3. Los planes nacionales de desarrollo en Argentina: el caso del Plan Trienal de Reconstrucción y Liberación Nacional 1974-1977






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3.

Los planes nacionales de desarrollo en Argentina: el caso del Plan Trienal de Reconstrucción y Liberación Nacional 1974-1977.

3.1. Los planes nacionales de desarrollo en la Argentina. Contexto de su surgimiento.

En este capítulo nos centraremos en el estudio del Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional del período 1974-1977 que, como hemos señalado, constituye la última experiencia de planificación nacional de la historia argentina.

Los relatos de sus principales mentores así como la bibliografía específica sobre el período previo a su realización, nos permite confirmar la influencia cepalina que se observa en sus orígenes pero también los rasgos distintivos que lo constituyen como proyecto político orientado enfáticamente hacia la distribución del ingreso.

La intención de destacar estas características del Plan Trienal nos recuerda las reflexiones de Celso Furtado cuando expresaba que su “interés por la planificación iba más lejos que la economía”. Este investigador hizo públicas las contradicciones de su pensamiento al señalar que “estaba convencido de que el fascismo era una amenaza que se agitaba permanentemente sobre las sociedades democráticas”, al mismo tiempo que no se podían ignorar las inestabilidades de la “mano invisible”: ¿cómo ignorar que las economías de mercado eran intrínsecamente inestables y que esa inestabilidad tendía a agravarse? (Furtado, 1988: 15).

En este apartado, analizaremos la persistencia de las ideas y postulados de Prebisch, canalizados a través de la CEPAL, influencia que se observa tanto en el desarrollismo frondizista como en la experiencia de gobierno de 1974. Asimismo, resulta necesario estudiar el contexto y la modalidad de elaboración e implementación de los planes de desarrollo, así como la distinción que, respecto de ellos, presenta el Plan Trienal de 1974.

Como ya hemos mencionado, a partir de 1955, la denominada Revolución Libertadora suprimió las oficinas de planificación creadas por el gobierno peronista y dejó a un lado la experiencia de programación nacional iniciada en 1946.

La destrucción de un modelo político peculiar coincidió con el inicio de una crisis de hegemonía que abarcará un largo período. En efecto, el fin de la experiencia estatal del peronismo así como de otras comúnmente denominadas populistas dio paso, como señala Ansaldi (1991), a las crisis político-sociales renuentes a toda solución mas o menos consolidada con cierta permanencia o continuidad.

La posguerra afectó las posibilidades de crecimiento de las economías periféricas y mostró una vez más la vulnerabilidad de los países latinoamericanos. En la Argentina de 1949, desarticuló la decisión de independencia económica postulada por el peronismo.

Ansaldi sintetiza la tensión sociopolítica de América Latina en esos años:

La conjunción de crisis económica y crisis política pone en primer plano de evidencia una conclusión elemental fuertemente resistida por los sectores tradicionalmente dominantes en la región: los desequilibrios económicos-sociales producen problemas políticos, las tensiones aparecen en un primer plano y no se resuelven con los tradicionales mecanismos de ejercicio de poder. (Ansaldi, 1991: 11)

Y aclara, además,

Si la efímera ilusión de bonanza1 de la guerra y la posguerra acaba cuando el centro capitalista se recompone, y esta recuperación desnuda las falencias y debilidades de las economías periféricas, simultáneamente se hacen sentir los efectos de la recomposición económica -por ejemplo la deuda externa, las balanzas de comercio y de pagos deficitarios, la importación de insumos industriales, el crédito externo, etc.- y de la no menos decisiva recomposición política, caracterizada por el afianzamiento de la hegemonía norteamericana y la universalización de la guerra fría (Ansaldi, 1991: 11).

Este escenario, en la Argentina, dio lugar al desarrollismo promovido por la presidencia de Arturo Frondizi.

Revisando brevemente la historia del período, a partir de 1955, las expectativas de Lonardi puestas en el logro de un “peronismo sin Perón” -continuidad de las políticas sociales con un cambio en el tipo de liderazgo-, son traicionadas por un forcejeo entre el sector liberal del ejército y la fuerza sindical.

La breve etapa en la que el sector nacionalista del ejército se propuso cumplir con la histórica consigna “ni vencedores ni vencidos” con la intención de mantener las condiciones laborales y las capacidades sociales consolidadas por el peronismo, finalizó con el golpe del General Aramburu, un militar decidido a combinar autoritarismo político y apertura económica. Al mismo tiempo que se redefinía la inserción internacional de la Argentina y reducía la intervención del Estado en la economía, las instituciones democráticas eran intervenidas, la actividad política era cercenada y el peronismo quedaba definitivamente proscripto.

