Resumen El artículo toma como punto de partida la polarización de posturas que se dan en nuestra sociedad y en la Iglesia con respecto a la sexualidad y al valor del placer.






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títuloResumen El artículo toma como punto de partida la polarización de posturas que se dan en nuestra sociedad y en la Iglesia con respecto a la sexualidad y al valor del placer.
fecha de publicación24.07.2015
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tipoResumen
e.exam-10.com > Biología > Resumen
Sal Terrae | 99 (2011) 775-788

La bondad del placer

Pedro José Gómez Serrano*


Fecha de recepción: septiembre de 2011

Fecha de aceptación y versión final: septiembre de 2011
Resumen

El artículo toma como punto de partida la polarización de posturas que se dan en nuestra sociedad y en la Iglesia con respecto a la sexualidad y al valor del placer. En su primera parte, se describe sumariamente la evolución histórica que condujo a la actitud de recelo respecto del placer sexual que ha caracterizado a la Iglesia durante la mayor parte de su historia. En un segundo momento, recuerda cómo la primera Encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est, dibuja las claves de la reconciliación del catolicismo con la vivencia del amor erótico. Por último, el trabajo ofrece unas sencillas consideraciones sobre la bondad del placer sexual y sus límites.

Palabras clave: erotismo, sexualidad, humanización, cristianismo.
The merits of pleasure
Abstract

The foundations for this article are based on the polarised attitudes toward sexuality and the value of pleasure held by today’s society and the Church. The first section offers a brief description of the historical evolution that led to the attitude of distrust regarding sexual pleasure that has characterised the Church for most of its history. The second section reminds us that the first Encyclical of Benedict XVI, Deus caritas est., sets out the main points for reconciliation between Catholicism and the experience of erotic love. Finally, the article offers some simple observations about the merits of sexual pleasure and its limits.

Keywords: eroticism, sexuality, humanisation, Christianity.


«Mas todo placer quiere eternidad».

Friedrich Nietzsche1
Para la mayoría de nuestros conciudadanos, el hecho de saber que una revista ha decidido dedicar un artículo a reflexionar sobre la bondad del placer no pasaría de ser una curiosidad tautológica. El predominio cultural del hedonismo resulta tan evidente que constituye una obviedad señalar que el placer es bueno. Sin embargo, para quienes se encuentran moldeados por la religiosidad cristiana tradicional, el título del presente artículo no dejará de parecer sospechoso, cuando no erróneo. Y quizá sea esta polarización la que hace pertinente un análisis algo más detenido de la naturaleza y los efectos del placer en un número que pretende abordar la vivencia de la sexualidad en la sociedad actual desde una perspectiva creyente.

En mi opinión, con respecto a todo lo que rodea a la sexualidad vivimos una situación disparatada. En nuestro país, los menores no están capacitados para comprar legalmente un paquete de tabaco o una cerveza, pero sí pueden abortar gratuitamente. El Papa sorprende como renovador por decir que podría ser éticamente legítimo utilizar preservativo en el marco de la prostitución2, al tiempo que la edad promedio para el comienzo de las relaciones sexuales en España se sitúa en los 16 años, aunque es significativo el número de quienes se inician a partir de los 133. Mientras la Iglesia moraliza la sexualidad humana cargándola con un manto de recelo y culpabilidad, parte de la sociedad banaliza todo acto sexual, convirtiéndolo en un objeto más de consumo, con frecuencia despersonalizado. Este mismo mes de agosto una joven publicaba en Facebook: «Cambio mi virginidad por una entrada del concierto de Justin Bieber».

Parece un momento oportuno para buscar algo de sentido común en este contexto surrealista. No me siento especialmente apto para formular una visión cristiana del placer, pero me alegra tener la oportunidad de afrontar esta problemática en clave positiva, dado que, por lo que se refiere a la vivencia de la sexualidad en el ámbito creyente, es todavía necesario «desfacer numerosos entuertos» que han generado muchísimo dolor a las generaciones cristianas adultas y que son causa destacada del alejamiento juvenil de la Iglesia.

