Resumen Este ensayo tiene como objetivo tratar de definir los ejes de una investigación sistemática de los fenómenos culinarios y alimentarios del presente y pasado de México.






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Alimentación, comida, cocina y gastronomía
Guy Rozat Dupeyron

INAH-Veracruz, Jalapa

grozat@gmail.com

Resumen

Este ensayo tiene como objetivo tratar de definir los ejes de una investigación sistemática de los fenómenos culinarios y alimentarios del presente y pasado de México. Para ello se revisan algunos lugares comunes que pertenecen al saber compartido sobre el tema y se propone diferenciar estrategias de reflexión y análisis sistemático.

Palabras clave: Hambre, relación con la naturaleza, alimentación, comida mexicana, comida tradicional mexicana.
La alimentación del hombre como decisión cultural

Si se parte de la trivial observación de que ni siquiera una simple vaca que pasta en una pradera come cualquier planta, sino más bien las hierbas que aprendió a reconocer como las mejores, según la experiencia o la imitación de otras vacas, no debe extrañar que un animal como el hombre haya escogido de manera cuidadosa (desde hace muchos miles de años) ciertos elementos para su subsistencia, en cualquier medio en el que se desarrollara. En la medida en que el hombre es más bien omnívoro, es decir, todo producto es susceptible de ser parte de su alimentación, es evidente que cada grupo o cultura organiza y codifica los usos propios de los elementos que selecciona en esa inmensidad de recursos naturales a su alcance.

Por otra parte, es muy probable que al menos desde hace 100 mil años, desde el triunfo del homo sapiens sapiens, no fuera el hambre el único motor de esa investigación de la naturaleza y sus recursos, sino también la curiosidad y el placer. No puede negarse que en sus grandes migraciones ese gran ancestro haya tenido hambre, sobre todo cuando entraba en espacios nuevos, pero la experiencia acumulada en situaciones anteriores y sus capacidades de observación y deducción le permitieron resolver ese problema inmediato de la sobrevivencia sin muchos problemas.1 Por otra parte, es posible considerar evidente que el movimiento de sus desplazamientos, lentos pero continuos, hacía posible esa acumulación de experiencias alimentarias y adaptación a un entorno “nuevo”, pero ecológicamente poco diferente.
¿El hambre en América?

Lo anterior no significa que en la historia humana no existieran catástrofes naturales o accidentes diversos que pusieron a los hombres al borde del hambre; se conocen la capacidad destructiva, por ejemplo de los grandes huracanes tropicales, o la violencia del frío repentino en las grandes llanuras americanas, que en algunas horas pueden congelar a hombres y animales.2

En realidad, las capacidades intelectuales del hombre como género sapiens, además de esos episodios paroxísticos, le permitieron casi siempre escoger entre varias soluciones para su alimentación y crear, desarrollar y multiplicar incluso los elementos naturales que más le gustaban.3 Uno de los impedimentos mayores para pensar en las alimentaciones antiguas es esa idea miserabilista de la impotencia de las antiguas poblaciones frente a su entorno.

Un ejemplo típico de ese discurso acerca de la impotencia de las sociedades antiguas se puede reconocer en muchos textos sobre las antiguas culturas americanas, bajo el concepto de “el discurso de la ausencia”, que se puede resumir como sigue: las grandes culturas americanas fueron brillantes, pero les faltaron el hierro para el arado y el aumento de su producción agrícola, los animales domésticos para desarrollar su fuerza motriz, la rueda para un sostenido intercambio, etc.4 Es una idea de “la ausencia” que siempre acompañaba a la rancia concepción de que la humanidad estaba metida en una marcha hacia una meta clara, hacia el progreso, y ello hasta su asunción contemporánea. Pero debe constatarse en la actualidad que esa forma de “progreso” no ha logrado cumplir sus promesas de felicidad, por lo menos en cuanto a asegurar a toda la humanidad lo mínimo: su subsistencia cotidiana.
Una paulatina destrucción

