Los orígenes de la cultura






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MARVIN HARRIS


CANÍBALES Y REYES

Los orígenes de la cultura

SALVAT
Versión española de la obra Cannibals and kings. The origins of cultures de Marvin Harris

Traducción: Horacio González Trejo
cultura Libre

© 1986. Salvat Editores, S.A., Barcelona

© Marvin Harris

© Editorial Argos Vergara, S.A.

ISBN 84-345-8246-5 Obra completa

ISBN 84-345-8373-9

Depósito legal NA-1479 1985

Publicado por Salvat Editores, S.A., Mallorca, 41-49 - Barcelona Impreso por Gráficas Estella. Estella (Navarra)

Printed in Spain


INTRODUCCIÓN

Durante siglos, el mundo occidental se ha sentido reconfortado por la creencia de que el progreso material nunca concluirá. Como prueba de que vivir es hoy mucho más fácil para nosotros de lo que lo fue para nuestros abuelos, ofrecemos nuestros coches, nuestros teléfonos y nuestra calefacción central. Aunque reconocemos que el progreso puede ser lento y desigual —con contratiempos poco duraderos—, sentimos que, pensándolo bien, será mucho más fácil vivir en el futuro que en el presente.

Las teorías científicas, en su mayoría formuladas hace cien años, alimentan esta creencia. Desde la superioridad del punto de vista de los científicos victorianos, la evolución de la cultura pareció ser un peregrinaje por una escarpada montaña desde cuya cima los pueblos civilizados podían mirar hacia abajo a los diversos niveles de salvajismo y barbarismo que aún debían superar las culturas «inferiores». Los victorianos exageraron la pobreza material de los así llamados salvajes y, al mismo tiempo, inflaron los beneficios de la «civilización» industrial. Representaron la antigua Edad de Piedra como una época de grandes temores e inseguridades, en que la gente pasaba los días en una incesante busca de alimentos y las noches amontonada alrededor del fuego, en cuevas incómodas, acosados por tigres de dientes como sables. Sólo cuando se descubrió el secreto de la siembra de cosechas, nuestros antepasados «salvajes» tuvieron suficiente tiempo libre para establecerse en aldeas y construir viviendas confortables. Sólo entonces pudieron almacenar excedentes alimenticios y contar con tiempo para pensar y experimentar nuevas ideas. Esto, a su vez, se supone que condujo a la invención de la escritura, a las ciudades, a los gobiernos organizados y al florecimiento del arte y la ciencia. Luego llegó la máquina a vapor, que inició una nueva y más rápida etapa de progreso, la revolución industrial, con su milagrosa abundancia de máquinas producidas en serie, que ahorran trabajo, y de tecnología, que realza la vida.

No es fácil superar este tipo de adoctrinamiento. No obstante, un creciente número de personas no puede evitar la sensación de que la sociedad industrial tiene un núcleo falso y que, a pesar de las imágenes de los medios de comunicación referentes a las placenteras horas de ocio, nuestros descendientes tendrán que trabajar cada vez más duramente para conservar los lujos de que hoy gozamos. El gran auge industrial no sólo ha estado contaminando la tierra con desperdicios y venenos; también ha vomitado bienes y servicios cada vez de peor calidad, más caros y defectuosos.

En esta obra, mi propósito consiste en reemplazar el antiguo punto de vista victoriano del progreso, la categoría de «adelante y arriba», por una explicación más realista de la evolución cultural. Lo que ocurre con el nivel de vida de nuestros días ya ha ocurrido en el pasado. Nuestra cultura no es la primera tecnología que ha fracasado. Tampoco es la primera que ha alcanzado sus límites de crecimiento. Las tecnologías de culturas anteriores fracasaron repetidas veces y fueron reemplazadas por nuevas tecnologías. Los límites de crecimiento fueron alcanzados y trascendidos sólo para ser alcanzados y trascendidos una vez más. Una gran parte de lo que consideramos progreso contemporáneo es, en realidad, una recuperación de niveles que se gozaron plenamente durante épocas prehistóricas.

