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Joseph Ratzinger La Iglesia Una comunidad siempre en camino NOTA IMPORTANTE: En la presente edición digital no aparecen todas las notas de pie de página del libro original, debido a su gran número y extensión. Se dejaron sólo las principales, especialmente las aclaraciones del Santo Padre. El cuerpo del texto sí es el mismo que en el original. CONTENIDO Presentación Preámbulo 1. Origen y naturaleza de la Iglesia 1. Consideraciones metodológicas preliminares 2. El testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia 2.1. Jesús y la Iglesia 2.2. La autodesignación de la Iglesia 2.3. La doctrina paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo 3. La visión de la Iglesia en los Hechos de los Apóstoles 2. El primado de Pedro y la unidad de la Iglesia 1. El puesto de Pedro en el Nuevo Testamento 1.1. La misión de Pedro en el conjunto de la tradición neotestamentaria 1.2. Pedro en el grupo de los doce, según la tradición sinóptica 1.3. El dicho sobre el ministerio de Mt 16, 17-19 2. La sucesión de Pedro 2.1. El principio de la sucesión en general 2.2. La sucesión romana de Pedro 3. Reflexiones finales 3. Iglesia universal e Iglesia particular. El cometido del obispo 1. Eclesiología eucarística y ministerio episcopal 2. Las estructuras de la Iglesia universal en la eclesiología eucarística 3. Consecuencias para el ministerio y el cargo del obispo 4. Naturaleza del sacerdocio Reflexiones preliminares: los problemas 1. La fundación del ministerio neotestamentario: apostolado como participación en la misión de Cristo 2. La sucesión de los apóstoles 3. Sacerdocio universal y sacerdocio particular: Antiguo y Nuevo Testamento 4. Observaciones finales para el sacerdote de hoy 5. Una compañía en el camino. La Iglesia y su ininterrumpida renovación 1. El descontento respecto a la Iglesia 2. Reforma inútil 3. La esencia de la verdadera reforma 4. Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma 5. El sufrimiento, el martirio y el gozo de la redención 6. Conciencia y verdad 1. Una conversación sobre la conciencia errónea y algunas primeras conclusiones 2. Newman y Sócrates, guías de la conciencia 3. Consecuencias sistemáticas: los dos niveles de la conciencia 3.1. Anámnesis 3.2. Conscientia 4. Conciencia y gracia Epílogo. ¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo? Presentación Sí, la Iglesia está viva... Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro», con estas palabras, llenas de esperanza y optimismo, inauguraba Benedicto XVI su pontificado. El que fuera gran teólogo y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe en el último cuarto del siglo XX recopiló en este libro, hace algo más de una década, una serie de reflexiones sobre la Iglesia y su misión. Ahora rescatamos para nuestros lectores esta magnífica obra eclesiológica que no sólo no ha perdido actualidad, sino que adquiere mayor fuerza y vitalidad por la providencial trayectoria del autor y su nueva misión petrina. Entonces, el Cardenal Joseph Ratzinger decía que «preguntarse por la Iglesia equivalía en gran medida a preguntarse cómo hacerla diferente y mejor». A lo largo de seis breves capítulos se interrogaba por su origen y naturaleza, por su unidad y el primado de Pedro, por su universalidad y reforma, por la naturaleza del sacerdocio y otros temas de interés. El subtítulo de la obra es también altamente significativo: Una comunidad siempre en camino, pues este sentido de peregrinación de la comunidad eclesial ha vuelto a ser retomado por Benedicto XVI, como decía en la Santa Misa de la Plaza de San Pedro, el día 24 de abril, con motivo de la entrega del Palio petrino y del anillo del Pescador al Obispo de Roma: «La Iglesia en su conjunto ha de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y vida en plenitud». El Editor Preámbulo Preguntar hoy por la Iglesia equivale, en gran medida, a preguntar cómo hacerla diferente y mejor. Ya el que desea reparar una radio, y más aún el que se propone curar un organismo, debe examinar ante todo cómo está articulado ese organismo. El que, además, desea que la acción no sea ciega, y por lo mismo destructiva, debe interrogarse ante todo por el ser. También hoy la voluntad de actuar en la Iglesia exige ante todo paciencia para preguntarse qué es la Iglesia, de dónde viene y a qué fin está ordenada; también hoy la ética eclesial sólo puede estar rectamente orientada si se deja iluminar