1. Breve crónica de un terrible malentendido
Durante muchos siglos, la Iglesia presentó el amor a partir de unas claves sacrificiales, moralistas o ascéticas que lo alejaban, lamentablemente, del disfrute y de la alegría. En un artículo de Sal Terrae4 recordaba, hace años, cómo José Luis Sampedro comentó en la clase magistral con la que se despedía de la docencia al jubilarse, que toda su labor universitaria había estado guiada por una frase que había escuchado, cuando era un joven estudiante, a un anciano y famoso profesor británico –Sir William Beberidge (el «padre» de la «Seguridad Social»)– durante una visita en la que le había acompañado por Madrid en el año 1945: «Life is serving, not enjoying». Esto es, la vida consiste en servir, no en disfrutar5. Esta concepción de las cosas, que a mi me pareció, en un primer momento, profundamente evangélica, no es correcta. De hecho, contraponer el amor al placer ha sido una verdadera tragedia, de la que el cristianismo no se ha recuperado aún.

En realidad, pocas cosas pueden resultar más satisfactorias para el ser humano que poder amar y saberse amado. Pocas experiencias humanas pueden llegar a ser más placenteras y liberadoras que el amor vivido intensamente. Aunque el reconocimiento de su carácter gratificante no impide constatar que el verdadero amor puede conllevar también dedicación, esfuerzo y, en ocasiones, mucho sufrimiento. Lo cual tiene validez para todas las formas del amor: la amistad, el compañerismo, la paternidad y el erotismo. Todas ellas pueden ser fuente de una profunda satisfacción, pero tienen «un precio caro» que muchos no están dispuestos a pagar.

Pero donde el malentendido ha alcanzado mayores proporciones ha sido en el ámbito de la sexualidad. En este terreno, el cristianismo se alejó de sus raíces judías. Porque para la concepción hebrea de la vida la corporalidad, en general, y la sexualidad, en particular, son realidades profundamente positivas a través de las cuales se manifiesta la bondad de la creación y el don sagrado de la vida. El Antiguo Testamento está lleno de acontecimientos sexuales «subidos de tono» que forman parte natural de la revelación sin necesidad de censuras y mojigatería. El Cantar de los Cantares representa una cima a la vez poética y teológica de la literatura, en la que se afirma la excelencia del amor erótico hasta el punto de poder reflejar de modo sublime –y sin negar en nada su carácter sensual– la alianza entre Yahvé y su Pueblo. Algo que, por otra parte, también se refleja en la tradición profética, como ocurre, por ejemplo, en Oseas o en Jeremías. Si Israel hubiera tenido una visión negativa de la sexualidad, nunca habría utilizado este lenguaje para referirse simbólicamente a la relación con Dios.

Por lo que se refiere a Jesús, cabe recordar que no fue un asceta y que, de hecho, fue acusado por los discípulos de Juan de no practicar el ayuno (Mc 2,8-22), y por los fariseos de ser un «comedor y bebedor» (Lc 7,31-35). Por lo que nos cuentan los evangelios, participaba habitualmente en fiestas y banquetes, disfrutando a fondo de los placeres habituales de la vida. En el campo específico de la sexualidad, dos datos parecen claros. En primer lugar, Jesús no fue una persona «obsexionada», como sí lo ha sido la Iglesia y lo es hasta el presente. Es decir, Jesús no dio una importancia crucial a la sexualidad –a la que apenas se refirió–, sino al anuncio y anticipo del Reino de Dios, que constituyó el centro de su vida. En segundo lugar, él no parece haber desarrollado una vida de pareja, pero no por rechazo a las mujeres –por las que sentía un gran aprecio– o al placer –que nunca condenó–, sino por el carácter absorbente y exclusivo que, en su caso, parece haber tenido el servicio al Reino. En este sentido parece entender la exégesis actual el oscuro pasaje referido a «los que se hacen eunucos por el reino de los cielos» (Mt 19,12).