La persecución ideológica de los dirigentes y trabajadores vinculados al peronismo y el comunismo fue el signo de una época que también asistió a un cambio cualitativo en la ideología y la práctica de los sectores populares. En efecto, en esos años comenzó embrionaria y espontáneamente una resistencia obrera que adquiriría un vigor inusitado y un elevado nivel de organización en los años sucesivos, al punto de interpelar activamente al modelo que se instauraba.

Entre 1955 y 1973, la sucesión de gobiernos de facto alternados con democracias relativas marcó un período en el que la consigna del desarrollo se cumplió a partir de la entrada masiva de capital norteamericano y de organismos internacionales de crédito. La posición liberal que cuestionaba la política económica cerrada del período peronista y el “desmedido” crecimiento del Estado, fue reemplazada por otra posición que también surgió de las filas del antiperonismo: el desarrollismo.

Arturo Frondizi impulsó originalmente la continuidad de las reformas peronistas y la legalidad del movimiento obrero junto con la recuperación de la producción agropecuaria y el estímulo a la industria pesada -dos ejes en los que basaba su crítica al modelo peronista-, pero en 1958 se observa una redefinición política que le imprime un nuevo perfil al desarrollismo.

Marcelo Cavarozzi (1997) sintetiza las características de un modelo económico que se proponía superar el estancamiento de la economía argentina a través del impulso a las industrias de base:

Tal debilidad, según esta postura, sólo podía superarse mediante un proceso de profundización que abarcara la expansión de los sectores productores de bienes de capital e intermedios, y de la infraestructura económica (Cavarozzi, 1997: 24).

Pero esa profundización, para sus mentores, requería necesariamente de un nuevo y estrecho vínculo con el capital extranjero:

...los desarrollistas abogaron por un cambio sustancial en las políticas relacionadas con el capital extranjero, aplicadas en el país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El desarrollismo sostuvo que, dado que los recursos locales de capital eran insuficientes para lograr la deseada profundización, se requería una incorporación masiva de capital extranjero a la economía (Cavarozzi, 1997: 24).

La política social asumida por los desarrollistas desestimó la posibilidad de la conciliación de clases postulada por el peronismo, y decidió superar sus inevitables contradicciones aumentando la renta de los industriales en desmedro del salario real de los trabajadores (Cavarozzi, 1997).

El regreso a un aumento de la productividad centrada en la racionalización del trabajo y la pérdida de derechos laborales conquistados previamente, condujeron a una transformación de la conciencia y la práctica de los trabajadores peronistas así como de los comunistas. Sin abandonar la ideología formal del peronismo clásico, los obreros peronistas se radicalizaron, mientras los comunistas se alejaban de su clásica posición antiperonista, confluyendo ambos grupos en una resistencia conjunta al protagonismo alcanzado por un nuevo actor: el capital norteamericano.

Así, el proyecto internacional de fines de la década del 50, decidido a impulsar el desarrollo de América Latina a través de la agencia de cooperación norteamericana y de los organismos de crédito que actuaban como satélites de las decisiones del Tesoro de EEUU, hizo su entrada durante los gobiernos de facto y persistió durante las semidemocracias del período, generando cambios profundos al interior de las clases sociales.

Como señalábamos en el capítulo anterior, la clase dominante estableció una alianza de intereses implícita y el sector industrial, predominante en las concesiones gubernamentales en relación con el sector agrario, se unió a éste cuando los sectores populares bregaban por sus intereses. Cuando esto ocurría, la burguesía industrial se aliaba a la burguesía rural, y ésta obtenía de los gobiernos las medidas de protección al agro. Estos ciclos de recesión y expansión se harían cada vez más profundos en la historia argentina a partir de 1958 (O’ Donnell, 1977).

Los obreros peronistas asumieron diversas posiciones en su resistencia a la propuesta desarrollista. La ambivalencia en las manifestaciones de su oposición se debió, en parte, a que los trabajadores peronistas asistían a un gobierno convenido con su líder, ahora exiliado, mientras los acompañaba el recuerdo de los años en los que el bienestar había venido de la mano de la burguesía industrial. Esta ambivalencia imprimía en ellos una doble forma de resistencia: el voto en blanco de los peronistas de base y la imposibilidad de una ruptura más radical con las políticas desarrollistas por parte de la dirigencia (James, 1990 en Bonet, 2005). Por esta razón, el movimiento obrero sufrió una división interna: mientras la burocracia sindical adoptaba una postura que oscilaba entre el activismo y la negociación, el peronismo de base asumía posiciones cada vez más radicalizadas.

Pero Ansaldi nos lleva nuevamente a revisar el contexto internacional del período, señalando que,

Antes de que se agote, al no poder vencer los límites y las resistencias al cambio estructura dentro del capitalismo (y tal vez mejor para ampliarlo y profundizarlo, esto es, para desarrollarlo), la experiencia desarrollista encuentra adicionalmente y contra toda previsión más o menos fundada, el formidable antagonismo generado a partir del triunfo de la Revolución Cubana (1959), que opera como un verdadero perteaguas de la historia de la región (Ansaldi, 1991: 11).

