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“Sistema educativo europeo: desarrollo, limitaciones y proyecciones en grupos en situación de pobreza” (Viña del Mar, 27-IX-2006) Juan Antonio García Fraile (Facultad de Educación-Centro de Formación del Profesorado.- Universidad Complutense de Madrid) Introducción Los conceptos de exclusión social y exclusión educativa se refieren a diversos fenómenos estrechamente relacionados, aunque más generales los primeros y más específicos, escolares, los segundos. Esta contribución pretende discutir diversas cuestiones relacionadas con el fracaso escolar y se va a adoptar la perspectiva de la exclusión educativa para hacerlo. En ningún caso es mi pretensión, sin embargo, edulcorar con un término y una perspectiva de moda – la exclusión educativa – una serie de problemas educativos que suelen abordarse con el término fracaso escolar, cuyas connotaciones no son precisamente positivas, además de difusas y en exceso contundentes en muchos usos y casos. Mis intenciones, desde luego, no van en la dirección de minimizar las evidencias ni los motivos de preocupación social y educativa de los bajos rendimientos de muchos sistemas escolares, en particular el nuestro. En ningún caso se puede, ni se debe, distraer la atención de realidades que están afectando a muchos de nuestros estudiantes de la educación obligatoria: en mayor número de lo que sería razonable, permanecen y salen de de la escuela sin los aprendizajes básicos. Con toda seguridad, es necesario avanzar en la comprensión de los resultados educativos insatisfactorios; así podremos articular de forma más adecuada y efectiva las políticas pertinentes para afrontarlo. La perspectiva de la exclusión educativa puede ser una buena contribución. Máxime en un momento histórico como éste en el que, al menos con las palabras, nadie se atreve a cuestionar que el derecho esencial a una educación básica de calidad se ha de reconocer y garantizar a todos los sujetos, a todos nuestros niños y jóvenes. Todos han de ser incluidos y no excluidos de ella, tanto por motivos humanos como también por poderosos imperativos éticos, sociales y políticos. 1.- Concepto de Exclusión Educativa. Al adoptar la perspectiva de la exclusión educativa, tendremos la ocasión de tomar prestados algunos resortes analíticos y propuestas que se vienen elaborando desde hace algunos años en los estudios corrientes sobre la exclusión social (Sen, 2001; Tezanos, 2001; R. Castell, 2004; Karsz, 2004; Subirats, 2003; 2004). Así como dejar una vez más constancia de los caminos de ida y vuelta que siguen conectando la exclusión social y la exclusión educativa. De este modo, sin pasar por alto la relativa especificidad de los contextos, estructuras y dinámicas escolares, queremos hacernos eco, como es debido, de los vínculos, factores, estructuras y dinámicas sociales más amplias. De otro modo no sería posible entender la marginación y la privación del bien de la educación que todavía sigue muy desigualmente repartido, incuso en la formación de base que ha de garantizarse en la educación obligatoria. En el capítulo se abordarán diversas cuestiones. En primer lugar, realizaremos algunas consideraciones previas que justifican la necesidad de poner en relación la exclusión social y la educativa, en segundo, aludiremos a realidades persistentes que evidencian, con más o menos rigor, el fracaso escolar, así como algunas concepciones y respuestas habituales al mismo. En tercer término entraremos de lleno en el concepto y la perspectiva de la exclusión educativa. Será el apartado más extenso de esta aportación. Concretamente se han seleccionado cinco cuestiones que parecen pertinentes: una referencia específica a aquello de lo que priva la exclusión educativa, la existencia de zonas diferenciadas dentro del trayecto que va desde la inclusión y la exclusión, la existencia de diversas formas, a veces hasta sutiles, de exclusión educativa, el carácter relacional de este concepto y la necesidad de componer modelos multifactoriales para comprender convenientemente las estructuras, condiciones y dinámicas que provocan los fenómenos a que nos estamos refiriendo. En un cuarto punto ofreceremos, ya de modo sucinto y sólo a título ilustrativo, algunos datos sobre ciertas medidas escolares, los Programas de Diversificación Curricular y Garantía Social, que son dos de las respuestas extraordinarias más conocidas a las realidades del riesgo o vulnerabilidad de exclusión que afectan a una parte importante de nuestro alumnado de la educación obligatoria. Finalizaremos con algunas propuestas para orquestar mejor las políticas sociales y educativas que pretendan combatir la exclusión educativa. 3.