La Conferencia Universal de Derechos Humanos de Viena






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La Conferencia Universal de Derechos Humanos de Viena

1) La naturaleza de la Conferencia Universal de Viena

Llegamos así al último hito importante en esta larga marcha de los Derechos Humanos en la historia universal: la Conferencia Universal de Derechos Huma­nos celebrada en Viena entre el 14 y el 25 de junio de 1993.

Su naturaleza difiere claramente de las tres iniciativas mayores que habían venido sucediéndose en el campo de los Derechos Humanos a partir de la II Guerra Mundial y que hemos venido estudiando hasta ahora en sendos capí­tulos, la Declaración Universal de 1948, las dos Convenciones mayores de 1966 y la Conferencia de Helsinki de 1975.

La Conferencia de Viena se distingue de la Declaración Universal de 1948 por su menor rango, no hay que decirlo. Pero también por otra razón de orden formal aunque importante. Estuvo presidida en sus deliberaciones por el méto­do del consenso inaugurado en Helsinki; no podían caber por tanto en ella las abstenciones que a última hora ensombrecieron un tanto el éxito de aquélla. Pero el consenso tiene siempre un costo. Y en esta ocasión lo tuvo. Su documento final a fuerza de introducir en él enmiendas y de limar sus frases para que todos cupiesen en él resultó ser un texto que ha podido ser acusado de generalista en exceso y poco comprometido.

Distó también de inscribirse en el género de las Convenciones.

Se apoyó en ellas; trató de ser su prolongación al urgir en diferentes oca­siones su firma/ratificación por parte de los países morosos en aceptar sus com­promisos.

Avanzó también en la voluntad de que todas las Convenciones gozasen del protocolo adherido a la Convención de Derechos Políticos y Civiles y que per­mitía a los particulares levantar sus quejas en casos de no cumplimiento. Pero las resoluciones de la Conferencia de Viena no tendrán el carácter vinculante de las Convenciones. Es cierto que su documento final trata en ocasiones de ele­varse a un tono de autoridad con términos como: «es indispensable», «los esta­dos deben» (eliminar el analfabetismo)... Pero los términos más usados son «recomienda», «alienta»...

Finalmente frente a la reducción en su planteamiento y resultados a un solo continente, el Europeo, de la Conferencia de Helsinki, esta Conferencia de Viena aspiró desde el principio:-comento a recoser las inquietudes de cual­quiera de los 183 miembros que en aquel momento formaban parte de las Naciones Unidas. lee hecho fueron 168 los estados que estuvieron físicamente representados en Las escasas ausencias correspondieron a algunos aninrestados que er °odo caso se hicieron representar por terceros; hubo con cedo una ausencia significativa: la de África del Sur. Fue invitada pero excu­só su presencia alegando sus difíciles relaciones con Naciones Unidas.

Fijada así, bien que por vía de contraste, su naturaleza, ¿cuál o cuáles fue­ron los estímulos que la provocaron, los caminos que condujeron a ella?

Intervino en primer lugar en la fecha de su celebración (precisamente en el año 1993) un factor meramente formal, y al que ya estamos acostumbrados en nuestros días que sea el soporte inmediato de no pocos acontecimientos institucionales o culturales. El culto a la cronología: los 25, 50, 100 años transcurridos desde un determinado hecho del pasado.

En nuestro caso hasta se rizó un tanto el rizo. Si la Declaración Univer­sal había sido aprobada en 1948 y al cumplirse sus veinte años se había con­vocado una Conferencia Universal de Derechos Humanos en Teherán, parecía lógica que al cumplirse ahora los veinticinco años de esta última se la conme­morase con una nueva Conferencia. Así de sencillo.

Sucedió además que la Conferencia de Teherán, pese a algunos resultados positivos, había dejado el mal recuerdo de una frustración. Se engañaron los organizadores cuando eligieron el Irán del Reza Shah Pahlavi como su sede. Creyeron haber dado con un país en clara transición hacia la modernidad y que podía ser un ejemplo para otros países en fase de democratización; pero se encontraron con la cruda realidad de que ya durante las mismas sesiones y sobre todo apenas se cerró la Conferencia se desplomó el decorado de aque­lla falsa democratización, se hicieron patentes los abusos de la temida Sabak y se inició, alimentada por una implacable represión de los derechos funda­mentales, la pendiente hacia el hundimiento del régimen y su sustitución por un fundamentalismo islámico del peor cariz en 1979. De ahí que solo en los primeros momentos y tímidamente apareciera para esta Conferencia Uni­versal de Viena la denominación de II Conferencia Internacional de Dere­chos Humanos. Era mejor olvidar aquella mala experiencia fracasada. Sin embargo Teherán (1968) actuó en un momento dado como motor de su pues­ta a punto.