Es probable que si pudiera rehacerse la historia de la biomasa global del planeta y cuantificarla, se advertiría que la parte disponible hoy para los hombres, a pesar de la extensión de las superficies cultivadas de los últimos siglos, ha retrocedido de manera drástica en los cinco últimos siglos. Debe recordarse cómo, por ejemplo, los oceanos no se explotaron en realidad de manera intensiva y sistemática sino sólo hasta hace dos siglos; además, hoy día no sólo están contaminados, sino que varias especies de pescados y mamíferos marinos están casi al borde de la extinción, sin mencionar ya todas las especies hoy desaparecidas.5 En resumen, hasta antes de la modernidad los hombres habían sabido desarrollar y conservar “pequeñas sociedades de abundancia”, adaptando sus costumbres y necesidades a los universos bióticos.6
El acto de comer como parte de una estética

Otra conclusión de esta primicia es que es posible considerar que el hombre es antes que todo un aficionado a la gula, pero no come cualquier cosa e incluso en esto se revela un auténtico gurmé capaz de recorrer decenas de kilómetros, o a veces más, para obtener un alimento que disfruta en particular. Sin olvidar que su dominio del fuego, desde su etapa de homo habilis, otro lejano ancestro desde un millón de años antes, había ya abierto la posibilidad de la cocción de la carne y otros productos; por lo tanto, desde esa lejana época pudieron aparecer las primeras “reglas de cocina”.

El caso de la sal es también paradigmático en esto; si bien la ausencia de sal en la alimentación desde el punto de vista médico acarrea problemas fisiológicos graves, el gusto para la sal es antes que todo (durante milenios) parte de un placer de gastrónomo. Sin sal las hierbas cocidas no tienen tanto sabor, la carne asada es más insípida, hace miles de años y aun hoy; el pan sin sal no tiene sabor, esto es, la sal actúa como un potenciador gustativo. Fue tan intenso ese gusto por la sal que probablemente dio origen a los primeros grandes intercambios económicos interregionales.

Si se aplican también esas primicias a la historia alimentaria de los pueblos americanos, puede considerarse muy probablemente que no hubo hambre en América antes de la presencia occidental. La vida podía ser austera y dura por las condiciones climáticas, como lo fue para los pueblos inuit o las poblaciones de los “desiertos” de California, pero es muy probable que incluso en estos medios extremosos no sufrieran en verdad hambre, ya que sus capacidades les permitía conseguir suficientes recursos para su reproducción.7

Durante décadas áreas enormes del planeta han sido descritas por la mirada occidental como “desiertos”, pero muchas veces los grabados que acompañan a estos relatos incluyen escenas llenas de personas, plantas y animales. En consecuencia, si estas regiones son desiertos, sólo lo son hasta la presencia del colonizador, que no tarda mucho en ocupar estas regiones y dar existencia “verdadera” a sus habitantes. Por ejemplo, en un desierto extremo como el Kalahari africano, los bosquimanos, o en el Bush australiano, los aborígenes habían desarrollado grandes culturas originales; por su parte, en el desierto de Arabia, las tribus beduinas vivían a sus anchas a pesar del rigor del clima desértico. Y, para no ir tan lejos, decenas de miles de autóctonos americanos vivían en esas regiones “mexicanas” del noreste que hoy en día parecen totalmente inhóspitas y “desérticas”.
Pensar en una alimentación de los pueblos americanos

Es por ello que una reflexión contemporánea acerca los usos alimentarios en México no debe influirse por prejuicios y lugares comunes heredados desde la Conquista, acerca de los modos de alimentarse de los hombres, en general, y de los americanos, en particular.