- Realidades persistentes del fracaso escolar y ciertas propuestas. Una de las paradojas más llamativa de las sociedades y sistemas modernos de educación reside en que, a pesar de que hace tiempo que se viene dedicando todo género de esfuerzos y energías a la mejora de la educación de todos los ciudadanos, y se han logrado cotas de acceso generalizado a la escuela y establecido tiempos más dilatados de permanencia dentro de ella de la mayoría de los estudiantes en edad escolar, los dichosos resultados escolares siguen siendo manifiestamente insatisfactorios. Con frecuencia, los medios disparan la alarma y el malestar social por ese motivo. En contra de los más derrotistas, se puede sostener, con todo, que el nivel educativo de la población ha subido. En desacuerdo con los más optimistas, en países desarrollados como el nuestro y, desde luego en la práctica totalidad de los que se encuentran en vías de desarrollo (Escudero, 2003b), se sigue constatando que muchos más estudiantes que lo sería deseable siguen saliendo de la escuela obligatoria sin el bagaje formativo mínimo, hoy considerado como necesario, básico. Reiteradamente, los datos muestran que los alumnos que pertenecen a las clases sociales más desfavorecidas en capital cultural y económico; los de la población inmigrante o minorías étnicas; las mujeres (aunque esta variable se comporta de forma muy dispar en las sociedades más avanzadas respecto a las demás), siguen engrosando los índices de abandono, absentismo, riesgo escolar de exclusión, o salida del sistema escolar sin la preparación y certificación correspondiente a la educación obligatoria. Sin entrar ahora en polémicas con el significado y la interpretación de los resultados de las pruebas internacionales que los sucesivos informes PISA (2002; 2004) vienen ofreciéndonos, nuestro país se sitúa por debajo de la media de los países de la UE en diversos ámbitos de competencia escolar en áreas de formación consideradas fundamentales. Las tasas de idoneidad de nuestros estudiantes de la etapa obligatoria han ido mejorando a lo largo de los últimos años. Pero, así y todo, no son aceptables. Por ejemplo, según datos del MEC (2002), el porcentaje de alumnos y alumnas que a los 12 años se encontraban en el año 2000 en el curso correspondiente a su edad era del 87.5% (media nacional), con diferencias importantes entre la Comunidad Autónoma con una tasa más alta de idoneidad, 92.1% (Navarra) y la más baja, Canarias, con un 80.7%. A la edad de 15 años, la tasa nacional media era del 63.9 (Navarra de nuevo con algunos puntos por encima 72.2%, Canarias bastante por debajo - 58.0%- , siendo todavía inferiores los de Ceuta – 50.1% y Melilla, 43.5%. Si nos comparamos con los demás países de la UE, algunas de las cifras que hablan de nuestro fracaso escolar, concretamente en indicadores relativos al abandono y nivel de titulación de determinados tramos de edad de la población, no llevan precisamente a la complacencia. Así, en el tramo de edad 18-24 años en el 2002, el porcentaje que no ha completado la segunda etapa de la educación secundaria y no sigue formación es del 29%, en tercer lugar de veinticinco países, sólo por delante de Portugal (45.5%) y Malta (53.2%). Según el Informe Pisa (2004), ese mismo índice nos coloca en un 29.8%, lejos de Noruega (6.6%), Lituania (11.8%), Francia (13.7%) o Italia (23.5%), por citar sólo estos países. Algún tramo del camino nos queda, pues, por hacer en materia de convergencia educativa. Y todavía es más largo, si tomamos como referencia los objetivos establecidos en la Cumbre de Bruselas (2003), donde se formuló, para el 2010, la reducción de la tasa del fracaso escolar en la educación obligatoria al 10% en todos los países miembros de la UE, así como la del 85% de titulación de bachillerato o equivalente para toda la población de veintidós años. Además de la alarma mediática que surge cada vez que salen a la luz datos nacionales o internacionales sobre rendimientos escolares, la inquietud por el funcionamiento y los resultados de nuestra educación, singularmente la pública, viene haciendo mella en ciertos sectores sociales, en las políticas educativas, los centros escolares y el profesorado. El clima de competitividad reinante y la importancia que hoy se le atribuye a la educación son factores que explican la sangría desde la escuela pública hacia la privada, que es una opción cada vez más socorrida para las clases medias y no sólo altas. Sea porque buscan beneficios sociales colaterales para sus hijos e hijas (y no siempre pedagógicos), evitándoles de paso otras relaciones valoradas como no positivas (inmigrantes, gitanos, alumnos con necesidades educativas especiales, etc.), sea porque el punto de mira de la crítica social y