2) Una nueva coyuntura en la historia universal

Pero hubo un segundo factor, éste más enraizado en la realidad, que condu­jo a la convocatoria de la Conferencia de Viena; fue la conciencia de los gran­des cambios que en el orden económico y político, ambos con clara incidencia en los Derechos Humanos, se habían venido produciendo a lo largo de las dos últimas décadas, años setenta y ochenta de nuestro siglo.

Tales eran, la crisis económica mundial que con el encarecimiento del petróleo como punta de lanza en 1973 acabó por afectar a la economía mun­dial en todos los campos. Su repercusión en el nivel de —ida y posibilidades de desarrollo de los países más pobres pronto adquirió caracteres dramáticos; descendieron sus exploraciones de materias primas a los países industrializa­dos; mientras que éstos al mismo tiempo que encarecían sus productos en el mercado mundial urgían a los países deudores, la práctica totalidad de los países pobres, al cumplimiento de sus pagos en la balanza comercial y al ven­cimiento de los créditos que generosamente les habían otorgado en años de bonanza.

Y corno medida de choque, en el plano de las doctrinas económicas, para resolver la crisis emergieron con fuerza en estos años nuevas tesis extraídas del histórico liberalismo, pero presididas en esta ocasión por un duro monetaris­mo. De un golpe se dio por periclitado el modelo keynesiano que venía impe­rando desde los años treinta, el del pleno empleo como medio de promover el consumo y con él mantener viva la maquinaria productiva, bien fuera a costa del equilibrio presupuestario y la mayor presencia del Estado en la actividad económica, en la que había entrado para «cebar la bomba>; el de un alto grado de prestaciones sociales cada vez más difícil de sostener, supuesta la inversión de la pirámide de población en los países industriales. J.K, Galhraith ha expre­sado con su brillantez habitual la rapidez con que se produjo el cambio en los años a los que nos referirnos. «Júpiter derriba a los titanes no cuando apilan la montaña sino cuando están colocando la última roca para coronar su tarea. Al expirar el decenio de los sesenta Júpiter aguardaba a que los economistas estuviesen a punto de coronar el edificio keynesiano»1.

Las consecuencias de este estado de cosas sobre los Derechos Humanos se hicieron pronto sentir.

Como si se tratase de la retirada de un manto de protección, el favore­cido por el largo ciclo de expansión de la economía mundial desde el final de la II Guerra Mundial, quedaron ahora al descubierto en toda su preca­riedad los derechos económicos, sociales y culturales. Si hasta ahora estos derechos habían caminado con el paso lento propio de su naturaleza pro­gresiva y condicionados por las circunstancias de cada país (aquello del «habida cuenta de la organización y recursos de cada Estado» del artículo 22 de la Declaración Universal) ahora lo que se presagiaba era su estanca­miento total precisamente en los países que más necesitaban de su cumpli­miento.

Las estadísticas resultaban irrebatibles. Los 136 000 000 de habitantes de Latinoamérica, esto es, un 41% que vivían por debajo del nivel de la pobre­za en 1980, habían pasado a ser a finales de la década 193 000 000, es decir, el 45% de esa misma población. Y ampliando el arco de observación: la deuda de los países en desarrollo que en 1982 había alcanzado ya la cifra de 943 000 000 000 de dólares y descendiendo a un caso concreto, el desarrollo de Bangladesh estaba condenado a retrasarse diez años2.

Porque qué sentido pedía tener para ellos el derecho al trabajo conque se encabezaba el célebre artículo 23 de la Declaración de 1948 reforzado por el 6 de la Convención correspondiente cuando el 70% de su población activa y en ocasiones aun más se encontraban en situación de paro.