y guiar por el logos de la fe. En este sentido, los seis capítulos de la presente obra intentan ofrecer un primer hilo conductor a través de la eclesiología católica. Los tres primeros capítulos se escribieron para un curso de teología, con motivo del cual se reunieron en Río de Janeiro, del 23 al 27 de julio de 1990, unos cien obispos provenientes de todas las partes de Brasil. El tema principal se refiere a la relación entre Iglesia universal e Iglesia particular, especialmente al primado del sucesor de Pedro y a su relación con el ministerio episcopal. El clima de comunión fraterna reinante en aquellos días entre los participantes fue una interpretación concreta del tema propuesto. Pudimos experimentar así felizmente la catolicidad en su viva urdimbre de unidad y multiplicidad. Espero que también la palabra escrita logre transmitir algo del espíritu de aquel encuentro, favoreciendo así una nueva comprensión de la Iglesia. A estos tres capítulos he añadido la conferencia que pronuncié en octubre de 1990 en la apertura del Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio a manera de introducción a los debates sobre la formación sacerdotal. La obra comprende además el discurso sobre la Iglesia y la reforma eclesial que pronuncié el 1 de septiembre de 1990 en la clausura del meeting anual de Rímini. Con ello, rebasando la problemática de las aportaciones de Río, centradas en el ministerio episcopal, la pregunta sobre la estructura y la vida de la Iglesia debe encontrar la debida amplitud y quedará actualizado el nexo con los problemas actuales de la vida eclesial. En esta perspectiva he insertado en el volumen también la conferencia sobre Conciencia y verdad pronunciada anteriormente en Dallas (EE.UU.) y repetida después en Siena. En ella se afronta el problema de la relación entre la absolutidad de la conciencia frente a Dios y el nexo contemporáneo eclesial, para esclarecer el fundamento y el límite de este nexo interior. De hecho, el concepto de Iglesia se investiga en su más profunda naturaleza sólo cuando resulta claro hasta qué punto la Iglesia penetra en mi intimidad, en mi alma, en mi conciencia. Una homilía que pronuncié en enero de 1990 en el seminario de Filadelfia (EE.UU.) intenta explicar una vez más, como colofón, la orientación espiritual de toda la obra. Con ello espero que, en la crisis que la conciencia eclesial está atravesando, la obra pueda servir de aclaración y de ayuda. Joseph Ratzinger Roma, en la festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo de 1991 1 Origen y naturaleza de la Iglesia
Los problemas sobre los que acostumbramos a hablar hoy a propósito de la Iglesia son en su mayoría de carácter práctico: cuál es la responsabilidad del obispo; cuál es el significado de las Iglesias particulares en la Iglesia de Jesucristo en su totalidad; por qué el papado; de qué modo obispos y papa, Iglesia particular e Iglesia universal deben colaborar entre sí; cuál es la posición del laico en la Iglesia1. Pero, para poder dar una respuesta apropiada a estos problemas prácticos, debemos anteponer el interrogante fundamental: ¿Qué es la Iglesia? ¿Para qué existe? ¿De dónde viene? ¿La quiso efectivamente Cristo? Y, si la quiso, ¿cómo es la Iglesia que él pensó? Sólo respondiendo de modo pertinente a estas preguntas fundamentales tendremos la posibilidad de encontrar una respuesta adecuada a cada uno de los problemas prácticos. Mas, precisamente el problema de la relación entre Jesús y la Iglesia, y sobre todo el problema de la forma originaria de la Iglesia en el Nuevo Testamento, está de tal manera cubierto por la maraña de las hipótesis exegéticas que aparece prácticamente excluida la esperanza de poder conseguir de algún modo una respuesta adecuada, existiendo el peligro de escoger las soluciones que parecen más simpáticas o de eludir el problema para pasar en seguida a las cuestiones prácticas. Pero una pastoral semejante estará basada en el escepticismo; con ello no intentaríamos tampoco seguir la voluntad del Señor, sino que correríamos a ciegas detrás de lo que parece alcanzable; nos convertiríamos en ciegos que guían a otros ciegos (cf Mt 15,14). Es posible encontrar un camino a través de la selva de las hipótesis exegéticas, a condición de que no nos conformemos con penetrar en ella por un punto cualquiera armados de machete. En ese caso nos veríamos envueltos en una lucha ininterrumpida con las diferentes teorías y terminaríamos quedando