política se fija preferentemente sobre la escuela pública, lo cierto es que ésta, en lo que se refiere a su imagen social, cada vez aparece más asociada a cotas más altas de fracaso escolar y problemas de convivencia, especialmente en alguno de sus tramos como la educación secundaria obligatoria. El vaivén reformista de las políticas educativas al que venimos asistiendo durante ya un par de décadas utiliza los índices de fracaso y desenganche escolar, una y otra vez, como arma arrojadiza. Hay una tendencia inveterada a convertirlos en motivos para diseñar o aplicar medidas que, ya desde sus inicios, se topan con la falta de expectativas y credibilidad por parte de los centros y profesionales que habrían de llevarlas a cabo. El malestar escolar, el de los centros y muchos profesores, ha ido creciendo en los últimos años. Se trata de un síntoma complejo que pone en evidencia las contradicciones existentes, de una parte, entre los objetivos irrenunciables de extender más y mejor educación a todos los estudiantes hasta los dieciséis años al menos, y, de otra, la persistencia de estructuras administrativas, modelos de gestión y organización de los centros y una cultura escolar y un currículo todavía en exceso académico, así como modelos de enseñanza en los que rigen métodos y relaciones pedagógicas con frecuencia alejadas de las nuevas realidades sociales y personales de los estudiantes de hoy en día. Son, por el momento, excesivamente uniformes y tradicionales como para tomar en consideración su mayor heterogeneidad, y poco sensibles a sus características psicológicas, sociales y culturales. Cada uno de estos aspectos y todos en conjunto influyen a la hora de explicar, al menos en parte, la preocupante desconexión entre el mundo de la escuela, la educación y los niños y jóvenes que han de ser acogidos y formados en su seno. Dentro del sistema educativo, el fracaso escolar y sus aledaños (absentismo, abandono, enrarecimiento de las relaciones personales y académicas, niveles bajos de rendimiento, repeticiones, riesgos de no llegar a titularse y fracasos consumados) están generando no sólo desenganche de los estudiantes. También provocan desencanto y malestar de muchos docentes con su profesión, cuando no pérdida de sentido de su trabajo formativo, desbordamiento y sentimientos de impotencia. En contextos de malestar y urgencias como esos, no suele haber espacio ni disposición para detenerse a pensar si ciertos cambios van a contribuir a resolver los problemas, a distraer la atención de lo fundamental o quizás a empeorarlos. Lo que más apremia, por lo visto, es imaginar algún alivio posible, aunque sea sobre la falsa expectativa de que sean otros quienes se hagan cargo precisamente de los colectivos y alumnos que no se ajustan al orden escolar vigente. Probablemente, serán éstos los primeros candidatos al fracaso terminal o, en su caso, ser derivados hacia algunas medidas que provisionalmente reduzcan la presión de la olla para que no explote (Escamilla; Lagares; García Fraile, 2006). Hoy sabemos fehacientemente que garantizar con eficacia una buena educación para todos, en la que todos aprendan lo que se considera imprescindible para desenvolverse dignamente en la vida, es un objetivo extremadamente difícil de lograr, por no decir imposible. Forma parte, sin embargo, de esa utopía social y pedagógica por la que algunos todavía pensamos que hay que seguir peleando. Y es que, si, presa del determinismo o el fatalismo social y escolar, llegara a desaparecer por completo, los resultados todavía serían peores que los actuales. Los bajos rendimientos escolares y la desgana por aprender de algunos estudiantes son síntomas y problemas escolares perennes: han ocurrido en el pasado y seguirán haciéndolo en el porvenir. Lo que procede, sin embargo, es no renunciar a valorar desde esos tres resortes antes referidos –comprensión, política y ética – cuáles podrían ser las posturas más convenientes para hacerles frente. A costa de ser esquemáticos, podemos enunciar dos planteamientos generales que marcan con cierta nitidez las creencias y los compromisos al respecto. Una de ellas corresponde a quienes sostienen que, si todos los alumnos disponen de un acceso y permanencia en las escuelas como la que se les está ofreciendo, cada cual es el responsable principal de sus aprendizajes; suya es la responsabilidad, en razón de sus capacidades y esfuerzos. Desde esta perspectiva, como se ha puntualizado por algunos (Escudero, 2003a), la democratización formal de la educación se esgrime como un argumento en contra de aquellos estudiantes que asisten y tienen garantizada la permanencia en la escuela, pero que no aprenden. Es, dicen, la prueba irrefutable de que no son capaces