Las poblaciones de la Edad de Piedra vivían vidas más sanas que los pueblos que les sucedieron inmediatamente: en tiempos de los romanos había en el mundo más enfermedades que en cualquier época precedente, e incluso en la Inglaterra de principios del siglo diecinueve, la expectativa de vida para los niños no era, con toda probabilidad, muy diferente a la de veinte mil años atrás. Más aún, los cazadores de la Edad de Piedra trabajaban para su sustento menos horas de las que trabajan los campesinos chinos y egipcios típicos... y, a pesar de sus sindicatos, los obreros fabriles de nuestro tiempo. En cuanto a esparcimientos tales como buena comida, entretenimientos y placeres estéticos, los antiguos cazadores y recolectores disfrutaban de lujos que sólo los norteamericanos más ricos de nuestros días pueden permitirse. En la actualidad, familias enteras trabajan y ahorran durante treinta años para obtener el privilegio de ver unos pocos metros cuadrados de hierba a través de sus ventanas. Y esos son unos pocos privilegiados. Los norteamericanos dicen que «la carne hace a la comida» y su dieta es rica (algunos dicen que demasiado rica) en proteínas animales, pero dos tercios de la población viven hoy como vegetarianos involuntarios. En la Edad de Piedra, todos mantenían una dieta rica en proteínas y pobre en féculas. Y la carne no se congelaba ni se saturaba de antibióticos y de color artificial,

Pero no he escrito este libro para desvalorizar los niveles de vida norteamericanos y europeos modernos. Nadie puede negar que hoy vivimos mejor de lo que vivieron nuestros bisabuelos en el siglo pasado. Nadie puede negar, incluso, que la ciencia y la tecnología han contribuido a mejorar la dieta, la salud, la longevidad y las comodidades de centenares de millones de personas. En cuestiones tales como la contracepción, la seguridad contra las calamidades naturales y la facilidad del transporte y las comunicaciones hemos superado, obviamente, incluso a las más opulentas de las sociedades precedentes. La cuestión que ocupa el primer lugar en mi pensamiento no se refiere a la determinación de si los beneficios de los últimos ciento cincuenta años son reales, sino a si son permanentes. ¿El reciente auge industrial puede considerarse como el extremo de una única línea gráfica, siempre ascendente, de elevación material y espiritual, o es la última y voluble protuberancia de una curva que desciende con tanta frecuencia como asciende? Creo que la segunda perspectiva está más de acuerdo con la evidencia y los principios esclarecedores de la antropología moderna.

Mi objetivo consiste en demostrar la relación entre el bienestar material y espiritual y los costos y beneficios de diversos sistemas para incrementar la producción y controlar el crecimiento de la población. En el pasado, irresistibles presiones reproductoras surgidas de la falta de medios eficaces y seguros de contracepción, condujeron reiteradamente a la intensificación de la producción. Dicha intensificación ha conducido, siempre, al agotamiento ambiental, lo que en general da por resultado nuevos sistemas de producción... cada uno de ellos con una forma característica de violencia, trabajos penosos, explotación o crueldad institucionalizados. Así, la presión reproductora, la intensificación y el agotamiento ambiental parecerían contener la clave de la comprensión de la evolución de la organización familiar, las relaciones de propiedad, la economía política y las creencias religiosas, incluyendo las preferencias dietéticas y los tabúes alimentarios. Las modernas técnicas contraceptivas y abortivas introducen en este cuadro nuevos elementos potencialmente decisivos, dado que eliminan los atroces castigos relacionados con todas las técnicas preexistentes para hacer frente directamente a las presiones reproductoras a través del control de la natalidad. Pero la nueva tecnología de contracepción y aborto puede haber llegado demasiado tarde. Las sociedades estatales contemporáneas se encuentran entregadas a la intensificación del modo de producción industrial. Apenas hemos empezado a pagar el castigo por los agotamientos ambientales relacionados con esta nueva ronda de intensificación y nadie puede predecir qué nuevos tormentos serán necesarios para trascender loe límites de crecimiento del orden industrial.

Soy consciente de que es probable que mis teorías de determinismo histórico provoquen una reacción desfavorable. Algunos lectores se sentirán ofendidos por los vínculos causales que establezco entre canibalismo, religiones de amor y misericordia, vegetarianismo, infanticidio, costos y beneficios de producción. Como resultado de ello, se me puede acusar de intentar encarcelar al espíritu humano dentro de un sistema cerrado de relaciones mecánicas. Pero mi intención es exactamente la contraria. El hecho de que una forma ciega de determinismo haya gobernado el pasado no significa que deba gobernar el futuro.