Simplificando abusivamente un fenómeno históricamente muy complejo, puede decirse que durante los primeros siglos de la vida de la Iglesia se produjo una asimilación de distintas corrientes culturales que tergiversaron radicalmente el sentido positivo de la sexualidad y del placer que genera. En la antigüedad, y ya antes del surgimiento del cristianismo, existían corrientes de pensamiento reticentes ante al erotismo. Así, por motivos de salud, personalidades como Pitágoras, Platón, Jenofonte o Hipócrates recomendaban la continencia sexual, dado que el exceso de actividad podía ocasionar el agotamiento de la energía del varón. Pero sería en los cinco primeros siglos de nuestra era cuando diversas filosofías emergentes tiñeron negativamente la visión cristiana de la sexualidad. Los estoicos mostraron un fuerte recelo ante el placer. Preferían el matrimonio a la sexualidad no regulada, pero consideraron la virginidad y la continencia como estados superiores al matrimonio. Para ellos, el abandonarse a las pasiones era vergonzoso para un ser humano, y el dominio de las mismas un signo de madurez. La gnosis vino a sumarse a esta visión pesimista del placer sexual al considerar negativo todo el mundo material y corporal. Los gnósticos consideraban el cuerpo «un cadáver dotado de sentidos, la tumba que uno lleva consigo a todas partes»6. A partir del siglo III d.C., una corriente dentro de la gnosis –el maniqueísmo– radicalizó aún más, si cabe, el enfrentamiento dualista entre materia y espíritu, exigiendo a sus miembros «elegidos» una vida de ascesis total. El neoplatonismo, una escuela filosófica que tuvo gran ascendiente en muchos Padres de la Iglesia, también asumió el ideal de la continencia, hasta el punto de que de su principal exponente –Plotino († 270)– se llegó a decir que «parecía que se avergonzaba de tener un cuerpo»7.

Pero sería San Agustín quien –traumatizado por su propia experiencia en el terreno sexual– terminaría de consolidar el viraje dramático en contra del amor erótico en el cristianismo, al considerar la sexualidad como un mal necesario para llevar a cabo la reproducción, y el placer sexual como claramente pecaminoso, solo moralmente justificable cuando el acto estaba orientado a la procreación. Llegó a vincular el pecado original con el placer generado en el acto de engendrar. Con ello, la dimensión sexual de la persona pasó a ocupar, insólitamente, el centro de la pugna vital entre su condenación o salvación eternas. El desprecio por la corporalidad, la superioridad del celibato sobre la vida matrimonial y la estigmatización de la mujer estaban inevitablemente inscritos en esta visión de las cosas, introduciendo un verdadero veneno en la vivencia cristiana de la sexualidad para el que no hemos sido capaces de encontrar aún un adecuado antídoto. Sin negar el carácter absolutamente genial de San Agustín en numerosos campos de la reflexión teológica, hay que afirmar con igual énfasis que no es posible exagerar el daño que la visión agustiniana de la sexualidad ha hecho a los creyentes. Para él, placer sexual y pecado iban indisolublemente unidos. Citemos sus propias palabras en un polémico texto contra los maniqueos: «Si se descartan los hijos, los esposos no son más que vergonzosos amantes, las esposas son prostitutas, los lechos conyugales son burdeles, y los suegros son los chulos»8.

Durante un milenio y medio, el disfrute erótico estuvo condenado. Solo a partir del Vaticano II la Iglesia Católica ha ido asumiendo, poco a poco, la positividad de la sexualidad humana y el hecho de que, junto a su función reproductiva, tiene otra igualmente importante orientada a la expresión y fortalecimiento del afecto en la pareja. Y aunque no me voy a detener en el asunto, convendría tener en cuenta que la estructura biológica de la sexualidad humana está configurada para garantizar la supervivencia de la especie en un contexto que se ha modificado radicalmente en los últimos cien años (esperanza de vida, superpoblación, eliminación de enfermedades, etc.). Este cambio radical de contexto tendría que ser tenido en cuenta a la hora de elaborar una ética y espiritualidad de la sexualidad acorde con la realidad actual9. Con todo, incluso hoy en día, la postura oficial del magisterio mantiene el peaje de que «todo acto esté abierto a la vida» para legitimar moralmente las relaciones sexuales.