En este contexto político-social nacional e internacional, renace en el país la planificación integral de desarrollo a partir de la creación, en 1961, del Consejo Nacional de Desarrollo, mucho más conocido por su sigla: el CONADE2. La ley que instituye el Sistema Nacional de Planeamiento y el CONADE3 fue impulsada, contra sus propias convicciones, por Alvaro Alsogaray como Ministro de Economía de Arturo Frondizi. Este acontecimiento obedece a que, en un escenario signado por el agotamiento del modelo de sustitución de importaciones, la insurgencia social y la recomposición del capitalismo mundial y la guerra fría (Ansali, 1991: 11), comienza a operar intelectualmente en la Argentina la Comisión Económica para América Latina, ampliamente reconocida por su sigla: la CEPAL.

Señalábamos en la Introducción que Benjamín Hopenhayn se refiere a este suceso en los siguientes términos:

...con la Revolución Libertadora, se suprime la planificación, que renace con la creación del CONADE (Consejo Nacional de Desarrollo) creado por Alsogaray como Ministro de Economía de Arturo Frondizi, no por íntimas convicciones, sino porque era un imperativo para poder interactuar con la Alianza para el Progreso y poder recibir financiamiento de los organismos internacionales de crédito y de la agencia internacional de los EEUU” (Hopenhayn, 2003).

3.2. La planificación del desarrollo: el rol de la CEPAL.

La CEPAL, creada por las Naciones Unidas en 1948 y con sede en Santiago de Chile, hace público al año siguiente, en una reunión en La Habana, un primer documento de su mentor, el economista argentino Raúl Prebisch. En ese documento se teoriza por primera vez sobre la dinámica del sistema centro-periferia y se presentan los desequilibrios estructurales de las economías periféricas por la actuación del nuevo centro principal, Estados Unidos, en un tono de denuncia de una situación intolerable a la que eran condenados los países exportadores de productos primarios. Este documento es considerado el manifiesto fundador de la escuela cepalina y logró una amplia difusión entre los equipos económicos latinoamericanos (Furtado, 1988: 55).

Como ha señalado Torres Rivas, la CEPAL “constituye no solamente la más original sino también la primera de las aproximaciones explicativas de los resultados del crecimiento desigual y del funcionamiento económico de la periferia latinoamericana” (Torres Rivas, 1987: 457, en Ansaldi, 1991: 12).

Ansaldi (1991) señala que la clave para el desarrollo, en la concepción cepalina, estaba en la economía, lo que se justifica por la coyuntura de posguerra en la que surge la CEPAL. La acción del Estado a través de la planificación es central en la doctrina de esta Comisión. Pero lo destacable es que esa política y esa acción son pensadas en términos preferentemente instrumentales, técnicos, en los cuales está ausente la cuestión de la democracia como base política para el desarrollo económico (Ansaldi, 1991: 21).

El cuestionamiento a este modo de concebir el desarrollo y reformular las explicaciones sobre la división internacional del trabajo, provino de la misma CEPAL, a través de algunos de sus economistas, entre los que pueden mencionarse Celso Furtado y Osvaldo Sunkel. Estos economistas, nucleados en torno a Raúl Prebisch, habían realizado el Estudio que Celso Furtado considera como la presentación más completa de lo que dio en llamarse pensamiento de la CEPAL (Furtado, 1988: 83; Ansladi, 1991: 21). El documento fue preparado para la Conferencia en México de 1951, sobre la base de su primera versión de 1949, y se denominó Problemas teóricos y prácticos del crecimiento económico. En palabras de Furtado, mucho más que los capítulos teóricos redactados por Prebisch para el estudio de 1949, el nuevo trabajo tenía la marca del amplio debate que había ocupado al cuerpo técnico en los dos años anteriores (Furtado, 1988: 83), por lo que se presentaban con mayor firmeza ideas y recomendaciones menos instrumentales o técnicas y más orientadas a una política económica:

El punto de partida era el mismo: vivíamos un proceso secular de propagación universal del progreso técnico, de exigencias ineludibles. En una primera etapa, ese proceso se había limitado a vincular los segmentos periféricos con las economías centrales, etapa que habría de agotarse por el simple hecho de que el intercambio internacional de productos primarios por manufacturación tiene límites dictados por el propio avance de la técnica (Furtado, 1988: 83).