prisioneros de sus contradicciones. Lo que procede ante todo es echar una especie de mirada general desde arriba; si la mirada abarca un área más vasta, es posible distinguir también las diversas direcciones. Hay que seguir, por tanto, el camino recorrido por la exégesis en el espacio más o menos de un siglo; entonces se distinguen los grandes meandros y se descubren, por así decir, los valles a través de los cuales discurren sus corrientes. Se aprende así a discernir los caminos viables de los senderos cortados. Al intentar trazar esta panorámica podemos distinguir tres generaciones de exegetas y, por tanto, tres grandes giros en la historia exegética de nuestro siglo. En sus comienzos tenemos la exégesis liberal, que, de acuerdo con la visión liberal del mundo, ve en Jesús al gran individualista, que libra a la religión de las instituciones cultuales, reduciéndola a pura ética, la cual, a su vez, se funda enteramente en la responsabilidad de la conciencia individual. Un Jesús de este tipo, que rechaza el culto, trasforma la religión en moral y explica esta última como asunto privado del individuo, no puede naturalmente ser el fundador de ninguna Iglesia. Como adversario de todas las instituciones, no será él quien cree una. La primera guerra mundial provocó el hundimiento del mundo liberal, y con ello también el alejamiento de su individualismo y de su moral subjetiva. Las grandes corporaciones políticas que se habían apoyado enteramente en la ciencia y en la técnica como portadoras del progreso de la humanidad habían fracasado como autoridad moral del ordenamiento social. Se suscitó así una fuerte exigencia de comunidad en la esfera de lo sagrado. Hubo un redescubrimiento de la Iglesia también en el mismo ámbito protestante. En la teología escandinava se desarrolló una exégesis cultual que, en estricta oposición al pensamiento liberal, no veía ya a Jesús como crítico del culto, sino que entendía el culto como espacio vital interior de la Biblia, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, e intentaba interpretar también el pensamiento y la voluntad de Jesús a partir de la gran corriente de la liturgia viva. Análogas tendencias se manifestaron en el área de lengua inglesa. Pero también en el protestantismo alemán había surgido un nuevo significado de Iglesia; se dio cuenta de que el Mesías no es concebible sin su pueblo2. Con el cambio favorable a los sacramentos se le reconoció a la última cena de Jesús un significado fundante respecto a la comunidad y se formuló la tesis de que, a través de la cena misma. Jesús había dado vida a una nueva comunidad, de modo que la cena constituía el origen de la Iglesia y su criterio permanente3. Los teólogos rusos exiliados en Francia desarrollaron, basándose en la tradición ortodoxa, este mismo concepto en una eclesiología eucarística, que después del Vaticano II ha ejercido una gran influencia en el mundo católico4. Después de la segunda guerra mundial, la humanidad se dividió cada vez más netamente en dos campos: por una parte, el mundo de los pueblos ricos, inspirado de nuevo ampliamente en el modelo liberal, y por otra el bloque marxista, que se erigió en portavoz de los pueblos pobres de Sudamérica, de África y de Asia, y a la vez en modelo de su futuro. Con esto se perfiló también una doble división en las tendencias teológicas. En el mundo neoliberal de Occidente se afirmó en formas nuevas una variante de la antigua teología liberal: la interpretación escatológica del mensaje de Jesús. Es verdad que no se concibió ya a Jesús como un puro moralista, pero su figura sigue siendo la de un antagonista del culto y de las instituciones históricas del Antiguo Testamento. Se volvía así al viejo esquema que reduce el Antiguo Testamento a sacerdote y profeta, a culto, instituciones y derecho por una parte, y profecía, carisma y libertad creadora por otra. En esta óptica, sacerdote, culto, institución y derecho aparecen como algo negativo, que es preciso superar, mientras que Jesús se colocaría en la línea de los profetas, a la que pone término, frente al sacerdocio visto como responsable de la muerte de Jesús y de los profetas. Con ello se desarrolla una nueva variante del individualismo liberal: Jesús proclama el fin de las instituciones. Su mensaje escatológico pudo concebirse en el condicionamiento histórico como anuncio del fin del mundo; sin embargo es asimilado como ruptura y paso de lo institucional a lo carismático, como