2. La batalla campal entre eros y agápe
En un terreno más teológico, podemos señalar que, en definitiva, el cristianismo afirmó el agápe como la modalidad cristiana del amor y, al hacerlo, condenó al eros como sospechoso de egoísmo y búsqueda de sí. Aquí concurren dos errores desafortunados: creer que el amor a uno mismo se opone necesariamente al amor a los demás y pensar que aquello que se realiza sufriendo tiene mayor valor ético o religioso que lo que se hace disfrutando. Al contrario, el evangélico «amar a los demás como a uno mismo» (Mt 22,37), antes de ser un imperativo moral, es una constatación psicológica elemental. Tratamos a los demás como nos tratamos a nosotros mismos. Solo quien está a gusto consigo mismo, acepta su realidad, se cuida y se valora, tiene capacidad de relacionarse amorosamente con los demás. Los celos, la envidia, la codicia o la violencia nacen de la experiencia de no sentirse radicalmente valioso. La sabiduría popular lo expresa señalando que «nadie da lo que no tiene». Por otra parte, la bondad o maldad de una acción no dependen del grado de sufrimiento que conlleva, sino de la vida, justicia y alegría que es capaz de generar. Por un principio elemental de salud mental, hay que preferir lo agradable a lo dañino, aunque en ocasiones sea necesario aceptar el dolor por un bien moral superior. Nada refleja mejor esta actitud que las palabras de Jesús en el Huerto de los Olivos: «Padre, si es posible, aparta de mi este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc, 22,42).

Y, a pesar de que aún quede mucho por avanzar para sanear el imaginario colectivo cristiano, creo que puede decirse honradamente que la reflexión teológica de las últimas décadas ha tratado seriamente de rehabilitar el placer y superar la concepción dolorista y «antiplacentera» de la fe. Lo que, felizmente, ha terminado por alcanzar al propio magisterio. Así, aunque Benedicto XVI no dedicara prioritariamente a la sexualidad su primera encíclica Deus caritas est, sí ofreció un planteamiento teórico verdaderamente revolucionario y positivo para articular adecuadamente sexualidad y amor. Recordemos sumariamente su argumentación10.

Eros y agápe son dos términos griegos que pueden traducirse por «amor», pero que no significan lo mismo. El primero, que tiene una vinculación expresa a la dimensión sexual y afectiva del ser humano, se orienta a la satisfacción de sus necesidades, mientras que el segundo representa el amor de entrega u oblación a otros. De hecho, en el Nuevo Testamento se utiliza siempre la palabra «agápe» para hablar del amor cristiano, pese a que ese término era mucho menos habitual que otras denominaciones del amor. Con todo, sin ser idénticos, tampoco deben considerarse necesariamente opuestos. Por una parte, el amor erótico tiene una gran capacidad para hacer salir de sí a cada amante y le alienta a preocuparse de la satisfacción y bienestar del amado. No hay mayor placer que el de proporcionar placer a aquellos a quienes queremos. Por otra parte, en el amor de agápe –entendido como entrega, compromiso o solidaridad– se produce también una profunda satisfacción psicológica, aun cuando no sea buscada directamente. El libro de los Hechos de los Apóstoles señala con sencillez: «Hay mayor alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Como indica Benedicto XVI, somos seres simultáneamente corporales y espirituales y nos realizamos plenamente cuando eros y agápe logran integrarse.

Sabiendo, además, que ambos tiene sus tentaciones específicas: eros puede caer en la tentación del narcisismo o el egoísmo, y agápe puede caer en la del espiritualismo y el ascetismo, que nada tienen que ver con lo cristiano. Como saben los psicólogos, el olvido o represión de nuestro carácter corporal, de la dinámica afectiva y sentimental o de las pulsiones sexuales se suele pagar con actitudes rigoristas, insensibles o rígidas y la frustración última de quienes siguen esta senda vital. De ahí la necesidad de que ambas dinámicas se corrijan y complementen mutuamente. El amor erótico, fuertemente enraizado en la naturaleza humana, debería abrirse a la dinámica de la entrega al otro, sin renunciar a la intensidad del placer que proporciona. El amor de agápe –cuyo objeto es más universal– ha de contar con nuestras estructuras corporales, materiales, económicas, anímicas y psicológicas si no quiere generar evasión y alienación o incluso la humillación de sus destinatarios. Aunque sea en un plano distinto y con otra cualidad, la solidaridad bien practicada –cuando no suple y respeta al «otro»– es fuente de un verdadero y legítimo placer que estamos llamados a cultivar y agradecer.