En la etapa que se inicia en 1960, las recomendaciones de la CEPAL introdujeron la consigna de que eran los gobiernos latinoamericanos los que debían conducir sus procesos de industrialización. La percepción de que en los países de industrialización tardía la racionalización de la empresa contravenía las necesidades e intereses sociales, imponía a los Estados la obligación de coordinar la acción de los mercados a través de una planificación integral que tuviera en cuenta el comportamiento de los actores sociales. Este descubrimiento era consecuencia de las nuevas circunstancias en las que se difundía el progreso técnico. Quedaban como tareas para el futuro el desarrollo de las técnicas de planeamiento adaptadas a las peculiaridades de las economías periféricas y la preparación de los equipos que en cada país se encargarían de llevarlas a la práctica (Furtado, 1988: 85).

Precisamente, el cuestionamiento al modo de concebir la acción programática reduciéndola a una cuestión instrumental se observa en Celso Furtado cuando expresa que su interés por la planificación iba más lejos que la economía y que el resultado de su experiencia personal había dejado en su propia historia una clara lección: “el trabajo de teorización en Ciencias Sociales es, en cierta medida, una prolongación de la política” (Furtado, 1988: 199).

Entre sus reflexiones más clarificadoras para el propósito de este trabajo se destaca un análisis que refiere al caso de Brasil, pero que bien puede aplicarse a la Argentina:

Entre nosotros, a semejanza de lo ocurrido en otros países de América Latina, se cristalizó en el espíritu público la gran aspiración del desarrollo, pero no se llegó siquiera a comprender que eso exigía atribuir nuevas funciones al Estado y someterlo a un mayor control social, pues los segmentos mayoritarios de la sociedad son los verdaderos beneficiarios del desarrollo (Furtado, 1988: 155).

Puede pensarse que la intención política de la doctrina del desarrollo alentada por EEUU para América Latina coincidía con las ideas con las que Prebisch seducía a los delegados de sus diferentes países: según este economista, los gobiernos latinoamericanos “debían limitarse a crear un clima favorable a las inversiones, en particular extranjeras, admitiendo implícitamente la espontaneidad del desarrollo” (Furtado,1988: 82).

Es significativo el testimonio de uno de los propulsores de Plan Trienal de 1974 cuando narra, a través de su experiencia personal, el proceso que se describe en estas páginas:

Yo estaba trabajando, a principios de la década del 60, en la Alianza para el Progreso, con oficinas en Washington, donde recibíamos los planes nacionales de desarrollo que enviaban los países de América Latina. Estos planes eran evaluados por evaluadores internacionales, para recomendar su financiamiento, lo que se va desnaturalizando con la muerte de Kennedy. El primer espíritu de la Alianza para el Progreso, el que surgía del Departamento de Estado, de la mano de Kennedy, tenía que ver con la influencia del MIT, de la Universidad de Harvard, que postulaba “buenas relaciones con la América Latina progresista” como respuesta a la revolución castrista, no sólo por convicción sino como respuesta estratégica a esa revolución. De allí surge la Carta de Punta del Este, con la presencia del Che Guevara, y se acuerdan reformas estructurales, planes de desarrollo con reforma agraria, reforma fiscal, reforma educativa y redistribución del ingreso, claramente una heterodoxia económica. La CEPAL afianza estos temas recomendando el desarrollo de los países periféricos a partir de su industrialización y las reformas antedichas. El Departamento de Estado tuvo como consigna el “desarrollo de América Latina”. En este marco, en todo el continente se dan los planes de desarrollo y en la Argentina vuelve a tener auge la planificación, luego de que se habían “matado” las oficinas de planificación de Perón. Mientras tanto, sobre nuestras cabezas volaban aviones que llevaban al Pentágono a militares latinoamericanos que eran entrenados en materia de tortura y exterminio, formándose así la elite represiva que vencería en la década del setenta (Hopenhayn, 2003).

3.3. La planificación del desarrollo argentino: el CONADE y la irrupción del tiempo político.

Ya hemos insinuado que el Consejo Nacional de Desarrollo no fue creado por íntimas convicciones, sino como medio de interacción con el capital norteamericano para el financiamiento del desarrollo latinoamericano por parte de los organismos internacionales de crédito y de la agencia de cooperación de los EEUU.

La creación del CONADE respondió también a la necesidad de impulsar la formación científica de economistas y profesionales especializados en la concepción cepalina del desarrollo, reveladora de “la importancia estratégica de la innovación y de la transferencia de tecnología, tan bien destacada por el Informe Prebisch en 1970” (Ansaldi, 1991: 17)4.

Con estos objetivos, el CONADE fue constituida con un cuerpo de economistas agrupados en equipos dedicados al diseño de planes sectoriales: agropecuario, industrial, público, externo, financiamiento, transporte, salud pública, vivienda, energía.5

Durante la presidencia de Illia se encomienda al CONADE la preparación de un Plan Nacional de Desarrollo que se pondría en práctica a partir de 19656. Esta solicitud se enmarcó en una política que expresa desde 1963 un regreso a la “protección” de los recursos nacionales, si bien no se aparta de los postulados desarrollistas.