Y enseguida surgió una pregunta. ¿Cabía seguir urgiendo en estos mismos países el cumplimiento de los derechos civiles y políticos, siempre en primera línea de atención por parte de los países más desarrollados? La tesis de principio de la unidad indivisible de los Derechos Humanos quedaba cuando menos en entre­dicho desde el momento en que uno de los dos se situaba bajo mínimos.

Sucedió además que durante estos años setenta, dominados por la crisis mundial, comenzaron a darse a conocer por su capacidad de resistencia a la misma e incluso por el vigoroso impulso de sus economías un grupo de países asiáticos tipificados hasta entonces, sin mayor precisión, es cierto, como países del Tercer Mundo.

Eran Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwan, Malasia; a ellos se aña­dirían más tarde Tailandia e Indonesia: «Los siete dragones», corno comenzó a llamárseles en la jerga internacional.

Ahora bien, estos países no eran precisamente modélicos en el cumplimiento de los derechos civiles y políticos. No podía acusárseles, es cierto, de realizar su despegue económico a costa de un capitalismo salvaje similar a aquel de nues­tro mundo occidental en el siglo XIX y comienzos del XX (de acuerdo con el calendario de cada país), el que nos había situado en una plataforma de bie­nestar capaz de urgir desde ella más cómodamente los derechos civiles y políti­cos; pero mantenían unas restricciones en materia de libertad de prensa y sindical, de derechos procesales de la persona que no se ajustaban a los contenidos de las declaraciones históricas y concretamente a la Declaración de 1948 en su capítulo de derechos civiles y políticos.

Un país corno Malasia, por acudir a un caso y a un texto concreto, de múltiples razas y religiones que justamente acababa de lograr su cohesión, base imprescindible para una estabilidad política y un desarrollo económico, no podía permitirse una libertad total de prensa que podía hacer aflorar viejas heri­das entre las distintas comunidades étnicas y culturales.

Ahora bien, de ahí a la puesta en duda de la universalidad de los Derechos Humanos, a la tesis de su relarivización en función de las distintas culturas, tra­diciones y contexto histórico había sólo un paso. Y ese paso también se dio. El mundo asiático con su milenaria cultura no tenía porqué plegarse a unas reglas de conducta nacidas en su día en el contesto propio de una tradición occiden­tal ajena a la suya3.

Se precisaba por tanto una doble labor: en primer lugar introducir a estos nuevos interlocutores de poblaciones multimillonarias creciente peso en el concierto mundial, en el diálogo ya de por sí difícil del equilibrio entre los derechos políticos exigidos por los países del norte y los económico-sociales decaídos en los países pobres y, seguidamente, poner sobre la mesa en coda su complejidad el tema de la universalidad de los Derechos Humanos.

3) El aparato organizativo de los Derechos Humanos versus las ONG

Para oponerse a estos nuevos problemas los Derechos Humanos contaban a comienzos de los años ochenta, que es cuando comienzan a formularse con mayor viveza los temas recién apuntados, con dos fuerzas contrapuestas entre sí y por tanto de difícil conciliación: más aún, aquejada cada una de ellas de defectos internos de carácter estructural que debían resolver con anterioridad a su colaboración en el objetivo común que les unía.

Por un lado estaba el árbol frondoso de las organizaciones «oficiales» des­tinadas a la promoción de los Derechos Humanos.

Nacidas del tronco común de la Carta de San Francisco, como vimos en su momento, habían ido multiplicando a lo largo de los años sus comisiones y subcomisiones, agencias especializadas, comités destinados al cumplimiento de las distintas convenciones, grupos de trabajo dependientes de las comisio­nes y subcomisiones, los relatores... En total sumaban en la fecha en que nos situarnos, 1993, cerca del centenar4.

Tal proliferación se había producido no diremos que anárquicamente pero sí sin el suficiente criterio superior de coordinación mutua y economía de medios. Era preciso someterlas a un ejercicio de evaluación de sus resultados; dar también con la fórmula que las coordinase a todas.

La urgencia del problema había hecho que ya con anterioridad a la Con­ferencia de Viena se crease en 1982 un Centro de Derechos Humanos. Su fina­lidad sería coordinar a todos estos organismos dispersos. Pero no se le había dotado de suficientes medios. La Conferencia de Viena mostrará repetida­mente esta inferioridad y tratará de ver en él, suficientemente dotado, un fac­tor decisivo en la solución de este problema. Pero urgía seguir trabajando en la misma línea y en perspectiva se comentaba ya en fechas inmediatas a la Con­ferencia la conveniencia de nombrar un alto comisario de los Derechos Huma­nos que personalmente se responsabilizase de esta labor coordinadora5.

