ídolo pagano que sólo bebe el néctar en las calaveras de los muertos”.24 El desarrollo histórico es para Marx un proceso contradictorio y no lineal. Su más interesante discusión del doble carácter de la modernización señalado por Berman se encuentra en los Grundrisse. Allí Marx se convierte en el adalid del capitalismo en contra de sus críticos románticos, y enfatiza
la gran influencia civilizadora del capital; su facultad para generar un estado de la sociedad en comparación con el cual todos los anteriores aparecen como meros desarrollos locales de la humanidad y como idolatría de la naturaleza. Por primera vez, la naturaleza se convierte en un puro objeto para la humanidad, en algo meramente utilizable; deja de ser reconocida como un poder en sí misma, y el descubrimiento teórico de sus leyes autónomas aparece como una simple treta para subyugarla a las necesidades humanas, bien sea como objeto de consumo o como medio de producción. De acuerdo con esta tendencia, el capital avanza más allá de las barreras nacionales y de los prejuicios, superando también el culto a la naturaleza y toda satisfacción tradicional, confinada, complaciente, incrustada de las necesidades presentes y de la reproducción de antiguos modos de vida.25

Análogamente, argumenta que



la antigua idea según la cual el ser humano aparece como la meta de la producción, independientemente de su carácter limitado, nacional, religioso, político, resulta muy elevada cuando se compara con el mundo moderno, en el cual la producción aparece como meta de la humanidad y la riqueza como meta de la producción. En realidad, cuando la limitada forma burguesa desaparece, ¿qué es la riqueza si no es la universalidad de las necesidades, capacidades, placeres, fuerzas productivas individuales, creada a través del intercambio universal?26
Marx, sin embargo, reconoce la fuerza de la crítica romántica al capitalismo:
En la economía burguesa -y en la época de producción a la que corresponde- esta realización completa del contenido humano aparece como completo vacío, esta objetivación universal como alienación total, y la destrucción de todas las metas limitadas y parciales como el sacrificio a un fin enteramente externo al fin en sí mismo del hombre. Es por ello que el infantil mundo de la Antigüedad aparece, de una parte, como algo más elevado. De otra parte, es realmente más elevado respecto de todo aquello donde se buscan figuras cerradas, formas y límites preestablecidos. Es la satisfacción desde un punto de vista limitado, mientras que lo moderno no da satisfacción o bien, allí donde parece satisfecho de sí mismo, resulta vulgar.
No obstante,
sería tan ridículo anhelar el regreso de la plenitud original como lo es creer que con este vacío completo la historia se ha detenido. La perspectiva burguesa nunca ha avanzado más allá de la antítesis entre ella misma y el punto de vista romántico, y por consiguiente este último la acompañará como su legítima antítesis hasta el final.27
Una de las ideas más interesantes desarrolladas por Marx en estos pasajes es que la defensa liberal del capitalismo y la crítica romántica del mismo son perspectivas complementarias y correlativas, cada una de ellas parcial y unilateral; la primera celebra el enorme desarrollo de las fuerzas productivas que el régimen capitalista ha hecho posible, en tanto que la segunda denuncia “el vacío completo” de la sociedad burguesa en nombre de una “plenitud original” perdida y ciertamente ficticia. Marx consigue trascender ambas perspectivas porque se centra en la contradicción existente entre la expansión de las fuerzas productivas humanas, posibilitada por el capitalismo, y la “limitada forma burguesa” en la que dicha expansión tiene lugar, apoyada como está sobre la explotación del trabajo asalariado y sobre un anárquico proceso de acumulación competitiva. Esta contradicción suscita crisis económicas crónicas que indican la necesidad de sustituir el capitalismo por una sociedad en la cual la satisfacción de las necesidades humanas, que el previo desarrollo de las fuerzas productivas permite, se realice finalmente. Marx puede ver más allá de los puntos de vista liberal y romántico porque se orienta hacia el final del capitalismo, hacia el resultado revolucionario de este proceso contradictorio de desarrollo cuyo clímax es la “incesante revolución de la producción, la perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, la eterna incertidumbre de la época burguesa”.

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