Las consideraciones anteriores no suponen que sea fácil encarnar estos planteamientos, pero sí implican que están puestas las bases para un tratamiento del placer en el ámbito creyente que reconozca su valor humanizante. Por ello creo que, a pesar de los enormes lastres que aún soporta la moral sexual católica, la encíclica de Benedicto XVI ha sido una verdadera bendición.

3. El placer sexual y la humanización del placer
Un acercamiento honesto al fenómeno del placer nos muestra que este es, primeramente, un instrumento de la naturaleza para garantizar la supervivencia de la especie. Así, comer y beber proporcionan un indiscutible placer al hambriento y al sediento. Con la misma lógica, el deseo sexual es el medio que propicia el encuentro entre macho y hembra para generar nuevas vidas. En esto, los seres humanos no nos diferenciamos tanto del resto de los animales. El placer es resultado de un proceso bioquímico. Ciertos estímulos sensoriales (o psicológicos) hacen que nuestro organismo libere unas sustancias (endorfinas, noradrenalina, oxitocina, serotonina...) que producen sensaciones que nuestro cerebro convierte en muy agradables. Los placeres más intensos y automatizados suelen estar asociados a la satisfacción de las necesidades más elementales, aunque el proceso de humanización permite la aparición de placeres vinculados a la realización de funciones más altas. Así, un matemático puede experimentar un verdadero placer resolviendo un problema; un melómano, asistiendo a la representación de una pieza de ópera; y un creyente, participando en una celebración litúrgica.

En general, la adecuación de los estímulos al sentido que lo recibe genera las diversas modalidades de placer. Una melodía agradable proporciona placer a través del oído; un suave masaje, a través de la piel; la contemplación de un paisaje o de un cuadro, a través de la vista... El cuerpo reacciona positivamente a estos impactos sensoriales del mismo modo que lo hace negativamente a situaciones de privación o agresión que son vivenciadas a través del dolor. De este modo, «placer» y «dolor» funcionan, respectivamente, como imanes que atraen a la persona hacia lo que es positivo para su bienestar corporal y la alejan de peligros y realidades que pueden dañarla. No es casual que los psicólogos actuales nos animen a escuchar el lenguaje de nuestro cuerpo y atender sus necesidades para evitar un cúmulo de enfermedades.

No obstante, el ser humano es complejo. Por ello es necesario hacer dos precisiones adicionales. En primer lugar, conviene constatar que, en ocasiones, no es cierto que lo más placentero sea lo mejor para la persona, y lo más doloroso lo peor para ella. Las terribles experiencias de las adicciones –que generan un placer maligno– y de las dificilísimas deshabituaciones –que reclaman un dolor positivo– constituyen un claro ejemplo de esta realidad. En segundo término, me parece oportuno sugerir que la realización del ser humano se produce en la medida en que acontece un proceso que integra y profundiza las sensaciones (origen del placer corporal) hasta llevarlas al terreno del sentido (o meta última). Cuando la experiencia logra armonizar sensaciones, sentimientos y sentido, se produce el camino de la más plena humanización. Vivir exclusivamente en el ámbito del placer y el dolor corporales implica situarse en el terreno común de la condición biológica animal, positivo pero insuficiente.

La alimentación puede ilustrar de un modo sencillo lo que intento poner de relieve11. La nutrición es una necesidad fundamental de todos los seres vivos; por consiguiente, experimentamos placer si comemos cuando tenemos hambre. Pero ese placer puede aumentar en cantidad y, sobre todo, en calidad si comemos con personas queridas. La «comensalidad» incluye pero va mucho más allá de la necesidad de alimentarme, e introduce en los sentimientos de amistad, familiaridad e incluso fraternidad, que están muy asociados en todas las culturas a la comida compartida. Y si esa mesa común se realiza con motivo de una fiesta (individual o colectiva; profana o religiosa), entonces alcanza el nivel del sentido: el más profundamente humano. En un cumpleaños, en una fiesta patronal o, más aún, en una Eucaristía, la comida en común, especialmente preparada, expresa y realiza la vocación a la comunión y el valor profundo de la vida, esto es, su sentido. De ahí el extraordinario placer de las comidas familiares cuando hay un acontecimiento positivo que congrega y el gran dolor con que se vive la imposibilidad de celebrar un banquete porque los lazos del cariño se han roto y los miembros de la familia no se hablan.