La segunda fuerza a la que hemos aludido eran las asociaciones de base nacidas no como las anteriores, consecuencia del desarrollo de un organigrama desde la alta cúspide de NU, sirio de abajo arriba, fruto de múltiples ini­ciativas espontáneas, religiosas, políticas, sociales, culturales... En sí conta­ban con una larga tradición. Nosotros las hemos seguido en distintos momentos de este libro: aquella Liga de Derechos Humanos de los días mis­mos de la Revolución, la Cruz Roja de 1859, las Sufragistas, la también lla­mada Liga de Derechos Humanos, ahora vinculada al Affaire Dreyfus, los activos labbys de Dumbarcon Oaks y San Francisco6.

Pero desde comienzos de los años setenta habían dejado de estar repre­sentadas por grupos aislados para convertirse en un auténtico fenómeno social. Como dato significativo podemos señalar que mientras que a Tehe­rán acudieron un centenar escaso, a Viena llegarán 1200 representantes de 6 000 asociaciones esparcidas en los cinco continentes.

Y a realidad nueva nombre nuevo, la eterna conexión entre lenguaje e historia. Porque en el intermedio había nacido un nombre: eran las Orga­nizaciones no Gubernamentales, las ONG en sigla resumida.

Tal explosión, no es exagerado el término, obedecía a múltiples factores. Enumeremos estos cuatro: eran en primer lugar el efecto de una creciente concienciación de la sociedad en torno a los temas de los Derechos Huma­nos; también el álibi de la crisis de las iglesias confesionales y paralelamen­te la consecuencia del desarrollo del humanismo occidental. Influyó también el deterioro creciente de las condiciones de vida principalmente en los paí­ses pobres; de ahí que especialmente fuera en ellos donde pronto se multi­plicaron. Y finalmente surgieron como los nuevos debeladores de aquel problema de base que arrastraban los Derechos Humanos desde la Declara­ción de 1948, el de la inmunidad que podía siempre arrogarse el Estado amparado en el artículo 2.7 de la Carta de San Francisco, ante cualquier acusación de violación de los Derechos Humanos. Fracasados otros inten­tos más institucionales o legales de acabar con esta posición de favor, las ONG entablarían una especie de guerra de guerrillas contra el Estado al que la experiencia señalaba cada vez con más claridad como a su primer agresor.

Pero la misma fundamentación tal como la hemos descrito encerraba un peligro: el de su propagación tan numerosa como incontrolada.

La Fundación Lurzen de Viena organizó y financió en 1985 un primer encuentro entre todas ellas en la isla de Creta. Se reunieron unas ocho­cientas. Muchas se quedaron sin poder asistir porque ni siquiera se ente­raron de la convocatoria que se les hacía. Las desigualdades entre todas ellas podían ir desde la American Civil Liberties, con un presupuesto anual de 25 000 000 de dólares y 90 abogados a su servicio, a una Aso­ciación de Mujeres Ruandesas cuyos efectivos no llegaban a 50 y se movía en el reducido círculo de una misión protestante de Kigali7. Urgía poner orden en ellas, extraer su denominador común, aprovechar todo su potencial.

Pero existía además otro problema que en su momento anunciamos: el de su conexión con las organizaciones unosianas de Derechos Humanos que hasta los años setenta detentaban el protagonismo en la lucha por los Derechos Humanos, ¿Habrían de ser meras colaboradoras, ajenas a la toma de decisiones? No era fácil que se resignaran a ello. Siempre podían argüir que eran ellas quie­nes vivían más próximas a la realidad, las más capaces por tanto de aportar información veraz sobre cualquier problema relacionado con los Derechos Humanos en un determinado país y, sobre todo, las que cargaban, a veces con el sacrificio de sus propias vidas en la lucha por la defensa de los Derechos Humanos.

A la altura de 1993 se había llegado a que un grupo reducido de ellas tuvie­ra un voto consultivo en las reuniones del Consejo Económico y Social y a través de él, en los organismos dependientes que el Consejo juzgase conve­niente. Pero ni ellas se daban por satisfechas ni objetivamente era suficiente.