El Plan de 1965-1969 concibió al sector externo como la fuente principal del desequilibrio económico. Sus objetivos de mediano plazo consistían en la reactivación del agro a través de un mejor uso de la tierra, el impulso a la siderurgia, la industria química y la celulosa y la inversión pública en el mejoramiento de la infraestructura. Pero en el largo plazo se proponía un desarrollo industrial más competitivo a través de la estrategia de transferir al sector industrial la ventaja comparativa de la que gozaban la producción agrícola y la ganadera (Ikonicoff, 1989: 279).

En la Introducción General se explicita que el progreso económico y social es un medio para adoptar decisiones racionales, tanto por parte del sector público como del privado. Y además que “todo plan debe basarse en una metodología científica y por lo tanto no debe ser compulsivo ni rígido, sino flexible y sujeto a revisiones y ajustes periódicos de acuerdo con la evolución y las diferentes coyunturas económicas que afronte el país, lo cual no significa que pueda ser caracterizado como un elemento inestable, tornadizo y sometido a las exigencias o presiones de intereses parcializados” (Plan Nacional de Desarrollo 1965-1969: 5).

En la Introducción del Plan, llama nuestra atención la declaración expresa de la preservación del consumo a través del pleno empleo y de una distribución más equitativa del ingreso (Plan Nacional de Desarrollo 1965-1969: 113).

El Golpe de Estado del general Onganía provocó la interrupción de este Plan. Su gobierno de facto se definió a sí mismo como “Revolución Argentina” y con esa convicción se postuló como garante y resguardo de la tecnocracia, postergando intencionalmente el “tiempo social” y el “tiempo político”.

Para “modernizar la sociedad” debía acumularse “riqueza y poder, de modo que el autoritarismo militar se constituía como sostén de la reestructuración económica que el modelo planeaba en tres etapas. Durante la primera, denominada “tiempo económico”, no sólo debía neutralizarse el accionar del movimiento obrero sino también la actividad política. Los partidos políticos fueron disueltos y el peronismo pudo salir de su aislamiento, pasando a compartir con el resto la situación de exclusión (Portantiero, 1989: 322).

Durante la presidencia de Onganía, el CONADE7 continuó con sus actividades, pero sus autoridades fueron desplazadas a través de la designación de un interventor militar que orientó sus preocupaciones hacia la planificación de las políticas de seguridad. Por esa razón, se organiza el Sistema Nacional de Planeamiento y Acción para el Desarrollo, coordinado por el CONADE, como sistema complementario del Sistema de Planeamiento y Acción para la Seguridad, coordinado por el Consejo Nacional de Seguridad, CONASE. Ambos conformarían el Sistema Nacional de Planeamiento en 1966 (Cordone, 2004: 18).8

Un nuevo programa para la estabilización económica y el desarrollo equilibrado fue elaborado, entonces, por Adalbert Krieger Vasena como ministro de Economía. Ese programa consistió en la formulación de una estrategia precisa respecto de camino de la industrialización. En palabras de Ikonicoff,

...la opción explícita (fue) la búsqueda de un desarrollo fundado en la concentración de los ingresos y el control del crecimiento industrial por las grandes empresas transnacionales. Así, la política del ministro de economía constituiría el esfuerzo más importante y más coherente jamás realizado para volver funcional el sistema y crear las condiciones de un crecimiento de la participación del capital extranjero en el proceso de industrialización. Esta política se esforzará sobre todo por adaptar la demanda de los estratos privilegiados a la naturaleza y volumen de la producción.” (Ikonicoff, 1989: 280).

Las consecuentes medidas estatales fueron la devaluación del peso en un 40%, la fijación de una nueva paridad y un compromiso con el Fondo Monetario Internacional para mantener la estabilidad.9

El efecto de esta política no sólo fue la caída de los salarios de los sectores populares, afectando la redistribución de los ingresos, sino también el fracaso del modelo de industrialización propuesto. Pero este fracaso contenido en los propios supuestos del programa10 se produjo, sobre todo, por la acción de un movimiento obrero que, liderado por la CGT de los Argentinos y el clasismo de Córdoba, se constituía como unidad de protesta integrando en su lucha a intelectuales y estudiantes unificados por la pertenencia al “campo popular” (Torti, 1999) 11. Sus formas de organización y sus convicciones cada vez más precisas contrarias al orden establecido se hicieron claramente visibles con el Cordobazo de 1969. Portantiero concluye que,

Un supuesto para el desarrollo de esa política de tal modo agresiva, es que los primeros sacrificios, tras una etapa de disciplina forzosa, pueden superarse a no muy largo plazo y crear las bases para una ampliación del consenso y, por lo tanto, de bases sociales de poder. En la Argentina, el rechazo al proyecto por los perjudicados desbordó la capacidad de contención del Estado, obligando, desde mediados de 1969, a un repliegue del proyecto hegemónico (Portantiero, 1989: 323).