La reflexión histórica sobre la alimentación humana, en México y América, no se ha generalizado ni sistematizado aún; empero, esto no debe extrañar. Por ejemplo, en la culta Europa y la Francia de Los Annales, es sólo a partir del decenio de 1970 que ese conocimiento empezó a reconocerse como auténtico objeto de historia, y por último sistematizado y enseñado en la universidad. Con anterioridad, en ese país dominaba la producción de obras de recetas y reflexiones de gastrónomos y toda una producción de obras folclorizantes nacionalistas sobre la unicidad y maravillas de la cocina francesa. Por lo tanto, no debe extrañar que México esté aún en esa prehistoria científica, ya que el saber culinario perteneció durante décadas a grupos de gurmés y aficionados, poco interesados por la sistematización de un saber tan fundamental para la reproducción del hombre y las sociedades.

En la actualidad, si bien se empieza a advertir en México un cierto interés por el tema culinario desde el punto de vista histórico, sigue demasiado dominada todavía por una mirada coleccionista interesada tan sólo en recuperar elementos de un patrimonio familiar o colectivo, que se considera en vías de extinción. Una cierta visión nostálgica también privilegia los recuerdos familiares, que son importantes para las identidades individuales y grupales, pero para ser en verdad útiles para una historia de la alimentación en México deben leerse y reinterpretarse en claves historiográficas más que sentimentales.

Asimismo, esa historia debe desconfiar de los intereses contemporáneos de médicos, dietistas y dietólogos, y todo tipo de charlatanes, ya que en la actualidad intentan imponer una visión medicalizada de la alimentación, que si tiene un cierto interés para la salud pública, para los investigadores de la historia de la alimentación, dadas las confusiones que introduce, probablemente impide pensar en la coherencia y lógica en los antiguos sistemas de alimentación. Con la modernidad parecería que el hombre come, o debería comer, sólo para nutrirse, y sobre todo trabajar. El cuerpo humano debería ser una máquina funcional lista para responder a las necesidades de la producción y consumo de alimentos industrializados. Los nutriólogos calculan vitaminas, calorías o carbohidratos, pero nadie habla en realidad del placer ni de la calidad de los productos ingeridos.
La modernidad contra el placer

El placer del gusto, y del comer en compañía, parece haber sido expulsado de la vida cotidiana y sólo se reintroduce algunas veces, con mucha culpa, en las escasas fiestas tradicionales o familiares en las que está autorizado “perder la línea”. Es evidente que el objetivo de esta manera de legislar sobre nuestra alimentación es abolir la idea misma de placer gustativo, ya que desemboca al parecer en terribles excesos. Cómo pensar si no en la insipidez generalizada de los alimentos modernos procesados e incluso de algunos frutos. Parecería que ese objetivo está casi alcanzado, como se puede constatar en miles de restaurantes, donde el expendio de una comida sosa y sin ningún interés para el paladar se ha generalizado, una comida que los clientes parecen felices de degustar.8 La modernidad, después de haber acabado con el sentido del olfato, sólo autorizado contra dinero, bajo la forma de perfumes costosos, o bouquet de vinos aún más caros, ha impuesto a hombres y mujeres la vergüenza de su propio olor corporal. Ese mismo camino se sigue en la hipermodernidad o posmodernidad con el gusto; lo ideal para ese leviatán bulímico sería tragarse y aniquilar a todos los sabores naturales para hacerles desaparecer, y una vez logrado ese objetivo poder reinventar e imponer nuevos sabores “naturales” o “tradicionales”, pero esta vez puros artífices, perfectamente homologados y reconocidos de inmediato por un consumidor perfectamente condicionado.