Indudablemente, no tienen el mismo valor placentero ni el mismo significado antropológico la comida en solitario de lo que hay en la nevera, la comida rápida con los compañeros de trabajo, la comida tranquila y bien guisada en el hogar un fin de semana, el banquete familiar extraordinario o la celebración comunitaria de la Cena del Señor. Todas esas comidas alimentan, pero no del mismo modo; obviamente, el placer estrictamente culinario no es el mismo, pero, sobre todo, no lo es el propiamente humano. En cierto sentido, tiendo a pensar que nuestra sociedad ha sofisticado el nivel de las sensaciones físicas (olores, sabores, colores, etc.) a costa de empobrecer el nivel de los sentimientos (vinculado sobre todo con las relaciones personales) y especialmente el del sentido último de lo que vivimos. Y el caso es que el placer nos pone en contacto directo con la vida –nos revitaliza–, pero también nos hace percibir su carácter efímero.

Con respecto al sexo podemos hacer un planteamiento análogo12. Existe un nivel de la sexualidad en el que prima el componente pulsional o instintivo y en el que la estimulación de ciertas zonas erógenas genera un gran nivel de excitación primero y de placer después. Que este «mecanismo corporal» funcione correctamente es positivo y signo de salud física. Es el plano de las sensaciones. En un segundo nivel, la sexualidad se convierte en el instrumento por excelencia de la comunicación afectiva. El cariño, la ternura, el enamoramiento, el deseo de fecundidad y la pasión encuentran un camino privilegiado de expresión en la sexualidad. Por último, también en ella puede atisbarse de modo eminente el misterio de vida y amor que somos, nuestra necesidad de fidelidad y comunión, la fragilidad y el deseo de eternidad que –como señalaba Nietszche– late en todos nosotros. Hemos de reconocer, agradecidos, la enorme fuerza que tiene la sexualidad para abrirnos al otro como distinto y hacernos descubrir nuestra necesidad profunda de complementariedad y unión. ¡Cuantas veces la atracción sexual ayuda también a buscar vías de reconciliación y a consolidar la relación de la pareja...!

Pienso que, aunque la vivencia más plenamente humana de la sexualidad se da en el terreno de la comunicación, el encuentro y el amor, otras formas de ejercerla –ampliamente extendidas en la actualidad– deberían considerarse más bien como realizaciones pobres o insuficientes, mas que intrínsecamente malas, a no ser que dañen por la falta de respeto o de libertad a sus protagonistas. Porque, a mi modo de ver, aquí se encuentra el quid de la cuestión moral de la sexualidad: Mientras lo que proporciona placer alimenticio es una cosa, un objeto, quien con frecuencia proporciona placer sexual es una persona, un sujeto, que nunca debería ser utilizado o instrumentalizado para satisfacer las necesidades de otro, por muy legítimas que fueran. Y hay que reconocer que, dada la complejidad afectiva del ser humano, no resulta fácil discernir cuándo se da el respeto mínimo y la libertad necesaria para que la búsqueda de placer sexual sea aceptable. Nuestra capacidad de autoengañarnos y de engañar a los demás es elevada. Máxime, cuando nuestros deseos e intereses están en juego. Y, como las experiencias clínica y psicológica señalan, la utilización o la manipulación sexual generan mucho daño y degradación en sus víctimas.

El extraordinario logro consistente en recuperar la valoración positiva del placer sexual ha ido pareja, por desgracia, con un «abaratamiento del producto». Podemos constatar a nuestro alrededor cómo la sexualidad se trivializa y se convierte en mero medio de disfrute, como ocurre, por otra parte, con otros aspectos de la vida en la sociedad de consumo. También en este terreno se ha hiperdimensionado el nivel de la búsqueda de sensaciones placenteras y se va debilitando la calidad y solidez de los vínculos afectivos, por no hablar del carácter sagrado del amor. Como corresponde a nuestra cultura narcisista, se multiplican las publicaciones de «tecnología de la excitación», al tiempo que nos convertimos en «analfabetos emocionales» y «sordos a la trascendencia» que habita también en el misterio del erotismo.