La rebelión fue duramente reprimida por las fuerzas del Ejército después de una reunión de la CONASE en la que se discutió si la situación debía ser tratada como un problema de seguridad o si había que apelar a una política que eliminara las causas de los desórdenes (De Riz, 2000: 71).

El Cordobazo, prueba de que algo diferente era posible en el país, alentaba el proyecto de la izquierda nacional, aglutinada por un peronismo cada vez más cercano a las banderas de la “patria socialista”. Esta protesta sacudió la coraza del régimen militar y puso en duda su capacidad para imponerse por la sola voluntad de la fuerza (De Riz, 2000: 74).

Derrocado Onganía en 1970, asume el general Roberto Levingston, nombrado presidente por la Junta Militar. Esta controvertida presidencia, liderada en las sombras por el general Lanusse, combinó el autoritarismo político con un intento de recuperar el mercado interno dañado por la política económica de Krieger Vasena.12

El nombramiento de Aldo Ferrer como Ministro de Economía fue la respuesta a una crisis social percibida como una amenaza peligrosa y compleja por los militares y por el mismo Lanusse. El nuevo ministro, teórico de la economía, impulsó un Plan Nacional de Desarrollo que procuraba el sostenimiento de las industrias de capital nacional, la reactivación del mercado interno por medio de aumentos salariales y el fortalecimiento del Estado como conductor del proceso de desarrollo económico. En este esquema, el aporte externo sólo debía ser complementario.

Como señala Portantiero, no se trataba de un proyecto de capitalismo de Estado sino de una más módica argentinización de la economía, a través del importante poder de compra del Estado y de una redistribución del crédito bancario que favoreciera a los empresarios nacionales (Portantiero, 1989: 334).

Ikonicoff (1989), discrepando con la corriente de pensamiento que representa Ferrer, sintetiza los principales problemas de esta concepción de la economía, relativos a que las empresas nacionales no pueden producir a bajo costo por las dimensiones y la organización de sus fábricas. El financiamiento de los organismos internacionales excluye a las empresas nacionales, y el predominio de las filiales extranjeras hace que cuando existen demandas de equipos modernos, éstas recurren a los productores de equipos de sus países de origen.

El intento de recuperación de la economía nacional sin “pueblo” (Maceyra, 1986) y la consecuente postergación del tiempo político movilizaron nuevamente a una sociedad que definía cada vez más claramente los motivos y las formas de su protesta.

...el esfuerzo (económico) desbordaba sus recursos políticos. La misma debilidad que frente a las encontradas presiones de la sociedad había caracterizado al Estado en los tiempos de Onganía, haría naufragar los intentos de reestructuración operados por Levingston-Ferrer” (Portantiero, 1989:334).

La imagen reparadora de Perón, agigantada en vastos sectores de la sociedad a partir del Cordobazo, unificaba a peronistas, guevaristas, maoístas y militantes de la teología de la liberación que enraizaban hondamente la conciencia de su práctica en la prédica del Che Guevara, de Santucho y Jesucristo por una sociedad más justa.

Esa práctica, que integraba el trabajo en barrios populares, ámbitos gremiales y grupos religiosos con la aceptación de la lucha armada como posibilidad de liberación, confluyó en este período en el retorno de Perón como causa prioritaria. En este contexto, “Luche y vuelve” es el lema con que una juventud peronista cada vez más organizada intentaría hegemonizar un movimiento resignificado.

La postergación del tiempo político se hizo insostenible. En esta etapa, la preocupación se centró en la evidencia de que ese actor social podía convertirse íntegramente en un actor político (Torti, 1999). El general Lanusse asumía entonces la presidencia y comenzaba a preparar el acuerdo político que, según sus previsiones, sustentaría su futura legitimación constitucional. Sintetiza De Riz:

El viejo dilema de cómo lograr un gobierno electo por una mayoría, a la vez aceptado por la cúpula del Ejército, volvió a plantearse, pero esta vez la novedad era la inclusión del peronismo en un gran acuerdo entre los militares y los partidos políticos devueltos a la legalidad, para fijar las reglas de la transición institucional. Por primera vez desde 1955, las Fuerzas Armadas se disponían a admitir que toda solución política de la que se marginara al peronismo habría de ser ilusoria y destinada a tener corta vida (De Riz, 2000: 93).

El Gran Acuerdo Nacional (GAN) ha sido analizado bajo interpretaciones opuestas. Para el movimiento social de protesta de los años 70, el levantamiento de la proscripción de los partidos políticos y la convocatoria a Perón fueron la victoria que coronó sus luchas. Para una visión más pesimista, el anuncio de la apertura política y el GAN fueron una maniobra estratégica para mitigar la conflictividad.