o no quieren y, por lo tanto, no merecen que les prestemos ni mayores esfuerzos económicos ni de otro tipo: cuidado, refuerzos, compensaciones. Hay, por supuesto, otras maneras de ver las cosas. Se sostiene, entonces, que el desajuste escolar de los estudiantes no es un fenómeno exclusivamente personal, ni depende de presuntos dones heredados de la fortuna o de méritos vinculados tan sólo al esfuerzo. Son, más bien, el resultado de un proceso complejo de desajustes recíprocos entre la escuela y los estudiantes. Entre lo que en ella se enseña, cómo se ayuda a aprenderlo, lo que se exige y evalúa, y el mundo personal y social de algunos estudiantes en particular. Por ello se aboga por diseñar mejor el currículo escolar, modernizar las relaciones pedagógicas y los métodos didácticos, fortalecer los vínculos sociales y personales que hagan de los centros espacios de acogida y cuidado, y otras muchas ideas y medidas en la misma dirección. Es lo que nos queda de la utopía pedagógica que sigue apostando por la provisión de una buena educación para todos, especialmente en la educación básica, común y obligatoria (García Fraile, 2003). Cada una de estas propuestas obedece a valores, creencias y políticas diferentes. La primera merece ser calificada, no ya como tradicional, sino como elitista y meritocrática. Puede llegar a ser tan sutil y cínica, que no renuncie a autocalificarse de justa e igualitaria. En casos extremos, pero no raros, osa cifrar la justicia e igualdad en una distribución de la educación según los bienes materiales o capitales económicos que cada familia y sujetos invierten en la educación. En otros más atenuados, en las capacidades (casi innatas) y el mérito que cada estudiante aporta a los aprendizajes que es capaz de lograr (Escudero, 2004a). La segunda, por su parte, asume que, sin restarle valor ni peso a la capacidad y el esfuerzo de los sujetos, hay bienes esenciales como la educación que deben serles garantizados a todos los ciudadanos. Entre otras actuaciones, cultivando sus capacidades, estimulando esfuerzos y creando necesidades de aprender y ser allí donde no existan de modo natural. Para ello se considera que es preciso ayudar más a quienes más lo necesiten, lo que significa entender la justicia en claves de equidad y no exclusivamente en razón de méritos individuales: no pueden representar criterios justos para redistribuir la educación. Son los derechos reconocidos que han de garantizarse por motivos de justicia los exigen el compromiso de los poderes públicos, las instituciones y el profesorado de equipar a todos los estudiantes al menos con los aprendizajes esenciales. Éste ha de ser, entonces, el contenido y el propósito de las atenciones y cuidados que sean menester. Eso es lo que significa, a la postre, asumir un compromiso ético y social con la formación de los seres humanos y sostener, al tiempo, una concepción optimista y esperanzadora en la capacidad de aprender de las personas (dentro, obviamente, de límites razonables). Es una meta justa y además viable, si nos lo proponemos y procuramos crear las condiciones y estímulos pedagógicos y sociales adecuados. De ese modo, por lo tanto, se pretende abrir una ventana a la posibilidad de transformar los centros escolares y la educación de forma tal que sean lugares sociales y actividades interpersonales que reconozcan, acojan e incluyan en los beneficios de una buena educación democrática a todos los estudiantes. Aspiraciones como éstas, manifiestamente cargadas de ambición, son las que están inspirando proyectos tan mundialmente reconocidos como el de Educación para todos de la UNESCO, así como otros muchos que están en marcha en diversos países y contextos. Una última consideración antes de cerrar este punto. Por la complejidad y urgencia con que se nos está presentando el problema del fracaso escolar, hay también dos actitudes que convendría descartar, pues no parecen idóneas para afrontarlo como es debido. Una, la precipitación en medidas simplificadoras que suelen primar más lo inmediato y urgente que lo importante y necesario. Otra, la fuga hacia elucubraciones inoperantes. El espacio intermedio entre ambas debiera ocuparse con una distancia y reflexión adecuadas para ahondar en la comprensión y tomar las medidas que razonablemente pudieran ser más eficaces. En los puntos siguientes, por lo tanto, ofreceremos algunas claves para la comprensión, avisos que conviene tener en cuenta en relación con ciertas medidas bien intencionadas pero marginales y, para finalizar, algunos principios de procedimiento a la hora de orquestar las políticas correspondientes. Así intentaremos trazar un puente entre las realidades del fracaso y las respuestas deseables y justas. |