4. Y vio Dios que era bueno
Para terminar esta sencilla reflexión podría formular algunas conclusiones:

● Como creyentes, debemos comenzar por rehabilitar el placer y considerarlo un bien de la creación y un ingrediente imprescindible para alcanzar una vida sana, lograda y feliz. El cristiano puede y debe disfrutar de los distintos placeres de la vida sin miedo ni censuras; con libertad y gratitud.

● Al mismo tiempo, se constata que no todo placer es bueno. Al igual que algunos alimentos sabrosos pueden perjudicar seriamente la salud –pensemos en el exceso de grasas, sal, azúcar o alcohol–, también ciertos modos de buscar el placer sexual pueden llegar a ser patológicos y dañar seriamente a sus actores.

● Siendo bueno, el placer no es el valor máximo de la vida según el Evangelio. Por eso no podemos compartir el eslogan de un conocido anuncio televisivo13: «la vida es una sucesión de pequeños momentos de placer». Esto es lo que parece creer nuestra sociedad cuando sitúa el horizonte vital en disfrutar al máximo.

● Para los cristianos el placer es importante, pero el amor es definitivo. Por ello, tiene que configurar todo tipo de relaciones –también las sexuales– y, además, en su versión evangélica –de justicia para los pobres, de generación de fraternidad universal y de apertura al misterio de Dios– tiene prioridad en caso de conflicto.

Por todo lo señalado, y tras haber criticado la postura negativa de San Agustín con respecto al placer sexual, me parece oportuno recuperar otra de sus conocidas sentencias para discernir evangélicamente nuestro comportamiento en este terreno con mucho más acierto: «Ama y haz lo que quieras»14.

Y para desdramatizar un poco un asunto que se ha tratado en la Iglesia de un modo demasiado solemne, quiero recordar unas palabras que escuché hace treinta años a mi simpático profesor de derecho canónico. Cuando alguna persona de más de 40 años venía a confesarse por haber caído en la tentación de la lujuria, solía decirle: ¡Lo suyo no es pecado, lo suyo es un verdadero milagro!


* Profesor del Departamento de Economía Internacional y Desarrollo de la Universidad Complutense de Madrid. Colaborador del Instituto Superior de Pastoral de Madrid (UPSA).
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1. F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra. Cuarta parte. La canción del noctámbulo, nº 12, Librodot.com., 201.

2. Benedicto XVI, Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y lo signos de los tiempos, Herder, Barcelona 2010.

3. II Congreso de la Sociedad Castellano-Leonesa de Contracepción. Ávila, 11 de junio de 2011.

4. P.J. Gómez Serrano, «La ascética del amor en la vida cotidiana»: Sal Terrae 93 (2005), 829-842.

5. J.L. Sampedro, «Aprendizajes de un metaeconomista», en Homenaje al profesor Sampedro, Fundación Banco Exterior, Madrid 1987, 111-127.

6. U. Ranke-Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos. Iglesia católica y sexualidad, Trotta, Madrid 1994, 18.

7. Ibid., 19.

8. San Agustín, «Contra Fausto»: 15,7, en Obras completas, XXXI: Escritos antimaniqueos (2º), BAC, Madrid 1993.

9. M.P. Ayerra, «De la sexualidad y otros regalos. Reflexiones de una cristiana casada»: Sal Terrae 82 (1994), 789-794.

10. Benedicto XVI, Deus caritas est, Carta encíclica de 25 de diciembre de 2005.

11. Me inspiro, muy libremente, en L. Maldonado, Eucaristía en devenir, Sal Terrae, Santander 1997.

12. He escuchado alguna vez esta comparación a Mari Patxi Ayerra.

13. Esta afirmación aparecía, hace años, en un spot televisivo de la marca de chocolates Kit Kat.

14. San Agustín, Séptima homilía a la carta de San Juan, § 8.


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