Si se piensa por ejemplo en las manzanas, que pueden verse y comprarse en el supermercado, estos productos de la fruticultura moderna, cargados al máximo de productos químicos diversos para una conservación casi infinita, carecen hoy prácticamente de sabor (¿pero quién recuerda los antiguos sabores de las decenas de variedad de manzanas de los siglos anteriores?).9 No obstante, en virtud de la caída de las ventas y la desafección creciente de los consumidores por ese producto industrial, en el cual se priorizaron los aspectos exteriores y los ligados a su conservación, las organizaciones de productores y los responsables agrícolas intentan en la actualidad dirigir la investigaciones especializadas en este ramo a la búsqueda de la activación de genes productores de sabores, que sean de esa misma manzana o de cualquier otra fruta con modificaciones genéticas. No obstante, es muy probable que, en el caso de tener algún éxito, no puedan jamás alcanzar a reproducir los antiguos sabores de las manzanas originarias, de esas tan sabrosas que el demonio no tuvo mucha dificultad para convencer a Eva de comer.

En consecuencia, si hoy realmente los restaurantes mexicanos presentan casi siempre unos productos insípidos, esto no debe extrañar ya que forman parte de esa vorágine de la modernidad. Los productos de bases se elaboran industrialmente con numerosos fertilizantes e insecticidas químicos; los productos de semillas “mejoradas” y conservados se mantienen en refrigeración durante días y en ocasiones congelados durante semanas y meses; y las frutas recogidas verdes se maduran artificialmente. Es probable que la desaparición paulatina de los sabores naturales explique en parte el gusto por el azúcar y los sabores edulcorados de las poblaciones contemporáneas, víctimas de diabetes y obesidad, un efecto colateral social no previsto, pero del cual culpan a los elementos más populares, los más desprotegidos y que no pueden protestar, dado que el gusto por el azúcar procede quizá de reemplazar un conjunto de sabores ya desaparecidos y culmina con una adición nueva al azúcar impuesta por la industria alimentaria, ya que casi todos sus productos contienen alguna cantidad de azúcar o producto endulzado.
Primeras conclusiones: del alimento a la cocina

El acto de comer jamás es anodino, siempre es un acto de participación en un universo cultural. No hay cocina superior o inferior; sólo partiendo de una visión nacionalista se puede inferir que tal cocina pertenece al selecto grupo de las “grandes” cocinas del mundo. Mexicanos como franceses, o muchos otros fanáticos de otras nacionalidades, reivindican (y lo seguirán haciendo) su patrimonio culinario, la cocina de su mamá o abuela, como la más antigua y la más maravillosa del mundo, pero esta participación de las memorias colectivas de sus respectivas naciones es casi siempre un freno para entender en verdad lo que fueron las largas evoluciones y transformaciones de sus cocinas nacionales y maneras de comer.

Cómo pensar una historia de la cocina en México

Desde hace algunas décadas han florecido colecciones de recetarios regionales mexicanos (el autor no dispone de las colecciones completas). Se puede identificar una gran ambigüedad en sus contenidos, dado que los responsables de tales escritos no tienen claro, en general, el objeto que describen. Como ejemplo se pueden encontrar muchas formas de pan de dulce que son reclamadas por los diferentes estados como indiscutiblemente propios. También se encuentran recetas parecidas en los diferentes estados y más aún cuando son vecinos y participan de la misma evolución histórica regional, ya que las fronteras de los estados fueron trazadas por otras necesidades distintas de las culturales. No se excluye a las que pertenecen al ámbito de la “cocina mexicana” y que los habitantes de los diferentes estados adoptaron en las últimas décadas. Por lo tanto, la búsqueda de las esencias nacionales de las cocinas no es solamente un error metodológico, sino que desemboca en vías peligrosas o sin salida.

Para el estudio de “la cocina nacional mexicana”, los peligros no están menos presentes. Frente al esencialismo se observa cómo el nacionalismo mexicano, a pesar de todas las críticas que se pueden hacer a esa ideología política, determina aún hoy la identidad de los mexicanos. Puede verse por ejemplo en esas descripciones dolorosas y desesperadas de la defensa del maíz y la famosa trilogía maíz-frijol-calabaza que deja en la sombra todo lo que sirvió de alimento durante siglos en estos espacios que se llaman hoy México.10

Por consiguiente, debe intentarse dilucidar un cierto número de nociones.
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