4) La última distensión en la Guerra Fría y la Conferencia de Viena

La Conferencia Universal de Viena de Derechos Humanos nació, pues, de la imperiosa necesidad de hacer frente a toda esta serie de problemas que habían ido madurando en los quince años que transcurren entre 1973 y 1990 y que en caso de no recibir una solución a corto plazo podían pudrirse internamente y dejar en vía muerta esta gran esperanza que en un horizonte de desfondamiento general de valores tradicionales se abría para la sociedad universal de fin de siglo.

Pero había que encontrar la fecha, el momento adecuado. En principio Helsinki había dado una pauta. Supuesto el ciclo mayor de Guerra Fría en el que la vida internacional estaba inserta convenía aprovechar alguno de esos espacios menores de distensión que intermitentemente se habían introducido en ella.

Serán las medidas liberalizadoras de Gorbachov entre 1985 y 1989 las que in fundan una primera esperanza. Aquella Conferencia de Viena, la tercera de las que continuaron el espíritu de Helsinki que se celebró entre noviembre de 1986 y enero de 1989 y que estudiamos en el anterior capítulo, comenzaba a despejar el horizonte. Pero se quedó en puertas. Fue en el otoño de ese mismo año de 1989 cuando sucedió lo imprevisible-previsto. Tenía que suceder, podía suceder, pero nadie sospechó que aquel encierro de 35 000 ciudadanos che­cos en la embajada de Alemania Occidental en Praga en los últimos días de septiembre de 1989, solicitando vía libre para salir de su país, iba a suponer la piedrecita que deslizándose por una vertiente de fallos estructurales del sis­tema iba a terminar en el plazo de un mes con el colapso general del régimen comunista.

Ahora sí que habla llegado el momento.

Todo parecía augurar una nueva era en la vida internacional y en consecuencia el momento favorable para la convocatoria de la Conferencia. Las ener­gías que hasta el momento se habían gastado en una confrontación ideológi­ca entre los dos bloques podían emplearse en la construcción de ese nuevo orden internacional que venía proclamándose en los últimos años. Los recur­sos económicos hasta ahora desviados hacia la fabricación de armamento fren­te al siempre previsible conflicto armado podían ahora dirigirse íntegramente a .a causa de los Derechos Humanos, concretamente de los derechos econó­micos y sociales en esa amplia zona del globo denominada el Sur y caracterizada por la extrema pobreza. Así fue como el 18 de diciembre de 1990 la Asamblea General, previa consulta con los estados miembros de las Naciones Unidas, las agencias especializadas y las máximas organizaciones oficiales de los Derechos humanos, por su Resolución 451155, realizó la solemne y definitiva convoca­toria de la Conferencia largamente anunciada8.

5) La puesta a punto y el desarrollo de la Conferencia

Dos años y medio transcurrieron con todo, desde que se convocó la Confe­rencia hasta que se hizo realidad.

En ellos se hicieron más patentes esos problemas internos que aquejaban a las dos fuerzas con que contaban los Derechos Humanos y a los que acaba­mos de aludir. Merece la pena que las explicitemos aunque sea con brevedad.

Un llamado Comité de Preparación representante de las altas instancias organizativas de los Derechos Humanos en las Naciones Unidas, no fue capaz a lo largo de tres reuniones consecutivas entre septiembre de 1991 y septiem­bre de 1992 de ponerse de acuerdo en el orden del día, en el lugar en que se cele­braría la Conferencia y menos afín en el documento-base de las discusiones. Pero sobre todo se negó en redondo a admitir en ella una participación activa de las ONG; su función se reduciría a la de meros observadores.

Fue el momento en el que entraron al relevo las conferencias regionales9. Europa no quiso sumarse a ellas. Era una manera de protestar por el desaire que su convocatoria suponía al fracasado Comité de Preparación en el que su influencia era mayor.

Pero no cabía duda de que estas conferencias regionales tenían la ventaja de que partían de una realidad inmediata y de que era más difícil prescindir en ellas de las ONG arraigadas por su naturaleza en la vida de la respectiva región. El inconveniente estaba en que sus enfoques y sus prioridades no eran coincidentes.

Así por ejemplo, mientras que los países asiáticos para eludir otros asun­tos que pudieran comprometerles (libertad de prensa, desigualdad de trato de la mujer) trataban de subrayar temas como el
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