Las operaciones de Lanusse tenían claramente esta intención, pero el retorno de Perón no se hubiera producido sin la organización que él mismo mantuvo a través de sus principales corresponsales y sobre todo, sin la movilización de una sociedad que se sentía protagonista de su historia y responsable de los cambios sociales a producir.

Lanusse jugaría sus piezas tratando de lograr sus resultados13 y Perón estaba dispuesto a avanzar hasta conducir a su adversario hacia el rompimiento. Como recrea Liliana de Riz, se iniciaba un breve período de “duelo entre dos generales” (De Riz, 2000: 108).

3.4. El camino de la concertación para un proyecto político. Inicios del tercer gobierno de Perón.

A fines de 1972, Perón confirmó la candidatura presidencial de Héctor J. Cámpora como decisión estratégica frente a expectativas disímiles dentro de su movimiento, apostando a una confluencia entre el sindicalismo histórico y la juventud revolucionaria. Para los sindicalistas, el único candidato posible era el propio Perón, una figura que sabría equilibrar las tendencias contradictorias que anidaba el movimiento favoreciendo sus intereses. Para la Juventud Peronista, la elección de un candidato que había mantenido íntimas relaciones con sus militantes, suponía su entrada en un lugar de privilegio dentro del proyecto de país que se pretendía.

En noviembre de ese año quedaba conformado el Frente Justicialista de Liberación Nacional (Frejuli), una convergencia que trascendía la confluencia electoral para asumirse como fuerza política guiada por el objetivo de construir la nación y promover el protagonismo de los más humildes (Leyba, 2003: 24). La convocatoria congregó a la izquierda nacional, al desarrollismo frigerista a través del Movimiento de Integración y Desarrollo de Frondizi, al Partido Popular Cristiano, al Partido Conservador Popular de Vicente Solano Lima y al socialismo de José Selser. La Unión Cívica Radical del Pueblo de Ricardo Balbín decidió no integrar el Frente y la Alianza Revolucionaria Popular, conformada por el Partido Intransigente de Oscar Alende y el Partido Revolucionario Cristiano de Horacio Sueldo, se retiró del Frente en 1972:

Por primera vez en nuestra historia política se había logrado un amplio alineamiento multipartidario y multisectorial que, al contener a los adversarios históricos, superaba los enfrentamientos de la última etapa (...) La convergencia reflejaba el extenso alineamiento social que expresaba la voluntad de un nuevo empresariado nacional urbano y rural, la de las tradicionales organizaciones obreras y la de una nueva militancia social y política que aportaba cuadros técnicos con un alto grado de compromiso social (Leyba, 2003: 24-25).

El 7 de diciembre de 1972, se firman las Coincidencias Programáticas del Plenario de organizaciones sociales y partidos políticos, que preanuncian lo que serán los fundamentos y propósitos del Plan Trienal. Entre los firmantes estaban la Confederación General del Trabajo (CGT), la Confederación General Económica (CGE), el Movimiento Nacional Justicialista y sus poderosas 62 Organizaciones, que ampliaban la base de sustentación del Frejuli al integrar en estas coincidencias no sólo al Movimiento de Integración y Desarrollo (MID) y al Partido Popular Cristiano, sino también a la Unión Cívica Radical, el partido Demócrata Progresista, el partido Intransigente y el partido Revolucionario Cristiano, así como a un conjunto importante de partidos del interior.

En marzo de 1973, el peronismo ganaba las elecciones con el 49,59% de los sufragios y entre mayo y julio de ese año Héctor J. Cámpora ejercía la Presidencia de la Nación. El 13 de julio de ese mismo año renunciaba junto con su compañero de fórmula Vicente Solano Lima para permitir la presentación de Perón como candidato a presidente en un nuevo acto electoral.

Como ha señalado Ricardo Sidicaro (2002), el proyecto de país que se anuncia en 1973, si se lo compara con el proyecto de los planes quinquenales de la primera y segunda presidencia de Perón, tenía posiciones más cuestionadoras del orden económico y social capitalista (2002: 116). El mismo autor cita las palabras que Perón pronunciara durante la campaña electoral en la sede de la CGT el 30 de julio de 1973: el antiguo sistema demoliberal-capitalista ha muerto (Sidicaro, 2002: 117).