Antes de seguir adelante, deseo aclarar el significado de la palabra «determinismo». En el contexto de la ciencia del siglo veinte, ya no se habla de causa y efecto en el sentido de una relación mecánica en proporción de uno a uno entre variables dependientes e independientes. En la física subatómica hace tiempo que impera el «principio de indeterminación» de Heisenberg, que suple las certezas causa-y-efecto por las probabilidades causa-y-efecto con respecto a las micropartículas. Desde que el paradigma «una excepción refuta la regla» ha perdido su dominio en la física, yo, por lo menos, no tengo la intención de imponerlo en los fenómenos culturales. Cuando me refiero a relaciones deterministas entre fenómenos culturales quiero decir, meramente, que variables similares, bajo condiciones semejantes, tienden a producir consecuencias similares.

Puesto que creo que la relación entre procesos materiales y preferencias morales corresponde a probabilidades y a similitudes más que a certezas e identidades, no tengo ninguna dificultad en creer que la historia está determinada y que los seres humanos tienen la capacidad de ejercer la elección moral y la libre voluntad. De hecho, insisto en la posibilidad de que pueden ocurrir improbables acontecimientos históricos que impliquen la imprevisible inversión de las relaciones normales causa-y-efecto entre procesos y valores materiales y, en consecuencia, en que todos somos responsables de nuestra contribución a la historia. Pero asegurar que los seres humanos tienen la capacidad de hacer que la cultura y la historia se conformen a las pautas de nuestra libre elección no es lo mismo que decir que la historia es, en realidad, la expresión de esa capacidad. Nada de eso. Como demostraré, las culturas en general se han desarrollado a lo largo de sendas paralelas y convergentes que son sumamente previsibles a partir de un conocimiento de los procesos de producción, reproducción, intensificación y agotamiento. Aquí incluyo los rituales y creencias aborrecidos y amados en todo el inundo.

En mi opinión, la libre voluntad y la elección moral no han tenido, prácticamente, ningún efecto significativo en la dirección seguida hasta ahora por los sistemas desarrollados de vida social. Si estoy acertado, importa que quienes se interesan por proteger a la dignidad humana de la amenaza del determinismo mecánico se me alíen para reflexionar en la siguiente cuestión: ¿por qué hasta el presente la vida social estuvo compuesta, de manera terminante, de medidas previsibles más que imprevisibles? Estoy convencido de que uno de los más grandes obstáculos existentes para el ejercicio de la libre elección en nombre del logro de improbables metas de paz, igualdad y opulencia es el fracaso en reconocer los procesos evolutivos materiales que explican el predominio de las guerras, la desigualdad y la pobreza. Como consecuencia del deliberado descuido de la ciencia de la cultura, el mundo está plagado de moralistas que insisten en que han deseado libremente aquello que se vieron obligados a desear involuntariamente, mientras al no comprender las probabilidades contrarias a la libre elección, millones de seres que serían libres se han entregado a nuevas formas de esclavitud. Con el fin de cambiar la vida social para mejorarla, es necesario comenzar por conocer la razón por la que generalmente cambia para empeorar. Por tal motivo, considero que la ignorancia de los factores causales en la evolución cultural y la indiferencia por las probabilidades contrarias a un resultado deseado, son formas de duplicidad moral.