fin de las religiones o, en todo caso, como fe «no mundana» que crea y renueva de continuo sus propias formas. Una vez más no se puede hablar de fundación de la Iglesia, pues contrastaría con la radicalidad escatológica5. Pero este nuevo tipo de impostación liberal podía muy fácilmente transformarse en una interpretación bíblica de orientación marxista. La contraposición entre sacerdotes y profetas se convierte en anticipación de la lucha de clases como ley de la historia. Por consiguiente, Jesús murió en la lucha contra las fuerzas de la opresión. Se convirtió así en el símbolo del proletariado que sufre y lucha, del «pueblo», como hoy se prefiere decir. El carácter escatológico del mensaje se refiere entonces al fin de la sociedad de clases; en la dialéctica profeta-sacerdote se expresa la dialéctica de la historia, que últimamente se cierra con la victoria de los oprimidos y con el advenimiento de la sociedad sin clases. En semejante perspectiva resulta muy fácil integrar el hecho de que Jesús habló muy poco de Iglesia, y muy a menudo del reino de Dios; por eso el «reino» es la sociedad sin clases y se convierte en la meta a la que tiende la lucha del pueblo oprimido; meta que se considera alcanzada donde el proletariado, o su partido, el socialismo, consigue la victoria. La eclesiología recobra, pues, significado en el sentido del modelo dialéctico, constituido por la escisión de la Biblia en sacerdotes y profetas, a la que corresponde una distinción entre institución y pueblo. Conforme a este modelo dialéctico, se opone a la Iglesia institucional, o sea, a la «Iglesia oficial», la «Iglesia del pueblo», que nace de continuo del pueblo y desarrolla así las intenciones de Jesús, a saber, su lucha contra la institución y contra su fuerza opresora para lograr una sociedad nueva y libre, que será «el reino». Naturalmente, he expuesto aquí una presentación muy esquemática de los tres grandes períodos en que se articula la historia exegética más reciente del testimonio bíblico sobre Jesús y sobre su Iglesia. En detalle, las variantes son muy numerosas; pero ahora puede verse el movimiento en sus líneas generales. ¿Qué nos muestra esta panorámica de las hipótesis exegéticas de un siglo? Sobre todo pone de manifiesto el hecho de que los grandes modelos interpretativos provienen de la orientación de pensamiento de las respectivas épocas. Por consiguiente, nos acercaremos a la verdad despojando a cada una de las teorías de su talante ideológico contemporáneo. Tal es, por así decir, el criterio hermenéutico que nos ofrece la toma aérea del panorama exegético. Esto significa, al mismo tiempo, que adquirimos una nueva confianza en la continuidad interior de la memoria de la Iglesia. En su vida sacramental, lo mismo que en su anuncio de la palabra, constituye un sujeto determinado, cuya memoria mantiene presente la enseñanza y la acción de Jesús aparentemente pertenecientes al pasado. Ello no significa que la Iglesia no tenga nada que aprender de las corrientes teológicas desarrolladas históricamente. Cada nueva situación de la humanidad revela aspectos nuevos del espíritu humano y abre nuevos acercamientos a lo real. Por eso la Iglesia, en el contacto con las experiencias históricas de la humanidad, puede encontrar un guía que la lleve a penetrar más profundamente cada vez en la verdad y a reconocer en ella nuevas dimensiones que sin tales experiencias no hubiera sido posible comprender. Pero el escepticismo es siempre oportuno donde despuntan nuevas interpretaciones que atacan la identidad de la memoria eclesial, la sustituyen con otro pensamiento y quieren así destruirla en cuanto memoria. Hemos adquirido así un segundo criterio de distinción. Si antes decíamos que hay que eliminar de cada una de las diversas interpretaciones lo que proviene de la ideología moderna, ahora podemos afirmar, por el contrario, que la conciliación con la memoria fundamental de la Iglesia es el criterio para establecer lo que, desde un punto de vista histórico, hay que considerar fiel respecto a lo que proviene no de la palabra de la Biblia, sino del pensamiento personal propio. Ambos criterios: el negativo de la ideología y el positivo de la memoria fundamental de la Iglesia, se integran y pueden ayudarse a permanecer lo más cerca posible de la palabra bíblica, sin descuidar la contribución de las disputas contemporáneas a nuestro conocimiento. |
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