El presidente Cámpora, en su mensaje inaugural, delineaba los propósitos de su proyecto de gobierno a partir de un diagnóstico inicial en el que enfatizaba la expoliación externa que había sufrido la Argentina de los años precedentes, la aniquilación de la burguesía industrial nacional por la competencia de los grandes monopolios, el control externo del sistema financiero y de los planes de desarrollo, el endeudamiento y la postergación de los planes de expansión de la economía así como de los planes de asistencia popular. Por ello, reivindicaba el desarrollo nacional autónomo como factor indispensable para el crecimiento sostenido de la producción y para el logro del pleno empleo y centraba su discurso en una equitativa distribución de la riqueza como garantía de la justicia social:

La justicia social es la que permite distribuir equitativamente los esfuerzos que demandará alcanzar ese desarrollo, aumentar la participación de los asalariados en el conjunto del ingreso nacional, promover el rápido acceso a condiciones dignas de trabajo, salud, educación y vivienda, liberar de cargas impositivas al trabajo y crear bases de una comunidad igualitaria, solidaria, democrática (Cámpora, mensaje de 1973, en Sidicaro, 2002: 115)

El 30 de mayo de 1973 se firmaba el “Acta de compromiso nacional”, acuerdo que la Confederación General Económica, la Confederación General del Trabajo y el Ministerio de Economía suscribían pocos días después que Cámpora asumiese la presidencia de la Nación. En ese acuerdo se establecieron las pautas y los objetivos que ambas corporaciones se comprometían a cumplir para contribuir con la propuesta social y económica del gobierno. Entre ellas, se destacaban las medidas de política salarial que contribuían con una justa distribución del ingreso; la eliminación de la marginalidad a través de la intervención del Estado en planes de vivienda, educación, salud; la absorción de la desocupación y el desempleo; la finalización del proceso inflacionario y de fuga de capitales (Sidicaro: 2002).

El acuerdo con la Confederación General Económica restringía las demandas de los trabajadores que aspiraban a un cambio más radical en el corto plazo en materia de salarios, razón por la cual, para contar con el apoyo de los sindicatos, Perón recurrió a la autoridad del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci. De ese modo, los empresarios continuaban controlando las decisiones acerca del tipo de inversiones y el ritmo de la producción, mientras los sindicatos quedaban sujetos a los términos del acuerdo y a las negociaciones que realizara el propio Estado.

La concertación se había logrado. El Ministro de Economía Bruno Gelbard provenía del empresariado, y representaba con claridad los intereses de la burguesía nacional. Su convicción acerca de que el desarrollo de la economía debía producirse a partir de la iniciativa de capitales nacionales privados atrajo la atención de Perón, al tiempo que alejaba la amenaza de un ataque frontal al capital que para los sectores tradicionales del peronismo y las corporaciones representaban Cámpora y la dirigencia revolucionaria.14

Las medidas de largo plazo que se intentaron en este período -nacionalización de los depósitos bancarios, ley de inversiones extranjeras, ley agraria- fueron eclipsadas por las de precios y salarios, debido a la crisis económica internacional de 1973. Esa concertación para un capitalismo de preeminencia social que atempere el sacrificio de los pueblos (De Riz, 2000: 134) provocó la resistencia de organizaciones revolucionarias como el ERP y una aceptación crítica por parte del peronismo revolucionario, la Juventud Peronista y Montoneros, quienes la asumieron como una solución coyuntural a la espera de mejores condiciones para implantar un programa revolucionario.

Perón llegó al país en junio de 1973 encarnando las representaciones disímiles que sobre su imagen había construido la compleja heterogeneidad de su propio movimiento. La tragedia de Ezeiza fue el primer síntoma de que esas representaciones presentaban diferencias irreconciliables a la hora de expresarse como un mismo proyecto. Se inauguraba así una fractura sangrienta en el interior del peronismo (De Riz, 2000: 136).

Una vez más, Perón suavizó las tensiones encauzando al peronismo dentro de los lineamientos que le habían dado origen en el pasado. Con las expresiones “somos justicialistas, somos lo que las veinte verdades peronistas dicen” o “ la revolución debe ser hecha en paz” contenía a sus adversarios, postergaba la radicalización doctrinaria del movimiento y reunía a los partidos políticos en un acuerdo que recreaba la antigua imagen de la comunidad organizada. Perón puso en juego, para este cometido, el liderazgo del que era portador. Nadie dudaba todavía de su capacidad para expresar un proyecto de país conciliando intereses corporativos y neutralizando las luchas al interior del movimiento que había hecho posible su regreso.15

El 23 de setiembre de 1973, Perón accedió por tercera vez a la presidencia de la Nación con el 62 por ciento de los votos. En octubre, en el momento de su asunción, el nuevo presidente señalaba que “el problema argentino es eminentemente político” (De Riz, 2000: 144).

En este contexto, la creación del Comité del Plan Trienal 1974/1977, por Decreto Nro 185 del 6 de noviembre de 1973, volvía a dar entidad a la planificación nacional como instrumento para un proyecto de gobierno. Dos días después el diario La Nación difundía la noticia mencionando que ese Comité especial tendrá a su cargo formular las pautas de lo que se ha dado en denominar Plan Trienal, programa de acción de gobierno para los próximos tres años que el presidente de la República se propone anunciar al país en la primera quincena del mes próximo (La Nación, 8 de noviembre de 1973).
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