ÍNDICE DE CAPÍTULOS

1. Cultura y naturaleza 7

2. Asesinatos en el paraíso 11

3. El origen de la agricultura 22

4. El origen de la guerra 33

5. Las proteínas y el pueblo feroz 46

6. El origen de la supremacía masculina

y el del complejo de Edipo 54

7. El origen de los estados prístinos 66

8. Los estados precolombinos de mesoamérica 82

9. El reino caníbal 94

10. El cordero de la misericordia 108

11. Carne prohibida 123

12. El origen de la vaca sagrada 134

13. La trampa hidráulica 148

14. El origen del capitalismo 158

15. La burbuja industrial 170

Epilogo y soliloquio moral 180

Agradecimientos, referencias y notas 184

Bibliografía 192

1
CULTURA Y NATURALEZA


Los exploradores enviados por los europeos durante la gran época de los descubrimientos fueron lentos en comprender el modelo global de costumbres e instituciones. En algunas regiones —Australia, el Ártico, los extremos meridionales de Sudamérica y África— encontraron grupos que todavía vivían de manera semejante a la de sus antepasados europeos de la Edad de Piedra, tiempo atrás olvidados: grupos de veinte o treinta personas, diseminados en vastos territorios, en constante movimiento, que vivían exclusivamente de la caza de animales y de la recolección de plantas salvajes. Esos cazadores-recolectores parecían ser miembros de una especie rara y arriesgada. En otras regiones —los bosques del este de América del Norte, las junglas de Sudamérica y el este asiático— encontraron poblaciones más densas que habitaban aldeas más o menos estables, basadas en la agricultura y compuestas, quizá, por una o dos grandes estructuras comunales, pero también allí las armas y las herramientas eran reliquias prehistóricas.

A lo largo de las riberas del Amazonas y del Mississippi y en las islas del Pacífico, las aldeas eran de mayor tamaño y, a veces, albergaban a un millar o más de habitantes. Algunos estaban organizados en confederaciones rayanas en la categoría de estados. Aunque los europeos exageraron su «salvajismo», la mayoría de esas comunidades aldeanas coleccionaban las cabezas de sus enemigos como trofeos, asaban vivos a sus prisioneros de guerra y consumían carne humana en ceremonias rituales. Debe recordarse el hecho de que los europeos «civilizados» también torturaban a seres humanos —en procesos por brujería por ejemplo— y que no se oponían a exterminar la población de ciudades enteras (aunque sintieran escrúpulos en comerse entre sí).

En otras partes, naturalmente, los exploradores encontraron estados e imperios plenamente desarrollados, gobernados por déspotas y clases dominantes, y defendidos por ejércitos permanentes. Fueron esos grandes imperios con sus ciudades, monumentos, palacios, templos y tesoros, los que atrajeron a todos los Marco Polo y a todos los Colón a través de los océanos y los desiertos. Existía China, el imperio más grande del mundo, un reino vasto y sofisticado cuyos líderes despreciaban a los «bárbaros de cara roja» que suplicaban desde insignificantes reinos más allá de los límites del mundo civilizado. Y existía la India, una tierra donde las vacas eran veneradas y las desiguales cargas de la vida se distribuían de acuerdo con lo que cada alma hubiera merecido en su encarnación anterior. Y estaban también los estados e imperios nativos americanos, mundos en sí mismos, cada uno de ellos con sus artes y religiones peculiares: los incas, con sus grandes fortalezas de piedra, sus puentes colgantes, sus graneros siempre llenos y su economía controlada por el estado; los aztecas, con sus dioses sedientos de sangre alimentados con corazones humanos y su incesante búsqueda de nuevos sacrificios. También existían los europeos, con sus propias cualidades exóticas —la empresa de la guerra en nombre de un príncipe de la paz, la forzada compraventa para obtener beneficios—, poderosos más allá de su fuerza en virtud de un astuto dominio de la destreza mecánica y de la ingeniería.

¿Qué significó este modelo? ¿Por qué algunos pueblos abandonaron la caza y la recolección como forma de vida, en tanto que otros las conservaron? Y entre los que adoptaron la agricultura, ¿por qué algunos se conformaron con la vida aldeana mientras otros fueron acercándose uniformemente a una categoría de estado? Y entre quienes se organizaron en estados, ¿por qué algunos crearon imperios y otros no? ¿Por qué algunos adoraban las vacas mientras otros alimentaban con corazones humanos a dioses caníbales? La historia humana ¿está expresada no por uno, sino por diez mil millones de idiotas... el juego de la oportunidad y la pasión, y nada más? Creo que no. Creo que hay un proceso inteligible que preside el mantenimiento de formas culturales comunes, que inicia cambios y que determina sus transformaciones a lo largo de sendas paralelas o divergentes.

El núcleo de este proceso es la tendencia a intensificar la producción. La intensificación —la inversión de más tierra, agua, minerales o energía por unidad de tiempo o área — es, a su vez, una periódica respuesta a las amenazas contra los niveles de vida. En tiempos primitivos, tales amenazas surgían, principalmente, de las modificaciones climáticas y de las migraciones de personas y animales. En los últimos tiempos, el principal estímulo ha sido la competencia entre estados. Al margen de su causa inmediata, la intensificación siempre es antiproductiva. En ausencia de cambio tecnológico, conduce inevitablemente al agotamiento del medio ambiente y a la disminución de la eficiencia productiva, dado que el esfuerzo creciente debe aplicarse, tarde o temprano, a animales, plantas, tierras, minerales y fuentes de energía más remotos, menos fiables y menos munificentes. La disminución de la eficiencia conduce, a su turno, a bajos niveles de vida... o sea, precisamente, a unos efectos contrarios a lo deseado. Pero este proceso no concluye cuando todos, sencillamente, obtienen menos comida, menos protección y menos satisfacción de otras necesidades a cambio de más trabajo. A medida que disminuye el nivel, las culturas prósperas inventan medios de producción nuevos y más eficientes, que tarde o temprano volverán a conducir al agotamiento del entorno natural.

¿Por qué la gente intenta resolver sus problemas económicos intensificando la producción? Teóricamente, el camino más fácil para alcanzar una nutrición de alta calidad y una vida prolongada y vigorosa, libre de fatigas y trabajos penosos, no consiste en aumentar la producción sino en reducir la población. Si por alguna razón que escapa al control humano —un cambio de clima desfavorable, digamos— la provisión de recursos naturales per cápita se reduce a la mitad, la gente no necesita tratar de compensarlo trabajando el doble. Podrían, en cambio, reducir a la mitad su población. O, diría yo, podrían hacerlo si no fuera a causa de un grave problema.

Dado que la actividad heterosexual es una relación genéticamente estipulada de la que depende la supervivencia de nuestra especie, no es tarea fácil mermar la «cosecha» humana. En los tiempos preindustriales, la regulación eficaz de la población suponía disminuir el nivel de vida. Por ejemplo, si ha de reducirse la población evitando las relaciones heterosexuales, apenas puede decirse que el nivel de vida de un grupo se haya mantenido o mejorado. De manera similar, si ha de disminuirse la fecundidad del grupo haciendo que las comadronas salten sobre el vientre de la mujer hasta matar al feto —y a menudo también a la madre—, los supervivientes pueden comer mejor pero su expectativa de vida no habrá mejorado. De hecho, el método de control de la población más ampliamente utilizado durante la mayor parte de la historia humana fue, probablemente, alguna forma de infanticidio femenino. Aunque los costos psicológicos de matar o dejar morir de inanición a las propias hijas pueden atenuarse culturalmente definiéndolas como no-personas (al igual que los partidarios modernos del aborto, entre quienes me cuento, definen a los fetos como no-niños), los costos materiales de nueve meses de embarazo no se borran tan fácilmente. Es sensato suponer que la mayoría de los pueblos que practican el infanticidio preferirían no ver morir a sus hijas. Pero las alternativas —disminuir drásticamente los niveles de nutrición, los de salud y los sexuales de la totalidad del grupo— han sido consideradas, por lo general, aún más indeseables, al menos en las sociedades pre-estatales.

Estoy tratando de indicar que la regulación de la población a menudo fue un proceso costoso, cuando no traumático, y una fuente de tensión individual, como Thomas Malthus sugirió que sería para todos los tiempos futuros (hasta que su error quedó demostrado mediante la invención del preservativo). Es esa tensión —o presión reproductora, como podría ser designada más acertadamente— la que explica la periódica tendencia de las sociedades pre-estatales a intensificar la producción como medida de protección o de incremento de los niveles de vida en general. Si no fuera por los graves costos que entraña el control de la reproducción, nuestra especie podría haber permanecido por siempre organizada en grupos pequeños, relativamente pacíficos e igualitarios, de cazadores recolectores. Pero la carencia de métodos eficaces y benignos de control de la población hicieron inestable este modo de vida. Las presiones reproductoras predispusieron a nuestros antepasados de la Edad de Piedra a recurrir a la intensificación como respuesta al número decreciente de animales de caza mayor, disminución provocada por los cambios climáticos del último período glacial. La intensificación del modo de producción de la caza y de la recolección abrió, a su vez, la etapa de la adopción de la agricultura que a su turno condujo a una competencia muy alta entre los grupos, a una intensificación de la guerra y a la evolución del estado. Pero me estoy anticipando.
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